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Authors: Charles Bukowski

Tags: #Biografía,Relato

La senda del perdedor (33 page)

—No entres en el juego, todo lo que quiere ese tipo es matar a alguien.

—Tan sólo es un juego —dije.

Era nuestro turno de sacar. Me metí en el corro con Joe Stapen y los otros dos supervivientes.

—¿Cuál es nuestro plan de juego? —pregunté.

—Aguantar como podamos —dijo Stapen.

—¿Cómo vamos?

—Creo que están ganando —dijo Lenny Hill, el centro-campista.

Disolvimos el corro. Joe Stapen se plantó atrás esperando la pelota. Yo me quedé mirando a Kong. Nunca le había visto por el campus. Probablemente merodeaba por los retretes de los tíos en el gimnasio. Tenía pinta de ser un huele-mierdas. Y también un come-fetos.

—¡Tiempo! —grité.

Lenny Hill se irguió con la pelota. Yo sólo miraba a Kong.

—Mi nombre es Hank. Hank Chinaski. Periodismo.

Kong no respondió. Tan sólo me observaba. Su piel tenía el color cerúleo de los muertos. En sus ojos no brillaba la menor chispa de vida.

—¿Cuál es tu nombre? —le pregunté.

Siguió mirándome.

—¿Qué es lo que te pasa? ¿Se te quedó un trozo de placenta metido entre los dientes?

Kong alzó lentamente su brazo derecho. Luego lo enderezó y me señaló con el dedo. Después bajó el brazo.

—Bueno, que me chupen la polla —dije—, ¿qué significa eso?

—Vamos, juguemos de una vez —dijo uno de los compañeros de Kong.

Lenny se agachó sobre la pelota y la lanzó hacia atrás. Kong vino a por mí. No pude enfocarle bien. Vi los graderíos y algunos árboles y parte del edificio de Químicas temblar mientras él me placaba. Me tiró de espaldas y luego dio vueltas en torno mío mientras agitaba los brazos como si fueran alas. Me levanté sintiéndome mareado. Primero Becker me puso K.O., luego este mono sádico. Olía, apestaba; era un verdadero y maligno hijo de perra.

Stapen no había completado el pase. Formamos corro.

—Tengo una idea —dije.

—¿Cuál es? —preguntó Joe.

—Yo tiro la pelota. Tú placas.

—Dejémoslo como está —dijo Joe.

Disolvimos el corro. Lenny se agachó sobre la pelota y la lanzó a Stapen. Kong vino a por mí. Bajé un hombro y me abalancé contra él. Tenía demasiada fuerza el tío gorila. Salí despedido a un lado, me reafirmé y, mientras lo hacía, Kong atacó de nuevo clavando su hombro en mi estómago. Me caí. Me puse en seguida en pie de un salto aunque me sentía mal. Empezaba a tener problemas con la respiración.

Stapen había completado un pase corto. Perdíamos por tres. No hicimos corro. Cuando se lanzó la pelota, Kong y yo nos abalanzamos el uno contra el otro. En el último instante di un salto para caer sobre él. Todo el peso de mi cuerpo aterrizó sobre su cabeza, desequilibrándole. Mientras caía le di una patada con todas mis fuerzas justo en la barbilla. Ambos chocamos contra el suelo. Yo me levanté primero. Al alzarse Kong, un hilillo de sangre descendía por su boca y tenía un hermoso hematoma en la cara. Trotamos hasta nuestras posiciones.

Stapen había efectuado un pase incompleto. Perdíamos por cuatro. Stapen dio unos pasos atrás para patear la pelota. Kong también se retrasó para cubrir al jugador zaguero. El zaguero cogió la pelota en el aire y los dos comenzaron a cruzar corriendo el campo abriendo Kong la marcha. Corrí a su encuentro. Kong esperaba que de nuevo le cayera encima, pero esta vez me tiré a sus piernas y le cogí por los tobillos. Cayó pesadamente, estrellando la cara contra el suelo. Se quedó aturdido e inmóvil, completamente extendido en el suelo. Le cogí con fuerza por el cuello y mientras se lo apretaba, clavé mi rodilla en su espina dorsal.

