La seducción de Marco Antonio (36 page)

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Authors: Margaret George

Tags: #Histórico

- Creo que vienen de Ecbatana -dijo Mardo, ajustándose la pulsera del brazo izquierdo-. Es el camino más prudente. Mantenerse a distancia. No concertar alianzas. No hacer promesas.
- Con cuánta facilidad olvidas -replique-. Ya hemos concertado una alianza. Somos Amigos y Aliados del Pueblo de Roma. Yo cumplo mi palabra -añadí-. Si la alianza se tiene que romper, tendrá que hacerlo la otra parte.
Era un pundonor que yo tenía, extraño y tal vez insensato, pero era mi código de honor personal. ¿Por qué me burlaba entonces de la lealtad de Antonio para con el Triunvirato?
Porque, no se puede ser leal a una persona desleal, me contesté yo misma, y Octavio es desleal. Excepto con su propia ambición.
A su regreso a Roma, Octavio había hecho una declaración de intenciones: «Quiera el destino que me sea dado alcanzar los honores y la posición de mi padre, que por derecho me corresponden.» Todos se rieron o no prestaron la debida atención a sus palabras. ¡Qué ciegos! Sí, mantendría mi alianza con Roma, pero con los ojos muy abiertos. En realidad yo me mantenía fiel a mi alianza con César y con Antonio.
- Contad vuestra historia -dijo Mardo, empujando a los hombres hacia delante.
Los había acompañado a la sala de las audiencias, donde permanecían temerosamente agrupados.
Se acercaron a mí con paso vacilante.
- Podéis acercaros sin temor -les dijo Mardo.
- Vamos a ver, ¿qué es lo que deseáis decirme? -les pregunté.
- Nosotros… el supervisor de los muelles dijo que desearías ser informada personalmente -contestó uno de los hombres.
- Sobre qué.
- Soy… mejor dicho, era… capitán de uno de los barcos de transporte de cereales. En esta época del año transportamos a Roma grandes cantidades de trigo. ¡Fuimos atacados frente a las costas de Sicilia y despojados no sólo de nuestro cargamento sino también de nuestro barco! ¡Debo decirte que semejante acto de piratería contra un barco tan grande es algo que no tiene precedentes! Sexto domina los mares. Nada está a salvo entre aquí y Roma.
- ¿Has perdido el barco?
- Sí, me lo quitaron. No pude impedirlo.
- ¿No tenías soldados a bordo?
- Sí, unos cuantos, pero en los barcos de transporte de cereales no hay espacio para muchos hombres. -El capitán lanzó un suspiro-. Toda la inversión que hice, todas las propiedades de mi familia… lo he perdido todo.
- Te indemnizaré -le dije-, pero dame un poco más de información. Por lo que dices, Roma se debe de estar muriendo de hambre.
- Es muy probable. Cuando Sexto me dejó en libertad, y estoy seguro de que era él porque nos vimos cara a cara me dijo que Octavio le había pedido ayuda a Antonio. «Pero no hay ayuda que valga contra mí -me dijo textualmente-. Lo aplasté una vez y lo volveré a aplastar por muchos barcos que Antonio le envíe. El dogal se irá estrechando alrededor de su cuello hasta que tenga que suplicar compasión.»
- ¿Ha pedido ayuda a Antonio?
- Eso dijo Sexto. Se burló diciendo que los dos lo iban a pagar. Antonio tendría que aplazar su ataque contra la Partia y Octavio dejaría al descubierto su debilidad y provocaría la ira de los romanos. No se sabe muy bien lo que busca Sexto, aparte de perjudicar a los demás.
Al parecer, ésa era su mayor aspiración. Qué triste destino para el hijo mayor de Pompeyo Magno.
- Conseguimos que otro navío mercante nos llevara a casa a cambio de nuestro trabajo a bordo -explicó otro hombre-. El capitán de aquel barco nos dijo que Agripa se había puesto al frente de los preparativos secretos de la guerra contra Sexto. No sabía nada acerca de ellos, aparte de que se tiene prevista una impresionante hazaña de ingeniería militar.
Agripa, el amigo de Octavio, se había convertido ahora en su general preferido. Me pregunté qué «secretas» medidas podría tomar contra Sexto.
- Bueno -dije al final-, lamento mucho vuestras pérdidas e intentaré compensarlas. No estamos en guerra y no hay razón para que tengáis que sufrir sus penalidades.
Cuando se retiraron, no pude por menos que esbozar una leve sonrisa. Octavio no sabía qué hacer y se había visto obligado a pedir ayuda a Antonio.
Tardamos varios meses en colocar en su sitio todas las piezas del mosaico. Aquí las expongo para que muestren la imagen de lo que ocurrió a continuación. Bastará un breve resumen.
Antonio, obediente a la llamada, se hizo a la mar rumbo a Tarento, desde donde Octavio lo había llamado, presa del pánico. Llevaba trescientos barcos. Para su asombro, Octavio no se reunió con él. Al parecer, el presunto César lo había pensado mejor, pues temía lo que había dicho Sexto, es decir, que la petición de ayuda exterior dejara al descubierto su propia debilidad. Prefería apoyarse en Agripa y en sus planes secretos; no quería compartir ninguna gloria con Antonio.
