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Authors: Margaret George

Tags: #Histórico

La seducción de Marco Antonio (45 page)

Me desperté con el corazón latiéndome violentamente en el pecho. Conservaba todavía la visión ante mis ojos y el rostro de Antonio era el de una persona que hubiera sido torturada.
El parpadeo de la lámpara que ardía delante de la estatua de Isis, en un rincón de la estancia, me serenó el espíritu. Empujé hacia abajo las sábanas empapadas de sudor y me arrodillé a sus pies. No sabía qué otra cosa hubiera podido hacer. «¡Destierra este mal sueño!», le imploré, como hacían conmigo los gemelos cuando sufrían una pesadilla y entraban corriendo en mi habitación. Pero ella no me escuchó y entonces comprendí que el sueño había sido real.
Regresé a la cama y esperé. Había visto lo que estaba ocurriendo en la Partia. Antonio estaba vivo, pero rodeado de muerte. Me volví a cubrir con las sábanas y ordené a la noche que pasara muy rápido. Recibiría la noticia por la mañana.
Por consiguiente ya estaba esperando a Eros, el criado personal y liberto de Antonio, cuando éste fue conducido al palacio al amanecer, tembloroso y trastornado. Sí, era Eros y no uno de los comandantes. No era Canidio, Delio ni Planco sino aquel muchacho, casi un niño, el que venía de parte de su amo.
Insistí en hablar con él a solas, a pesar de la devoradora curiosidad de Mardo por enterarse de todo. Tiempo habría más tarde para eso. De momento, yo tenía que enterarme en privado.
No me tomé la molestia de vestirme con ropajes de ceremonia ni de sentarme en el trono sino que lo hice pasar directamente a mis aposentos privados. ¿Cuántas veces Eros había sido el último en servirnos a Antonio y a mí antes de que nos retiráramos a descansar? No podía contemplar su rostro sin recordar el ansia con que a veces deseábamos que se retirara, y ahora él era el depositario de la terrible noticia de lo que había ocurrido.
Tomé sus ásperas manos entre las mías.
- ¿Está bien? ¿Vive Antonio?
Habían transcurrido varias horas desde que yo tuviera el sueño.
Eros asintió con la cabeza.
- Está a salvo.
Le estudié detenidamente. Tenía el rostro requemado por el sol y agrietado por los vientos, y sus uñas estaban medio arrancadas. Mis ojos se desviaron hacia sus pies y sus piernas… magullados, llenos de costras y recubiertos por una capa de suciedad tan espesa que no hubiera podido eliminarse con un baño normal.
- ¿Dónde está?
- Te espera en Leuce Come, en Siria.
¿Leuce Come? ¿Y eso dónde estaba? ¿Qué hacía allí Antonio?
- ¿Dónde?
- Es una pequeña aldea de pescadores de Siria -dijo-. Tuvo… tuvimos miedo de ir a Tiro o Sidón, no fuera que los partos ya nos estuvieran esperando allí después de su… gran victoria.
El muchacho inclinó la cabeza, incapaz de mirarme a los ojos.
Alargué la mano y le acaricié la barbilla, como si fuera mi hijo.
- Sé que hubo una victoria -le dije dulcemente-. Pero me basta saber que Antonio está vivo. Debes contarme lo que ocurrió.
- ¿Y cómo lo sabes? -preguntó, dejando que yo le levantara la cabeza.
- Los dioses me revelaron la noticia -contesté-. Y ahora cuéntame los detalles. Los dioses envían imágenes, no detalles.
- Te lo contaré todo rápidamente y después me podrás interrogar si lo deseas. -Hablaba con un trémulo hilo de voz-. Tuvimos graves dificultades para cruzar los tortuosos desfiladeros donde los carros del equipaje eran como un freno para el resto del ejército. Antonio decidió dejarlos bajo la custodia del rey Artabaces, del rey Polemón del Ponto y de dos legiones romanas…
¡No era suficiente! ¡La guardia era insuficiente! ¡Sólo dos legiones! ¡Oh, Antonio, los dejaste bajo la protección de veintitrés mil hombres, pero sólo diez mil de ellos eran romanos!
- Y los partos, que por lo visto se enteraron por adelantado, se abatieron sobre ellos y los mataron.
Eros estaba al borde de las lágrimas. Hubiera tenido que pedirle que interrumpiera su relato y se serenara un poco, pero no pude.
- ¿Aniquilaron a veinte mil hombres? Me parecía increíble.
- No, sólo a los de las legiones romanas. Y se llevaron prisionero al rey Polemón. Entonces el rey Artabaces se alejó al galope con sus trece mil hombres y regresó a Armenia.
Todo estaba preparado. Lo sabía. ¡Artabaces siempre había estado en connivencia con los partos! ¡El muy traidor y embustero!
Pero aquel que confía en los demás sin contar con ninguna prueba, ¿qué nombre recibía? Le había advertido a Antonio de que tuviera cuidado con él, como le había advertido que lo tuviera con Octavio. ¿Por qué los espíritus nobles nunca previenen las traiciones? ¿Acaso su nobleza los vuelve ciegos y los despoja de su sentido común?