—Oye, Kong, compañero, ¿estás bien?

Los demás se acercaron corriendo.

—Creo que se ha hecho daño —dije—. Que alguien me ayude a sacarle del campo.

Stapen le cogió por un lado, yo por el otro y anduvimos hasta la línea lateral. Cerca de la línea fingí tropezar y le pisé el tobillo con mi pie izquierdo.

—Oh —dijo Kong— por favor, dejadme solo…

—Estamos ayudándote, compañero.

Cuando llegamos a la línea lateral, le soltamos. Kong se sentó y comenzó a limpiarse la sangre de la boca. Luego se agachó y palpó su tobillo. Estaba despellejado y pronto se hincharía. Me incliné sobre él.

—Oye, Kong, vamos a acabar el partido. Estamos perdiendo y necesitamos una oportunidad para recuperarnos.

—Nanay, tengo que ir a clase.

—No sabía que aquí enseñaran el oficio de perrero.

—Es la clase de Literatura Inglesa, primer curso.

—Vaya, eso es importante. Bueno, mira, te ayudaré a llegar hasta el gimnasio y a ponerte bajo una ducha caliente, ¿te parece bien?

—No, apártate de mí.

Kong se levantó. Tenía aspecto de derrota. Sus grandes hombros caídos y sangre y tierra por toda la cara. Dio unos pocos pasos cojeando.

—Oye, Quinn —dijo a uno de sus compañeros— échame una mano… Quinn sujetó a Kong por el brazo y ambos anduvieron lentamente en dirección al gimnasio.

—¡Oye, Kong! —vociferé—. ¡Espero que llegues a tu clase! ¡Dile a Bill Saroyan «hola» de mi parte!

Los demás muchachos estaban a mi alrededor, incluyendo a Baldy y Ballard que habían bajado de las gradas. Yo acababa de efectuar el acto más condenadamente bueno de mi vida y no había una chica bonita en varias millas a la redonda.

—¿Alguien tiene un cigarrillo? —pregunté.

—Tengo Chesterfield —dijo Baldy.

—¿Todavía fumas esa porquería?

—Te cojo uno —dijo Joe Stapen.

—De acuerdo —dije—, ya que no hay otra cosa.

Permanecimos en pie, fumando.

—Todavía somos los suficientes para seguir jugando —soltó alguien.

—Y una mierda —contesté—. Odio los deportes.

—Bueno —dijo Stapen—, verdaderamente acabaste con Kong.

—Sí —afirmó Baldy—: Estuve observándolo todo. Pero hay algo que me confunde.

—¿Y qué es? —preguntó Stapen.

—Me pregunto cuál de los dos es el sádico.

—Bueno —dije—, me tengo que ir. Hay una película de Cagney esta noche y voy a ir con mi coñito.

Empecé a cruzar el campo.

—¿Quieres decir que te llevarás la mano derecha a la película? —preguntó a gritos uno de los chicos tras de mí.

—Las dos manos —contesté por encima del hombro.

Salí del campo, pasé frente al edificio de Químicas y luego crucé la pradera frontal. Allí estaban ellos, chicos y chicas con sus libros, sentados en bancos, bajo árboles o sobre el césped. Libros verdes, azules, marrones. Hablaban entre sí, sonriendo, riendo en ocasiones. Fui hasta el extremo del campus donde finalizaba la línea «V» del autobús. Me subí al «V», saqué el billete, fui hasta la trasera del autobús, me senté en el último asiento y, como siempre, esperé.