Éste, furioso con Octavio, estaba a punto de romper finalmente con él, pero Octavia actuó de mediadora entre ambos. Les dijo entre lloros que se sentiría la más desdichada de las mujeres si se produjera una ruptura entre las dos personas que ella más quería: su hermano y su esposo. Ambos se reunieron a regañadientes y firmaron otro tratado, el Tratado de Tarento, en virtud del cual el Triunvirato, que técnicamente ya había expirado, se renovaba por otros cinco años. Antonio tendría que ceder dos escuadras -ciento veinte barcos- para la guerra contra Sexto. Y en una fecha posterior indeterminada, Octavio lo compensaría con veinte mil hombres para la guerra contra los partos. Antonio se fue, dejando los barcos, pero sin los soldados prometidos. La cita con Octavio había consumido buena parte del verano y le había costado otro año de retraso en el lanzamiento del ataque contra los partos. Por consiguiente, aquel tratado, como todos los de Octavio, sirvió para debilitar a Antonio. Este se alejó enfurecido.
Ya era muy tarde. Me había quedado leyendo más allá de mi hora habitual de dormir. Estaba tendida sobre los almohadones, con la cabeza apoyada en un cojín y los pies cubiertos con una manta ligera. Las lámparas goteaban debido a la brisa que penetraba a través de la ventana y que ya estaba empezando a adquirir fuerza para el inminente otoño. Era una noche propicia para las apariciones, una noche en que el mar de abajo gemía y murmuraba.
Al principio no estuve muy segura de si habían llamado a la puerta. Era demasiado tarde para eso. Pero oí que volvían a llamar y dije:
- Adelante.
Vi entrar a Mardo con la mole de su cuerpo envuelta en un chal.
- Perdóname -dijo-, pero he pensado que querrías enterarte inmediatamente de la noticia. Antonio ha enviado a Octavia a Roma. Cuando en su travesía de regreso al este, llegó a la isla de Corcira, de repente dijo que ella tenía que estar en Roma. Y la envió sin contemplaciones en el primer barco que hubo.
- Habrá sido por algún motivo justificado -dije.
- Bueno, ella está embarazada -dijo Mardo-, aunque él ya lo sabía cuando zarpó con ella. Hubiera podido dejarla en Italia ya de entrada. Habrá cambiado de parecer durante la travesía. -Mardo se pasó un buen rato mirándome a los ojos-. Sabes que te pedirá que te reúnas con él. ¿Qué vas a hacer?
Si hubiera sido menos honrada conmigo misma que con Mardo hubiera dado una orgullosa respuesta evasiva. Pero me limité a decirle la verdad.
- No lo sé.
No me hacía ilusiones de lo que iba a ocurrir en caso de que le viera. Ni siquiera me molestaba en negármelo a mí misma. Con él yo era muy débil, débil como persona, no en relación con los intereses de mi país.
Pero Mardo me seguía mirando fijamente.
- ¿Tú le odias tanto como Olimpo? -le pregunté.
- No si tú lo amas. ¿Lo amas?
- Lo… amaba. Pero nos han ocurrido muchas cosas desde entonces. Me temo que ninguno de los dos es lo que era entonces. Los dos estamos llenos de cicatrices y somos más maduros. Él tiene que tomar unas decisiones que yo lamento; y sin duda yo he hecho lo mismo. Lo que hace cambiar a las personas hace cambiar también el amor.
Mardo se balanceó un poco sobre los talones.
- Una típica respuesta alejandrina, enrevesada, artificial e ingeniosa.
- Temo limitarme a decir sí o no, porque ambas cosas serían desagradables para mí -dije.
- Pues entonces, mi amadísima Reina, te dejo con tus pensamientos para el resto de la noche.
Inclinó la cabeza y se retiró con unos movimientos tan llenos de gracia como si se deslizara por el suelo.
¡Mis pensamientos para el resto de la noche! No me apetecía pasarme varias horas sola, pensando en la noticia de Mardo. Sabía que cualquier esperanza de sueño se había esfumado, pero no deseaba sustituirla por un examen de conciencia.
Me preparé para la cama como si esperara una noche normal de descanso, confiando en atraer a Morfeo, el dios del sueño, hacia mi lecho. Me pondría una finísima camisa de dormir y me frotaría las sienes con un poco de aceite de lino cuyo aroma era seductor y soporífero a la vez, seductor para Morfeo y soporífero para mí. Me cepillé el cabello como si lo hiciera Iras -a quien no llamaría porque no me apetecía hablar-, tocándolo y acariciándolo como si no me perteneciera. Me aseguré de que la estancia estuviera bien ventilada y dejé una lámpara de aceite encendida. Después me acosté.
Estiré los pies y me cubrí las piernas con una manta ligera, prohibiéndome pensar. Concentraría la mente en la imagen del puerto y contaría los mástiles de los barcos que allí estaban amarrados. Era algo que solía ser eficaz.
