Read La seducción de Marco Antonio Online

Authors: Margaret George

Tags: #Histórico

La seducción de Marco Antonio (53 page)

Y un chico que tendría más o menos mi edad le dijo: César, haz que, cuando crezca, sea un valeroso guerrero como tú…»
Y un hombre le dijo: «Te traigo esta ofrenda para agradecer los sesenta y cinco años que cumplirás mañana.» Y depositó una corona al pie de la estatua.
Y yo le dije en silencio: «Padre, te suplico que mires con benevolencia a tu hijo que lleva tu mismo nombre.» Sentí su mano en mi cabello y… sé que fue real.
Mañana habrá festejos especiales en el santuario y las estatuas de toda la ciudad serán adornadas con guirnaldas de flores. Te doy gracias por haberme dejado venir. Te doy gracias por haberme enseñado las suficientes cosas acerca de él como para haber despertado en mí el deseo de venir.
Tu amante hijo, T. César
P.D. Hay todo un mes que se llama como él, ¡¡¡y cada día durante treinta días la gente tendrá que decir y escribir su nombre!!!
Esbocé una sonrisa. Su sueño se había hecho realidad. Se podría sumergir en la presencia de César. Al final, los asesinos habían fracasado: César seguía vivo en Roma.
A la Reina, mi señora:
Lo digo con el sentido de soberanía, naturalmente. Todo sigue bien. Quiero describirte los acontecimientos que se desarrollaron en el templo del Divino Julio, porque sé que te gustará que te los cuente. El día 12 del antiguo mes de Quintilis, ahora llamado Julio, todos los grandes, los menos grandes y los no tan grandes se reunieron en honor del aniversario del divinizado César. Puesto que el prodigioso cometa se vio en el cielo en esta misma época del año de hace nueve años, esta circunstancia se ha convertido en una fiesta muy importante. Mucho antes del amanecer, una incesante corriente de devotos acudió a depositar sus ofrendas, pero los actos oficiales se iniciaron a media mañana.
Se leyeron poemas. Virgilio -¡tu poeta preferido después de haber festejado con sus versos las bodas de Antonio y Octavia!- hizo la siguiente ofrenda. Se adelantó, desenrolló un pergamino y leyó: «Dafnis, en su radiante belleza, se asombra al llegar al desconocido umbral de los cielos, y contempla a sus pies las nubes y las estrellas. “¡Es un dios, un dios, Menalcas! ¡Mira benigna y misericordiosamente a los tuyos!”» Después desenrolló otro pergamino y leyó: «¿Quién se atreve a decir que el Sol es falso? Al contrario, a menudo nos advierte de las amenazas de rebeliones, de la inminencia de la traición y de las ocultas guerras. Al contrario, tuvo compasión de Roma cuando, después de que César cayera, cubrió de sombras su resplandeciente rostro y una era sin dioses temió la llegada de una noche perpetua.»
Después miró a su alrededor con sus negros ojos para ver qué efecto habían producido sus palabras antes de pronunciar su discurso propiamente dicho. Al ver que todos le escuchaban arrobados, leyó de repente: «Jamás de un cielo sin nubes cayeron más relámpagos; jamás aparecieron tan temibles cometas. ¡Dioses de mi patria, héroes de la tierra, tú, Rómulo, y tú, Vesta, nuestra madre, que guardas el etrusco Tíber y el Palatino de Roma, no impidáis por lo menos que este joven príncipe acuda en auxilio de un mundo desgarrado!»
Y te juro que fue como si estuviera hablando de Cesarión, como si hubiera adivinado milagrosamente nuestra presencia allí y fuera a mirarnos de un momento a otro. Pero no, muy pronto comprendimos a quién se refería.
«Bastante tiempo ha expiado la sangre de nuestra vida el perjurio de Laomedonte en Troya, bastante tiempo las cortes celestiales nos han privado de tu presencia, oh, César, murmurando por lo bajo que prestas atención a los triunfos terrenales…»
Se refería a Octavio; el «joven príncipe» era Octavio, y cada vez que la gente invoca el nombre de César, no se sabe muy bien a cuál de ellos se refiere. El «joven príncipe» ha penetrado en el nombre de tal manera y lo ocupa hasta tal extremo que ahora ambas identidades se han fundido. Fuimos unos insensatos al no habernos dado cuenta enseguida. Ahora ya nadie le llama Octavio. La gente me miraba con el ceño fruncido cuando lo hacía, como si les costara recordar que ése era su nombre al principio. Ahora es César Y, a veces, «el joven César», para distinguirlo del auténtico. Pero hasta la distinción se está desvaneciendo.
Virgilio terminó diciendo: «Dafnis, ¿por qué contemplas la salida de las viejas constelaciones? ¡Mira! La estrella de César, la semilla de Dione, acaba de aparecer… es la estrella que alegra los campos con el trigo y que colorea la uva en las soleadas colinas.» Tras estas palabras, tocó reverentemente la estrella de plata que brilla en la frente de la estatua.