58

Realicé varias incursiones prácticas por los barrios bajos para prepararme ante el futuro. No me gustó lo que vi. Entre sus hombres y mujeres no había ninguna osadía o brillantez especial. Deseaban lo que todo el mundo deseaba. Existían también ciertos obvios casos mentales a los que permitían deambular sin perturbarlos. Yo había observado que tanto en el extremo muy rico o muy pobre de la sociedad, a menudo se permitía que los locos se mezclaran libremente con los demás. También sabía que yo no era completamente sano. Todavía sabía, como cuando era niño, que albergaba algo extraño en mi interior. Me sentía como destinado a ser un asesino, un asaltante de bancos, un santo, un violador, un monje, un ermitaño. Necesitaba algún sitio aislado para esconderme. Los barrios bajos eran desagradables. La vida del hombre normal y sano era tediosa, peor que la muerte. Parecía no haber alternativa posible. Y la educación también era una trampa. La poca educación a la que me había permitido acceder me había hecho más suspicaz. ¿Qué es lo que eran los doctores, abogados y científicos? Tan sólo eran hombres que habían permitido que los privaran de su libertad de pensar y actuar como individuos. Volví a mi cobertizo y bebí…

Ahí sentado bebiendo consideré la idea del suicidio, pero sentí un extraño cariño por mi cuerpo, por mi vida. A pesar de sus cicatrices y marcas, me pertenecían. Me miraría en el espejo del armario y sonriendo burlonamente diría: si te vas a ir de esta vida, puedes llevarte a ocho, diez o veinte contigo…

Era la noche de un sábado del mes de diciembre. Yo estaba en mi habitación y había bebido mucho más de lo usual, encendiendo cigarrillo tras cigarrillo, pensando en chicas, en la ciudad y sus trabajos y en los años que tenía por delante. Al mirar el porvenir, me gustaba muy poco lo que veía. Yo no era un misántropo ni un misógino, pero prefería estar solo. Era agradable sentarse solo en un recinto pequeño y beber y fumar. Siempre supe hacerme compañía.

Entonces oí la radio de la habitación de al lado. El tipo la tenía puesta a todo volumen. Sonaba una mareante canción de amor.

—¡Oye, compadre! —aullé—, ¡apaga esa cosa!

No hubo respuesta.

Me acerqué a la pared y di varios golpes.

—¡He dicho que apagues ese maldito cacharro! El volumen permaneció inalterable.

Salí y me planté frente a su puerta. Yo estaba en calzoncillos. Alcé la pierna y di un patadón a la puerta. Se abrió de golpe. Había dos personas sobre el camastro, un tío viejo y gordo y una mujer gorda y vieja. Estaban follando. Una pequeña vela ardía en un rincón. El viejales estaba encima. Se detuvo y giró la cabeza para mirar. Ella miró desde su posición bajo él. La habitación estaba agradablemente decorada con cortinas y una pequeña alfombra.

—¡Oh! Perdonen…

Cerré la puerta y volví a mi habitación. Me sentí fatal. Los pobres tenían derecho a follar para abrirse camino entre sus pesadillas. Sexo y alcohol, quizás un poco de amor, era todo lo que tenían.

Me recosté y me serví un vaso de vino. Dejé abierta la puerta. La luz de la luna entró junto con los sonidos de la ciudad: juke boxes, automóviles, peleas, perros ladrando, radios… Estábamos todos metidos en lo mismo. Todos apilados en un inmenso retrete lleno de mierda. No había escapatoria, íbamos a desaparecer con una cascada de agua cuando tiraran de la cadena. Un pequeño gato pasó delante de mi puerta, se detuvo y miró al interior. Sus ojos estaban iluminados por la luna y eran rojos como el fuego. Unos ojos maravillosos.

—Ven, gatito… —extendí la mano como si tuviera comida en ella—. Gatito, gatito…

El gato siguió su camino.

Escuché cómo apagaban la radio en la habitación de al lado.

Acabé mi vino y salí. Seguía en calzoncillos como antes. Los subí, ciñendo bien mis partes. Me planté frente a la otra puerta. Había roto la cerradura. Podía ver la luz de la vela en el interior. Habían entornado la puerta empujándola con algún objeto, probablemente una silla.