- No lo supimos hasta que ya fue demasiado tarde. Antonio envió unas fuerzas de relevo cuando se enteró, pero ya no quedaba nada. Las dos águilas de las legiones fueron capturadas, y las máquinas de asedio incendiadas y destruidas.
Sin ellas no era posible ninguna conquista. Antonio no había podido hacer nada, atrapado en la Partia. No podía poner sitio a las ciudades ni obligarlas a rendirse. Y a menos que sus legionarios hubieran conseguido trabar combate con los partos, habría recorrido centenares de millas para nada.
- ¿Y cómo recibió Antonio la noticia? -pregunté.
- Yo vi su dolor, pero él no lo manifestó en presencia de los hombres -contestó Eros-. Trató de sacar el mejor partido de la grave situación y obligar a Fraaspa a combatir, pero todo fue inútil. Nos quedamos perdidos allí y él lo sabía, eso fue lo más duro. Los partos no tenían el menor interés en hacer concesiones, ni siquiera en devolvernos las águilas de Craso o las que recientemente nos habían arrebatado. En octubre cambió el tiempo. Tendríamos que emprender la retirada.
La retirada. ¡La más amarga de las acciones que puede ordenar un general! ¡Y sin haber conseguido nada!
- Hasta entonces sólo habíamos perdido unos cuantos hombres del grueso del ejército porque no habíamos combatido en ninguna batalla. Pero eso también cambió. Te aseguro, mi Reina, que en conjunto se ha perdido un tercio del ejército. ¡Treinta y dos mil de los mejores legionarios, más que los que perdió Craso!
El muchacho inclinó la cabeza y rompió a llorar. Le dejé llorar todo lo que quiso en un rincón de la estancia mientras yo permanecía de pie junto a la ventana, contemplando -sin verlas- las embravecidas aguas del mar. Tenía que dominarme. Tenía que escucharlo todo hasta el final.
Los treinta y dos mil legionarios eran los ennegrecidos y resecos cadáveres que yo había visto en mi sueño, sobre los cuales Antonio avanzaba a rastras en aquel vasto y pedregoso campo.
El muchacho se enjugó las lágrimas de los ojos.
- Un hombre del lugar nos dijo que no emprendiéramos la retirada siguiendo el mismo camino de la ida, por más que los partos nos hubieran garantizado una retirada segura. El hombre nos dijo que los partos se proponían echársenos encima en las llanuras y acabar con nosotros. -El joven hizo una pausa-. No sabíamos si fiarnos de él o no. A lo mejor lo habían enviado para que nos engañara. Pero al final, Antonio se fió.
Sí, él siempre se fiaba.
- Fue nuestra salvación.
A veces la confianza era recompensada. Pero muy pocas.
- ¿Cómo pudo ser vuestra salvación? ¿No dices que perdisteis un tercio del ejército sin contar los diez mil que custodiaban el equipaje? ¡Cuarenta y dos mil hombres en total! ¡Entonces fueron casi la mitad! -grité.
- De no haber sido por el montañoso camino que seguimos en nuestra retirada y por el valor y la fuerza de Antonio, hubiéramos perdido todo el ejército -me contestó-. Nos estuvieron atacando y hostigando a lo largo de todo el camino; tuvimos que participar en dieciocho batallas defensivas para poder proseguir nuestro camino. Y todo eso lo hizo Antonio a pesar de que no teníamos comida, el agua escaseaba y el invierno se nos echaba encima. Tardamos veintisiete días en alcanzar la frontera de Armenia y cruzar el Araxes. Tuvimos que marchar en las peores condiciones imaginables y sin apenas disciplina. Antonio consiguió que un ejército medio muerto de hambre cruzara la frontera. ¿Y sabes lo que hicieron los partos cuando cruzamos el río?
- No, por supuesto que no.
Eso los dioses no me lo habían permitido ver.
- Nos vitorearon y aplaudieron nuestra valentía.
La valentía… Sí, era un comportamiento divino, pero no otorgaba poder político. Antonio había fracasado, y en cambio Octavio había triunfado. Ahora el fiel de la balanza se tendría que inclinar inexorable e irremediablemente.
La cólera y el dolor se apoderaron de mí. Clamé en voz alta a los dioses. Entonces vi que Eros me miraba turbado. No podía aumentar sus sufrimientos.
- Sigue, te lo ruego -le dije, tratando de serenarme.
- No quisiera apenarte más de lo que ya estás.
Ambos tratábamos de evitarnos mutuamente el dolor.
- No, por favor. Necesito saberlo.
- Tengo que decirlo, tengo que contarte el peor momento de toda la campaña. -Eros echó sus escuálidos hombros hacia atrás-. Hubo un momento en que pareció que estábamos perdidos y a punto de sucumbir. Antonio pensó que los partos nos estaban pisando los talones y me ordenó que lo matara, que lo pasara por la espada…
Se estremeció al recordarlo y yo sentí que me quedaba sin fuerzas.
- ¿Y qué? -pregunté en un susurro.