Pero, como es natural, aquella noche los barcos me hicieron pensar en Antonio, que había despachado a Octavia en un barco. En aquellos momentos ya debía de encontrarse a medio camino de Roma; yo me había enterado del despido antes que Octavio. Pero, ¿qué significaba realmente aquel gesto? Si Antonio estaba preparando la guerra contra los partos, quizás había pensado que, puesto que permanecería muchos meses ausente, lo mejor sería enviarla a ella a Roma para que estuviera con toda su patulea de hijos e hijastros: los tres que él tenía, los tres de Octavia y el que ambos tenían en común. A lo mejor había sido ella la que le había dicho que prefería regresar a Roma junto a sus hijos, por más que él le hubiera pedido que esperara en Atenas.
Lancé un suspiro y me volví de lado. Mis pies se enredaron con la manta y la arrojé al suelo. ¿Qué había dicho Mardo? «De repente dijo que ella tenía que estar en Roma. Y la envió sin contemplaciones en el primer barco que hubo.» Pero eso habría sido sin duda una interpretación personal. Podía haber razones perfectamente respetables para que Octavia se fuera. Aunque jamás lo había hecho en los tres años que llevaban juntos… Antonio se había escapado -¿por qué insistía en usar aquella frase?- sólo una vez, durante el asedio de Samasota con Baso. En todas las demás ocasiones ambos habían estado atados.
Estaba incómoda de lado y me tendí boca arriba. ¡Quiero dormir! Era yo la que estaba atada a la cama, aherrojada, incapaz de encontrar una postura cómoda, incapaz de dormir, incapaz de levantarme y hacer algo, pero sobre todo incapaz de dejar de pensar.
El fresco aire me acarició la sudorosa espalda. Estaba tremendamente alterada. Lo cierto era que no deseaba que nada turbara mi árido y ordenado mundo. Lo gobernaba muy bien y él me correspondía generosamente. Sólo muy raras veces se presentaban noches como aquélla -inquietas, hambrientas, llenas de preguntas-, un pequeño precio a pagar por mi falta de compañía íntima. Las noches podían ser así, pero los días me pertenecían por entero. No tenía que dar cuenta de mis actos a nadie, jamás tenía que llegar a ningún compromiso ni adaptarme a las exigencias o los caprichos de los demás. Me había acostumbrado a eso y hubiera lamentado tener que dejarlo.
Di otra vuelta en la cama. ¿Es que no habría manera de descansar? La cama y la ropa de la cama se me antojaban un instrumento de tortura. Había arrugado y retorcido las sábanas de tal manera que me sentía como un cocodrilo atrapado en ellas que no parara de dar vueltas.
«Sabes que te pedirá que te reúnas con él. ¿Qué vas a hacer?»
EL SEXTO ROLLO
52
Me encontraba de pie junto a la barandilla de la resguardada terraza de mis aposentos del palacio de Antioquía, contemplando el río Orontes que discurría directamente a mis pies. Ante mis ojos se extendía una vasta y fértil llanura que llegaba hasta el mar. La capital de la dinastía Seléucida, la antigua gran rival de los Lágidas, no era tan hermosa como Alejandría, pero no había nada que lo fuera.
Los Seléucidas habían desaparecido, derrotados por los romanos, y Pompeyo había convertido su tierra en una provincia romana; una lección para mí. Pero ellos jamás habían tenido las mismas oportunidades que yo: no había pasado por allí ningún gobernante romano con veleidades amorosas, no había habido ninguna reina con la edad y el temperamento adecuados. Uno echa mano de lo que tiene y yo había tenido mucha suerte con lo que el destino me había deparado.
Los Lágidas habíamos tenido brevemente en nuestro poder aquella ciudad; mi antepasado Tolomeo III había conquistado aquel territorio hasta el Éufrates y casi la India. Ahora cabía la posibilidad de que yo recuperara por influencia personal lo que ellos no habían logrado conservar con la guerra.
Una fresca brisa marina soplaba sobre la llanura; Antioquía era famosa por su privilegiada posición. Al otro lado de la ciudad se elevaba el monte Silpio, y su mellada sombra se extendía sobre las calles a primera hora de la mañana. En las laderas de la montaña se podían ver las villas de los ricos, unas manchas blancas en medio del verdor de las boscosas laderas. Sí, un lugar de belleza sin igual.
El viejo palacio de los Seléucidas era un enorme edificio construido en una isla del rápido Orontes. Había pedido y me habían concedido mis propios aposentos privados en palacio.
Antonio me había rogado que «me reuniera con él», pero a diferencia de otras veces lo había hecho en términos absolutamente personales.
«Ven a mí. No te lo ordeno como aliado, te lo suplico como alguien que te quiere. Trae a nuestros hijos… te lo ruego, déjame verlos», me escribió.
Había recibido la carta poco después de que se fuera Octavia, que probablemente aún estaría viajando cuando Antonio la escribió. Se había trasladado a Antioquía y se había instalado allí para preparar la campaña contra los partos; pasaría el invierno en la ciudad y en primavera se pondría en marcha con sus legiones.

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