A continuación se adelantó otro poeta un poco más joven, ya lo conoces, Horacio, el que combatió al lado de Bruto. Él también extendió un rollo y empezó a leer. «Misericordiosa dádiva de un benévolo dios -dijo, dirigiéndose a la estatua-. Hogar de los que carecen de él, preordinado por ti. Último vestigio de la Edad de Oro; último refugio de los buenos y los audaces; de la peste y las tempestades libra, en medio de las olas de Occidente, un secreto santuario.» Que me aspen si sé lo que eso significa, pero todo el mundo manifestó su complacencia con murmullos de aprobación.
Después hubo varias procesiones de sacerdotes, himnos y las inevitables ofrendas de aceite y carne en nombre del dios César. Vi que Cesarión acariciaba el colgante que no se ha quitado desde que salió de Alejandría. Temí que cediera a un repentino impulso y lo depositara al pie de la estatua, pero gracias a Isis -o quizás al propio César- no lo hizo. (Yo hubiera tenido que regresar subrepticiamente para recuperarlo. Sé por experiencia que después uno se arrepiente de estos excesivos gestos de sacrificio, cuando ya es demasiado tarde. Quién me diera que alguna buena persona hubiera rectificado algunos de los que yo cometí. Pero así tuvo que ser.)
Estoy cansado. Voy a terminar esta carta. La contemplación de los dioses es tremendamente agotadora. Esta noche me acostaré temprano.
Tu fiel amigo y servidor, Olimpo
Me sentí cansada mientras leía la carta. Todas aquellas ceremonias que habían surgido en torno a César y su santuario… hacían que la cabeza me doliera de sólo pensar en ellas. O quizá lo que me causaba dolor de cabeza era el constante calor. El dios de los vientos los debía de haber encerrado a todos en una bolsa, tal como había hecho con Odiseo. Nada se movía y los barcos no podían zarpar. Sólo la fuerza de los músculos de los remeros podía impulsar los navíos, pero, a pesar de que sus cuerpos estaban brillantes de sudor, eso no bastaba para refrescarlos.
Bajo el ardiente calor del mediodía, el ganado agonizaba, las vacas caían, los cerdos se desplomaban y, en las caballerizas reales, varias hileras de criados abanicaban constantemente a los caballos. Cílaro tenía que sobrevivir para dar la bienvenida a Cesarión cuando éste regresara a casa y también tenían que sobrevivir todos los espléndidos caballos que eran el orgullo del palacio.
Antonio se encargaba de sus asuntos con desgana, pues estaba profundamente abatido. Quería averiguar exactamente qué había ocurrido con Sexto y cómo era posible que se hubiera producido semejante confusión con sus órdenes.
Había mandado decir a Ticio que se reuniera con nosotros en Alejandría mientras él ultimaba los planes de su tardía expedición de castigo contra Armenia.
- Pero eso tendrá que esperar al año que viene -reconoció-. Ahora ya es demasiado tarde.
Se comportaba como si todo le diera igual.
Justo en aquel momento Iras apareció en la puerta con un muchacho indio que prestaba servicio en una de las cámaras.
Años atrás el barco en el que había llegado -junto con los tejidos de seda, el marfil y la madera de sándalo- lo había dejado en tierra y había zarpado sin él. Desde entonces se encargaba de cuidar de las sedas y los bordados del guardarropa real, pues sabía cómo limpiarlos y alisar las arrugas.
- Vimala tiene una idea para refrescar las estancias -dijo Iras, empujándolo hacia delante-. Dice que en su ciudad da resultado.
- Sí, mi señora -intervino el muchacho, moviendo la cabeza arriba y abajo con la misma rapidez que una gallina-, y mi benévolo señor -añadió, volviéndose hacia Antonio sin interrumpir los movimientos.
- Bien, ¿de qué se trata?
Como siguiera moviendo la cabeza de aquel modo acabaría desplomándose al suelo de puro agotamiento.
- Esta puerta abierta -dijo, acercándose a la que daba a la terraza de la azotea- irradia calor como un horno bajo el sol. ¿Sopla el aire por aquí?
- Normalmente sopla la brisa del mar.
- Ah, pues entonces podemos probar lo siguiente. En la India colgamos unas pesadas cuerdas de abalorios en las puertas y echamos agua sobre la cuerda «madre». Desde ésta el agua se transmite a las cuerdas «hijas», y, cuando sopla el viento a través de ellas, el aire se enfría.
Parecía muy sencillo, pero eficaz.
- La estancia se enfría, mi señora, aunque fuera haga un calor sofocante. En la India, todos los días del verano hace mucho más calor que aquí.
- ¡Muy bien pues, estoy dispuesta a probarlo! -le dije. Cualquier sistema que librara mi mente y mi cuerpo de aquella opresión sería bien recibido. Me notaba los brazos como si los llevara cubiertos de finísimos lienzos empapados en agua caliente. Y en cuanto a tocar a Antonio… la sola idea de una piel caliente contra la mía me resultaba insoportable.
Cuando el chico se retiró, le dije a Iras:
- Puede que se acerque nuestra liberación. Te doy las gracias.
