Authors: Fran Ray
En Uganda, un estudiante europeo de medicina necesita tres cosas: un Notebook, un iPod... y corriente eléctrica.
Hola, soy Henrik y os saludo desde Uganda. Para todos quienes aún no han echado un vistazo a mi perfil: tengo veinticuatro años y soy un estudiante de medicina de Múnich.
Solicité un puesto de practicante sin sueldo y ahora hace dos semanas que estoy en Uganda, distrito de Kisoro, en el hospital Prolife.
La ciudad de Kisoro se encuentra al sudoeste de Uganda, junto a la frontera del Congo y Ruanda. En Kisoro, al pie del volcán Virunga, viven unas diez mil personas.
Seguro que habéis oído hablar de los gorilas de montaña cruelmente cazados y en peligro de extinción. Habitan en las montañas Virunga, se puede volar hasta allí y observarlos. Aquí también vivió Diane Fossey, la célebre científica que estudiaba a los gorilas y que, tras muchos años dedicados a la investigación, fue asesinada.
Pero eso sólo es al margen.
Kisoro está habitada por los bafumbira, los hutus y los tutsis, pero aquí, a diferencia de la vecina Ruanda, donde se produjeron espantosas matanzas entre estos dos grupos, ese asunto no es importante. La mayoría de la gente es muy pobre y vive principalmente de lo que cultiva: patatas, boniatos, judías, maíz y sorgo, con el que elaboran cerveza.
Una breve descripción de la zona.
¿Cómo es este lugar?
Kisoro posee dos calles asfaltadas que acaban en el linde de la ciudad, las demás son de tierra. Hay un par de pequeñas tiendas donde venden materiales de construcción, repuestos de coches y ropa. En la feria semanal se puede comprar verdura, animales, zapatos y ropa.
El sida ha afectado toda la estructura social, cultural y económica. Ahora son los ancianos quienes han de criar a sus nietos, algunas familias sólo están formadas por niños, los de doce años han de cuidar de sus hermanos de seis. Para nosotros resulta inimaginable.
Ahora hablaré del hospital.
En 2004, tras el gobierno de Idi Amin y Obote y las guerras civiles, Norbert y Birgit Nutzli compraron un viejo hospital situado a unos cincuenta kilómetros de Kisoro. Ambos se dedican a ayudar al desarrollo y decidieron hacer algo por los habitantes de este lugar, pues muchos no podían permitirse el tratamiento en los hospitales estatales. Es verdad que a partir de un conteo de linfocitos en sangre de 200, tanto los medicamentos para tratar el virus del sida como los de la malaria y la tuberculosis son gratuitos. El Estado y las Naciones Unidas se encargan de financiarlos, pero los pacientes deben pagar los análisis (laboratorio, rayos X, etc.). Una tomografía cuesta cincuenta euros, y eso es carísimo, muchos han de trabajar casi dos meses para reunir esa suma.
Aquí en el hospital, los pacientes reciben el tratamiento gratis. Al principio, Norbert y Birgit invirtieron su propio dinero en el proyecto; el viejo hospital estaba en un estado lamentable.
Me mostraron fotos: la sala de niños disponía de treinta camas y era muy ruidosa: gritos, risas, lloros. Las madres, en caso de que los niños las tuvieran, permanecían sentadas a su lado y de noche dormían junto a las camas, sobre el suelo de cemento. Se carecía de medicamentos y equipamiento médico. Por fin, ambos encontraron un patrocinador:
Don't forget Africa.
El hospital sufrió una modernización total y aún hoy la organización financia el mantenimiento. Actualmente sólo hay seis pacientes en cada habitación, los niños afectados por enfermedades contagiosas permanecen separados de los demás, hay camas para las madres y equipamiento médico, aunque no los suficientes. Aquí trabajan un médico suizo, una comadrona inglesa, cuatro enfermeras nativas y yo, un estudiante alemán.He aquí unas fotos de mi modesta choza situada a sólo doscientos metros del hospital. Hay un televisor, corriente eléctrica para mi Notebook y mi iPod, y también agua. No siempre hay electricidad y agua, pero sí generadores y cisternas.
Todas las mañanas, poco después del amanecer, emprendo el camino. Un estrecho sendero a través de arbustos y prados conduce a la clínica. De mañana —y también de noche— está bastante fresco, de día hace mucho calor...
—¿Henrik?
Se pone en pie. Mary, una de las enfermeras nativas, se ha asomado a la puerta.
—¿Vienes?
—¡Dos segundos! —dice Henrik, y teclea el final del blog.
Bien, he de marcharme.
Saludos,
H
ENRIK
Cuando cierra el Notebook se siente más fuerte, dispuesto a luchar contra la enfermedad y la miseria, una lucha a la que ahora ha dedicado su vida. «Ayúdame, Señor, para actuar según Tu mandato y enfrentarme a las personas con amor. Amén.»
Aquí en África se siente mucho más próximo a Dios que en Alemania. Su vida ha adquirido una nueva dimensión.
Méautis
Los carteles indicadores surgen de la profundidad de la penumbra matinal, se acercan a toda velocidad... y desaparecen. La lluvia azota el coche. «Méautis», dijo Lorraine Kempf. Ethan se siente mareado, le arden los ojos y tiene que parpadear una y otra vez para que desaparezca la bruma blancuzca. Mete otro CD en el reproductor para mantenerse despierto: Händel. Inclina la cabeza atrás y estira los brazos. Sus tendones y músculos son como cuerdas secas a punto de romperse. No ha dormido desde su partida de Londres, las escasas horas borracho de whisky no cuentan. Aún hay poco tráfico en la A13 a Ruán, pero eso cambiará dentro de una hora, como mucho cuando amanezca y los primeros trabajadores y camioneros se pongan en marcha.