¿Cómo era posible que se le hubiera ocurrido? ¿Cómo era posible que me hubiera podido dejar de semejante manera? Sabía que era un sentimiento impropio del campo de batalla, donde todas las normas son distintas, pero ¿no se le había ocurrido pensar ni por un instante en la otra faceta de su vida? ¿Estaba dispuesto a renunciar a ella? La existencia de un ciudadano particular también tiene unas satisfacciones que no se pueden desdeñar.
- Tomé la espada y me pareció mil veces más pesada de lo que jamás me hubiera imaginado. Empecé a levantarla, pero entonces él me dijo: «Córtame la cabeza y entiérrala de manera que los partos no la puedan encontrar.» Pero yo no pude hacerlo y me fui corriendo.
Me agarré al respaldo de la silla que tenía más cerca. ¿Eso le había ordenado a su criado? Sentí deseos de vomitar. Miré a mi alrededor, buscando algún cuenco o alguna vasija, pero al no ver ninguno corrí a la ventana. Era tan repugnante, tan inconcebible… Me asomé a la ventana y vomité sobre las baldosas de mármol de la terraza. ¡Su cabeza! ¡Su amadísima cabeza!
Vi que a Eros también se le había puesto la cara de color verdoso y que se le hacía un nudo en la garganta.
- Recordó lo que habían hecho con la cabeza de Craso, utilizándola en una especie de parodia de un Triunfo romano, arrojándola al aire, jugando con ella… Tenía que impedir que hicieran lo mismo con la suya.
Pero yo seguía sin librarme de la sensación de mareo. ¡Aquella persona que ahora se encontraba conmigo en la estancia hubiera tenido que cercenar su cabeza! Ya no me quedaba nada en el estómago, pero yo seguía arrojando, agarrada a la repisa de la ventana. Ni siquiera me avergonzaba. No tenía que haber ninguna reserva entre nosotros.
- No fue necesario -dijo finalmente Eros en un susurro-. Fue una falsa alarma.
De no haber sido por Eros, hubiera muerto por culpa de una información falsa.
- Gracias sean dadas a los dioses de que tú le amaste lo suficiente como para negarte.
- Algunos podrían decir que fue una falta de amor el haberme negado a hacerlo y haber huido corriendo. Y también de obediencia, sin duda alguna.
- ¡No me importa! -dije-. ¡A veces uno tiene que someterse a obligaciones más elevadas! Negarte a matar a alguien cuando crees que todavía queda alguna esperanza…
Sacudí la cabeza y busqué una servilleta para secarme la boca. Era peor que una pesadilla, peor que cualquier sueño.
- Una vez cruzada la frontera de Armenia, no tuvimos más remedio que tratar al rey Artabaces como si fuera un amigo, simulando creer las excusas que nos había dado para justificar su comportamiento. Sin embargo, por nuestra seguridad, no podíamos pasar el invierno allí. Teníamos que proseguir nuestra retirada a través de las montañas de Armenia, donde perdimos otros ocho mil hombres a causa de las enfermedades y el frío.
Eros estaba llegando al final de su relato. Me preparé para escucharlo.
- Ahora Canidio está conduciendo el resto del ejército por el mismo camino que siguió Antonio, el cual te espera en Leuce Come.
- ¿Que me espera, dices?
- Sí. Necesita dinero y prendas de vestir para sus semidesnudos soldados. Tú eres su única esperanza.
¡Oh, dioses! ¡Haber tenido que llegar a esta situación!
- Toma. Eso es lo que te ha escrito.
Eros me alargó la arrugada carta que sostenía en la mugrienta mano.
La tomé y la abrí muy despacio. Eran las primeras palabras que recibía de él después de nuestra separación. Había transcurrido toda una vida desde entonces.
Amada mía, Eros te lo contará todo. Es demasiado largo y doloroso como para explicártelo aquí, y una herida de la mano me dificulta la escritura.
Te suplico que te reúnas conmigo cuanto antes. Eros os indicará a ti y al capitán del barco la localización exacta. Tengo dieciocho mil hombres y todos ellos necesitan ropa. Y dinero para comprar comida. Mi único deseo es verte.
M. A.
¡Dieciocho mil hombres! ¡Había empezado con sesenta mil legionarios de primera! ¿Dónde estaban ahora los otros treinta mil auxiliares que tenían que apoyarle? Habían huido como cobardes y traidores que eran.
Vi que Eros me estaba mirando.
- ¿Dieciocho mil hombres? -pregunté-. ¿Quiere comida y ropa para todos esos soldados? -Contemplé las oscuras y agitadas aguas del mar. Estábamos en pleno invierno, la estación del año en que los barcos no se atrevían a zarpar-. Habla de unos barcos. ¿Espera que nos hagamos a la mar?
Eros asintió con la cabeza.
- Dijo que tú no le fallarías.
¿Me creía en posesión de poderes milagrosos, o había perdido la razón hasta el extremo de no pensar en el grave riesgo de que yo fuera a parar al fondo del mar?
Hasta hacía muy poco había estado tan débil que apenas podía abandonar el recinto del palacio. ¿Tenía que zarpar ahora rumbo a Siria y navegar a través de mares tormentosos?

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