Le entregué la carta a Antonio.
- O sea que Octavio ya no es Octavio. Ha huido de su pedestre pasado -me dijo, tras haber leído la carta en silencio.
- ¿Es lo único que se te ocurre?
¡No era posible que no hubiera comprendido lo que todo aquello significaba!
- ¿Y qué quieres que diga? El nombre con que se haga llamar es asunto suyo. Tiene legalmente derecho a llamarse «César»… pues el propio César lo adoptó.
- Siempre me pareció sospechoso que Octavio no tuviera conocimiento de la adopción. Si César quería adoptarlo, ¿por qué no decírselo?
- ¿Y eso qué más da ahora?
- ¡Simplemente trato de comprenderlo!
- No, tú lo que quieres es que se demuestre que fue un fraude. Pues yo te digo que no lo fue. Lo decía el testamento. Lo vi yo.
- A lo mejor, había otro testamento posterior en el que se nombraba a Cesarión…
- Si lo había, ha desaparecido. Por favor, ya basta. Cesarión tendrá que luchar a brazo partido por cualquier parte de la herencia que le arrebate a Octavio. No puede haber dos Césares.
- Sí, lo sé. -Lo sabía muy bien-. Por lo menos, el viaje a Roma ha servido para que vea lo que ha perdido. Tenías razón al aconsejar que fuera.
Antonio frunció el ceño.
- Yo no aconsejé que se fuera por eso. Pensé que tenía que ir por motivos personales, no políticos.
- Creo que, cuando uno se llama Tolomeo y César, no puede haber ninguna diferencia entre ambas cosas.
A la benignísima y prudente Reina de Egipto, dispensadora de justicia:
Salve. Te saludo y me saludo, pues he estado trabajando mucho, creando falsas narices para hombres que las habían perdido en el campo de batalla -como es natural, no son perfectas, pero sí mejores que un agujero abierto- y he prestado mucha atención a las noticias. Al anochecer suelo acercarme dando un paseo a la colina del Palatino y, mientras la brisa hace susurrar las aplanadas copas de los pinos bajo las sombras del crepúsculo, paso por delante de la casa de Antonio, miro y observo. Primero, todo está perfectamente ordenado y limpio -sé que te alegrará saberlo- y el jardín ofrece un aspecto muy cuidado. Siempre hay un enjambre de criados yendo de acá para allá. Octavia lo preside todo como una auténtica matrona romana y una vez la vi paseando entre los cipreses por el jardín. Dicen -lo oigo comentar alrededor de las fuentes públicas- que su hermano le ha ordenado que abandone tu casa, imperator, pero que ella insiste en quedarse, señalando que aquélla es su casa como esposa tuya que es. Casi sospecho que Octavio desea que se quede, pues destruye tu fama haciéndose la mártir, la fiel esposa de un hombre traidor y cosas por el estilo… que se entrega generosamente al cuidado de tus hijos, incluso de los que tuviste con su antecesora, Antilo y Yulo, y recibe en la casa a tus amigos senadores. Si Octavio quería manchar tu imagen, imperator, no hubiera podido encontrar mejor medio. También dicen -siempre alrededor de las fuentes, muchas de ellas debidas a la generosidad de Agripa- que Octavio y los suyos están contribuyendo a mejorar la vida de los ciudadanos de Roma mientras su inútil compañero de Triunvirato dilapida su dinero en Oriente con orinales de oro. (Este detalle ha llamado mucho la atención de la gente. ¿Tienes uno? No lo recuerdo.) Hablan también de tablas de escribir con incrustaciones de piedras preciosas, tronos y eunucos.
Dicen que la Reina es una seductora de hombres, cuya única misión en la vida es atrapar a los nobles romanos. Te presentan como una especie de araña sentada en medio de una deslumbradora tela que atrapa a cualquier general romano lo bastante necio como para adentrarse en Oriente. En ningún momento he oído hablar de boda, ni legal ni de otro tipo. Tampoco se habla de la Partia ni de Armenia.
Me alegra poder decir que el latín de Cesarión ha mejorado muchísimo; le oigo hablar por los codos con los vendedores de comida, los ferreteros y los zapateros. En las últimas semanas ha crecido mucho y necesita ropa nueva… que a él le encanta ponerse. Está muy bien disfrazado con su atuendo romano. Me hace gracia verle.
Ya te explicaré en qué consiste la operación de la reconstrucción de la nariz cuando te vea. Es algo muy ingenioso.
¡Quieran los dioses que jamás la necesites!
Tu fiel y atareado Olimpo
Las palabras me azotaron con más fuerza que la bochornosa atmósfera que se respiraba en palacio. ¡Otra vez Octavia! Sí, Olimpo tenía razón… ¡qué arma tan poderosa en las manos adecuadas! Cuanto más virtuosa fuera ella, tanto peor sería la imagen de Antonio, incapaz de apreciar las cualidades de aquel dechado de virtudes femeninas.

Other books

More Than You Can Say by Torday, Paul
Drop Dead on Recall by Sheila Webster Boneham
The Goodbye Girl by Angela Verdenius
Ditched by Robin Mellom
Fated Folly by Elizabeth Bailey