La seducción de Marco Antonio (46 page)

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Authors: Margaret George

Tags: #Histórico

- Me reuniré con él -dije.
O moriría en el intento.
56
Me encontraba en la cubierta de un trirreme que se balanceaba alrededor de su ancla en el puerto. Había tenido que buscar bastante y pagar una elevada cantidad para encontrar a un capitán lo bastante valiente -o lo bastante insensato- como para atreverse a navegar en aguas tan agitadas. Como Reina, hubiera podido ordenar que me llevara uno de mis navíos de guerra con su capitán, pero prefería convencer más que ordenar, por lo menos en cuestiones como aquélla.
Olimpo estaba a mi lado, en la cubierta, envuelto en una gruesa capa y soltando maldiciones por lo bajo. Nadie quería que fuera, y tanto Mardo como él habían intentado prohibírmelo, Mardo señalando los peligros de la travesía y Olimpo advirtiéndome de la amenaza que ello supondría para mi salud.
- No puedes resistir ni siquiera una mañana de audiencias con los embajadores y ahora quieres correr a Siria para consolar a Antonio -me dijo en tono de reproche-. Envíale soldados y embajadores, para eso están.
Pero semejante comportamiento hubiera sido impropio de mi naturaleza. Si le fallara, toda su fe en el honor quedaría destruida. Octavio no hubiera ido. Además yo necesitaba verle por mi propio bien. Aquel sueño y la imagen que yo tenía de la orden que Antonio le había dado a Eros, los recuerdos y los balanceos del barco, hicieron que volviera a marearme. Me agarré con fuerza al brazo de Olimpo.
- ¡Eso es una locura! -dijo Olimpo, volviéndose a mirarme-. Tendríamos que bajar a tierra ahora mismo.
Al final Olimpo había anunciado que sólo en caso de que él pudiera acompañarme me autorizaría a ir, e inmediatamente había dejado plantados a sus pacientes, a sus alumnos del Museion y a Dorcas. Elevaba consigo una pesada caja de medicinas con instrumentos para hacer mezclas y con frascos vacíos, listos para llenarlos con lo que hiciera falta. Una de las cosas que no tuvo necesidad de pedirme que me llevara fue su amado laserpicio. Al final yo había decidido usarlo porque no podía correr el riesgo de quedarme nuevamente encinta y necesitaba todas mis fuerzas para otras cosas. Amaba a mis hijos e incluso había disfrutado con mis embarazos, pero ahora no podía imponer nuevas cargas a mi mente y a mi cuerpo.
- ¡Vamos a sentarnos por lo menos! -dijo Olimpo en tono preocupado.
Le miré con una leve sonrisa en los labios. En una cubierta de barco no suele haber muchos asientos, pero el capitán, repentinamente enriquecido con lo que yo le había pagado, tuvo la amabilidad de buscarme uno. El barco estaba lleno de mantas, túnicas, sandalias y capas para los dieciocho mil soldados. Nos seguirían otros dos navíos de transporte cargados de cereales.
En el barco había también todo el dinero que yo había considerado oportuno transportar por mar en invierno. El resto tendría que esperar a más tarde, aunque transportar dinero nunca es seguro ni por tierra ni por mar. Los bandidos, los piratas y los accidentes pueden atacar tanto sobre las olas como en los caminos. Y el oro pesa mucho; un talento de oro pesa tanto como un niño, dos talentos pesan tanto como una mujer y tres tanto como un hombre musculoso. Y yo llevaba unos trescientos talentos en aquel barco.
La travesía duraría unos siete días, y Eros ya le había dado al capitán instrucciones muy precisas acerca de la localización de Leuce Come.
- Está al norte de Sidón -dijo el capitán-, lo sé con certeza. Pero no es un puerto muy bueno. A lo mejor tendré que echar el ancla lejos de la orilla, si no puedo atravesar el rompeolas.
No me importaba. ¡Lo importante era que fuéramos! Gustosamente hubiera alcanzado la orilla a nado en caso necesario.
Me estremecí y me arrebujé en mi capa.
Pensé que a menos que se produjera un milagro tendría que recuperarme mucho en siete días para poder arrojarme a aquellas aguas heladas.
Cuando abandonamos la relativa calma del puerto de Alejandría para someternos a los azotes de los vientos del mar abierto, miré a mi alrededor y vi que las olas de melladas crestas eran cada vez más altas.
Las turbulentas travesías por mar… Mi destino siempre se decidía en el agua. De Ascalón a Alejandría para reunirme por primera vez con César; de Alejandría a Tarso para reunirme con Antonio disfrazada de Venus; de Alejandría a Antioquía para reunirme de nuevo con Antonio, esa vez imponiendo yo las condiciones. Y ahora a Siria, donde me esperaba un Antonio distinto, un Antonio que se había jugado su fama y su futuro en un gran campo de batalla y que había sido totalmente derrotado.