Di unos suaves golpecitos a la puerta. No hubo respuesta.

Volví a llamar.

Oí algo, entonces se abrió la puerta.

El tío gordo y viejo estaba de pie en el umbral. Su cara oculta por grandes pliegues de pena y dolor. Sólo destacaban sus cejas, bigote y dos ojos tristes.

—Escuche —dije—. Siento mucho lo que hice. ¿No querrían usted y su chica venir a mi habitación y tomar un trago?

—No.

—¿O quizás pueda traerles algo de beber?

—No —dijo—, por favor déjenos solos.

Y cerró la puerta.

Me desperté con una de mis peores resacas. Normalmente duermo hasta el mediodía. Este día no pude. Me vestí, fui hasta el baño de la casa principal y me lavé. Salí, subí por el callejón, bajé la escalinata de la colina y de este modo llegué hasta la calle inferior.

Domingo, el día más jodido de todos.

Anduve por la Calle Mayor pasando frente a los bares. Las chicas de alquiler se sentaban cerca de las puertas de entrada con sus faldas bien subidas, balanceando las piernas rematadas por zapatos de tacón alto.

—Oye, cariño, ven aquí.

Calle Mayor, 5ª Este, Bunker Hill. Cagaderos de América.

No había sitio donde ir. Me metí en un salón recreativo. Di una vuelta mirando los distintos juegos, pero no tenía deseo alguno de jugar. Entonces vi a un marine frente a una máquina del millón. Sus dos manos aferraban los costados de la máquina en un intento de guiar la bola con todo su cuerpo. Me aproximé y le cogí por el cuello y el cinturón.

—Becker, ¡exijo una maldita revancha!

Le solté y se dio la vuelta.

—No, no vale la pena.

—Apuesto tres contra dos.

—Pelotas —dijo—, te invito a un trago.

Salimos del salón recreativo y bajamos por la calle Mayor. Una chica de la serie «B» aulló desde el interior de un bar:

—¡Oye, marine, entra aquí! Becker se paró.

—Voy a entrar —dijo.

—No lo hagas. Son cucarachas humanas.

—Acabo de cobrar.

—Las chicas beben té y añaden agua a tu bebida. Las copas cuestan el doble y después la chica desaparece.

Voy a entrar.

Becker entró. Uno de los mejores e inéditos escritores de América, vestido para matar y morir. Le seguí. Se acercó a una de las chicas y habló con ella. La chica se subió un poco la falda, balanceó sus altos tacones y rió. Ambos entraron en una cabina situada en un rincón. El camarero salió para tomar su pedido. La otra chica acodada en la barra me miró.

—Oye, cariño, ¿no quieres jugar?

—Sí, pero sólo cuando el juego es mío.

—¿Estás asustado o eres marica?

—Las dos cosas —repliqué mientras me sentaba al extremo de la barra.

Había un tipo entre nosotros con la cabeza apoyada en la barra. Su cartera había desaparecido. Cuando se despertara y se quejase, el camarero le sacaría a patadas o le entregaría a la policía.

Tras servir a Becker y su chica serie «B», el camarero volvió a la barra y se acercó a mí.

—¿Sí?

—Nada.

—¿Ah sí? ¿Qué buscas por aquí?

—Estoy esperando a mi amigo —dije indicando con la cabeza la cabina del rincón.

—Si estás sentado aquí, tienes que beber.

—Muy bien. Agua.

El camarero se fue y volvió con un vaso de agua.

—Dos centavos.

Le pagué.

La chica de la barra dijo al camarero:

—O es marica o está asustado.

El camarero no dijo nada. Entonces Becker le llamó y salió a tomar nota.

La chica me miró.

—¿Cómo es que no llevas el uniforme?

—No me gusta vestir como todos los demás.

—¿Tienes alguna otra razón?

—Las otras razones no te importan.

—Jódete —contestó.

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