A cada día que pasaba en medio de las frías brumas, yo sentía que iba recuperando fuerzas mientras dormía. Cada mañana al levantarme me encontraba mejor, notaba que las piernas me temblaban cada vez menos y que tenía los músculos cada vez más firmes. Olimpo lo atribuía al caldo que me obligaba a tomar cinco veces al día y también a las hierbas que me preparaba, aunque al final reconoció con un gruñido:
- Creo que a medida que te vas acercando a él, te vas recuperando.
Yo tenía que estar más fuerte en caso de que él estuviera más débil; puesto que éramos una sola cosa, si uno menguaba, el otro tenía que crecer para conservar la fuerza del todo. Estaba convencida de que así era. Por eso me limité a mirar a Olimpo con una sonrisa sin decir nada.
Vimos el puerto -pequeño, bajo y desierto- sobre las aguas gris azuladas del mar. Detrás de él se agrupaban las casas de la aldea, también pequeña, baja y desierta. Mientras nos aproximábamos, unas altas olas nos empujaron de costado y amenazaron con arrojarnos contra el rompeolas, pero el capitán consiguió salvarnos de la furia del vendaval.
- Es digno de la flota de Sexto -dijo Olimpo.
Sexto. Por un instante me pregunté dónde estaría, y si Antonio habría juntado sus fuerzas con las suyas. Pero todos mis pensamientos se borraron cuando vi a Antonio -una triste y embozada figura- en la playa.
Contemplaba el mar cual si fuera una estatua clavada en el suelo. Al principio no era más que un punto inmóvil. Sólo cuando entramos en el puerto rompió su inmovilidad y echó a correr hacia nosotros.
Desde la barandilla del barco empecé a agitar los brazos, presa de una profunda emoción. Su manto volaba al viento alrededor de sus brazos extendidos, confiriéndole el aspecto de un ave gigantesca.
- ¡Antonio! -grité-. ¡Nobilísimo imperator!
Dio media vuelta y me vio de inmediato. Después corrió al lugar donde amarraría el barco. Los pliegues de su capa ondearon al viento y se volvieron a posar sobre su espalda cuando se echó la capucha hacia atrás. Cuando levantó la vista hacia mí vi que su rostro estaba más delgado y que tenía muchas más arrugas.
En cuanto colocaron la plancha, bajé corriendo a la playa y me arrojé en sus brazos. Él me envolvió en su manto y me abrazó, y yo sentí su rostro contra el mío y sus besos en mis mejillas mientras me decía:
- Has venido, has venido…
Estaba tan cerca de él que podía sentirle y oírle pero no verle.
Cuánto tiempo había transcurrido desde que lo acariciara por última vez… ocho meses. Le había dejado delgada, había engordado y había vuelto a adelgazar. En cambio, cuando hundí los dedos en sus hombros y percibí los huesos más pegados a la piel que antes, me di cuenta de que la carne de Antonio se había desvanecido. Recordé los resecos cadáveres de la visión y comprendí lo cerca que había estado Antonio de correr el mismo destino.
Me estrechó contra su pecho, con todo el cuerpo pegado al mío.
- He estado escudriñando cada día el horizonte a la espera de tu barco -me dijo-. Nunca sabrás con cuánta fuerza lo hacía.
Hablaba con una voz muy tensa y su aspecto era mucho peor del que yo había imaginado al abrazarle.
Nos sentamos en la mísera y oscura estancia de su vivienda de madera en la que la trémula llama de una vela hecha de junco y sebo creaba unas grandes sombras en las paredes. Antonio permanecía encorvado, con las grandes manos colgando entre las rodillas. Sin el manto, su túnica permitía adivinar lo delgado y maltrecho que estaba; en comparación con el cuerpo, su cabeza y sus manos parecían desmesuradamente grandes.
Comimos y bebimos a toda prisa y después nos dejaron solos en la fría estancia. Las bromas que Antonio había hecho en presencia de sus servidores se desvanecieron en cuanto éstos se retiraron.
- Hay que animar a los que te rodean -me explicó-. Si se corriera la voz de que el comandante se había hundido en la desesperación… -Dejó la frase sin terminar-. Aunque en realidad no estoy desesperado, simplemente cansado.
Sí. Cansado. Los dos lo estábamos. Si fuera posible el descanso…
Alargué la mano y le acaricié la mejilla, recorriendo los nuevos huecos que había bajo sus pómulos. Después le acaricié suavemente el cuello, todavía fuerte y musculoso. Mientras lo hacía, seguí sin poderlo evitar la línea por donde se lo hubieran cortado, justo por encima de la clavícula. Un frío estremecimiento de temor me recorrió el cuerpo. Mi mano se detuvo.
- ¿Qué te ocurre? -me preguntó.
No quería decirle que lo sabía. No le hubiera gustado saber que Eros me lo había revelado.
- Nada -contesté, acariciando la línea-. Siempre me ha gustado mucho tu cuello.
Me incliné hacia delante y se lo besé, justo en el hueco.
Vi que cerraba los ojos y le oí suspirar mientras le besaba todo el círculo del cuello. Estaba mucho más que cansado; estaba rendido de cansancio.
Hasta ahora no me había comentado cuáles eran sus verdaderos sentimientos a propósito de lo ocurrido ni qué planes de actuación tenía para el futuro. Más bien parecía perplejo y paralizado por aquel cambio de fortuna. Me estaba preguntando si sería un momento apropiado para comunicarle mi noticia cuando mi cuerpo habló en mi nombre.
Inclinó la cabeza hacia delante y la apoyó en mi hombro. La postura me resultaba un poco incómoda y me desplacé un poco para modificarla. Mientras su cabeza resbalaba hacia abajo y tiraba del tirante de mi túnica dejando al descubierto mi pecho, experimenté aquel hormigueo que marca la subida de la leche. Lo había desencadenado el cálido contacto de su piel contra la mía; no había tenido tiempo de destetar por completo al niño antes de mi partida. Traté de cubrirme el pecho, completamente turbada, pero fue demasiado tarde. Unas gotas de leche le mojaron las mejillas. Las miró con expresión confusa y alargó un dedo para recogerlas y saborearlas.
- ¿Es…?
- Sí, en noviembre -contesté-. Un varón. Sano y fuerte. -Esbozó una ancha sonrisa y me atrajo hacia él-. No podía traer al niño -dije-, pues tuve que salir a toda prisa en cuanto… vine en cuanto tú me llamaste.
Estaba desconcertada, como si él me hubiera sorprendido haciendo algo indecoroso.
Antonio borró todo mi desconcierto.
- Me habría gustado que lo hubieras traído. No pude verte cuando los gemelos eran pequeños, y ahora tampoco podré verte con éste.
- Seguirá siendo pequeño durante mucho tiempo -le aseguré, pero la pregunta implícita era: ¿Cuándo tienes previsto regresar a Alejandría? ¿Cuáles son tus planes?
Lanzó un suspiro y enderezó la espalda, sacudiendo la cabeza como si quisiera quitarse el sueño de encima mientras se pasaba la mano izquierda por el cabello. Justo en aquel momento me percaté de que la derecha la tenía muy hinchada a causa de una fea herida no cicatrizada.
- Mañana te mostraré las tropas -dijo-. ¡Mis pobres hombres! Dices que les has traído ropa, ¿verdad?
- Sí -contesté-. Todas las capas, sandalias y mantos que he podido encontrar, y tejido y cuero para hacer más.
- ¿Y el… oro? -preguntó, procurando no parecer codicioso.
- He traído trescientos talentos -contesté.
- ¡Trescientos! ¡Pero eso no es suficiente!
- ¿Cuánto crees que podía traer? ¡Sé razonable! Habrá más. Pero con la mala mar que hace, he tenido que dividirlo para repartir el riesgo. Vienen otros dos barcos con cereales. Llegarán dentro de cuatro o cinco días.
- ¡Trescientos talentos!
Me enfadé con él. Había pedido que acudiera inmediatamente, confiando mi persona y el oro a los mares invernales. ¿Acaso no se había dado cuenta de que me acababa de recuperar del parto? En realidad aún no me había recuperado del todo, y sin embargo había acudido a verle.
- No eres realista -le dije-. Es un milagro que haya llegado sana y salva, y que haya podido venir.
Sacudió la cabeza.
- Sí, es verdad, perdóname.
Se frotó la mano. ¿Acaso tenía molestias? Me había mencionado una herida que le dificultaba la escritura.
- ¿Qué te ocurre en la mano?
Antes de que pudiera apartarla, la cogí entre las mías.
Tenía un corte en diagonal y estaba hinchada y enrojecida. La zona que la rodeaba se notaba anormalmente caliente. Parecía que estuviera a punto de enconarse.
- No es nada -contestó con indiferencia.
Pero vi que hacía una mueca cuando yo se la toqué.
- Tienes que dejar que mi médico te la cure -le dije.
- Si vieras el estado de los demás soldados, te olvidarías de este arañazo -replicó.
Más tarde, solos en la oscuridad, le acaricié los hombros tratando de consolarlo. A pesar del estado en que se encontraba, mi corazón se alegraba de volver a estar con él. Pero su alma estaba tan afligida que se limitó a lanzar un suspiro diciendo:
- Perdóname, los espíritus de los hombres que he perdido están aquí conmigo en esta estancia y me avergonzaría de olvidarlos tan pronto.
Al parecer, el hambre que sentía de mí había quedado destruida por todo lo que había tenido que sufrir en las llanuras de la Partia. Aquella noche dormimos castamente, abrazados como dos niños.
Al amanecer, Antonio soltó un gruñido, se incorporó y sacudió la cabeza para despejarse la mente antes de bajar las piernas y cruzar rígidamente la estancia para acercarse a una jofaina de agua. Inclinó la cabeza para echarse agua a la cara y vi la mueca que hacía al mojarse la mano herida.
Me levanté para imitar su ejemplo, sabiendo que la jornada empezaba muy temprano en un campamento. Nos movíamos en silencio, incapaces de decir nada. Antonio fue cumpliendo metódicamente todas las tareas, peinándose el cabello, poniéndose la túnica y vendándose las piernas con tiras de lana antes de calzarse las botas. Hacía tanto frío y era tal la humedad que los pies se entumecían sin aquella protección.

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