Aparece una línea rojiza en el retrovisor: el sol naciente. Si logra seguir conduciendo llegará a Méautis en dos horas.
Sólo cuando el CD toca a su fin se da cuenta de hasta qué punto la música lo ha irritado, cuando en general suele tranquilizarlo. Saca el CD de la ranura, coge el paquete de cigarrillos y enciende uno. Ahora ya no hay nadie a quien le moleste el humo o el olor a tabaco en el coche. Está disfrutando de una libertad curiosamente deprimente. En la carretera de circunvalación de Caén toma la salida N13 en dirección a Bayeux y se detiene en una gasolinera para repostar y tomar un café y un cruasán. ¿De verdad cree que Nicolas podrá ayudarle? ¿Y qué clase de ayuda espera? ¿Que le asegure que Sylvie sólo se encontró con ese Frost por casualidad? ¿Por motivos profesionales? En ese caso, ¿por qué encontrarse en aquel restaurante caro? También podrían haber charlado en la cafetería del hospital o de la universidad, ¿no? Pero mientras lo piensa, admite que es un disparate.
Pasa junto a dos camioneros de pelo grasiento que acaban de entrar y vuelve al Lancia de Sylvie. Pese al cigarrillo, el coche sigue oliendo a ella y eso le dificulta aún más soportar sus sentimientos encontrados.
Después de Bayeux, Ethan sigue hasta Langueville, La cambe e Isigny-sur-Mer, en Saint-Hilaire-Petitville gira hacia Carentan y coge la D971 a Beaumont, pero casi se pasa de largo la D903: gira en el último momento y busca el cartel indicador de La Lande Godard, de donde supuestamente un estrecho camino conduce a Méautis. El amanecer alivia la vista, por fin el mundo vuelve a adquirir colores.
Según el GPS, se encuentra en el camino correcto, encerrado entre setos y muros de piedra. Una bruma blanca y húmeda cubre los prados de florecillas silvestres. Hay pequeños árboles frutales. Baja la ventanilla, y el frescor y la humedad del aire casi acaban con él. Vuelve a despejarse y entonces lo ve:
«Ferme Écologique»
pone un cartel blanco junto al muro cubierto de hiedra.
Son casi las siete. Ethan no titubea y cruza la puerta de madera hasta un patio interior de grava rodeado por tres edificios alargados. Sólo uno está acondicionado, las ventanas y las puertas recién pintadas de rojo oscuro. Recuerda que ese color se denomina «sangre de toro», pero al punto quiere olvidarlo. El tejado también parece nuevo. Una granja donde se podrían alquilar habitaciones para turistas. Los neumáticos chirrían en la grava, ya deben de haber advertido su llegada. Bajo un alero de la casa hay un tractor, y al lado asoma la parte trasera de una Kombi. Se detiene ante la puerta de entrada, flanqueada por un arbusto, quizás un rosal, que ha de cubrir la pared de la casa.
Se apea y cierra la puerta. Ya debería haber aparecido un perro, y también el dueño de la casa.
—¿Hola? —llama.
Las dos casas no acondicionadas parecen albergar los establos. Ethan percibe olor a bosta y animales, pero no oye nada. Puede que los animales estén en el prado. Al acercarse a la casa principal, la grava cruje bajo sus zapatos.
—¿Hola, Monsieur Bohin?
Prueba a abrir la puerta, que en efecto se abre. En su hogar, en Longreach, tampoco cerraban con llave, hasta que Trudy, de la granja vecina, empezó a echar el cerrojo después de que cierto día se encontrara a un individuo armado con un cuchillo en el dormitorio.
De pronto cree oír un ladrido apagado y espera que un perro grande se abalance sobre él. Pero como los ladridos no se acercan, decide entrar. Se encuentra en una gran habitación de techo bajo y suelo de piedra; en una pared hay una chimenea con una repisa tiznada, delante cuatro cómodos sillones, uno dirigido hacia la ventana, y un sofá tapizado con motivos multicolores.
Se acerca a la chimenea, oye un ruido, ¿una respiración?, y se da la vuelta. Descubre un brazo en el apoyabrazos del sillón vuelto hacia la ventana. ¿Nicolas? ¿O Marc, su amigo?
—Disculpe que haya entrado así, sin más...
No hay reacción. Ethan se queda inmóvil, le cuesta acercarse. Piensa en Sylvie... pero seguramente sólo está dormido, ¿no?
—¿Monsieur Bohin? ¿Nicolas? —Sabe que no puede marcharse sin más y da un paso hacia el sillón. Pierde el equilibrio momentáneamente, pero a continuación examina el rostro: le falta la nariz, en su lugar hay un agujero ensangrentado. La camiseta azul celeste está empapada de sangre, como también mancha ambos lados de la cabeza y los hombros. «¡Las orejas! ¡También le han cortado las orejas!» No sabe si el hombre sigue con vida y piensa en vendarle las orejas y la nariz, aunque sabe que eso sería absurdo. Entonces ve el corte en la garganta, la herida abierta. Lo agarra de los hombros y grita:
—¿Quién te ha hecho esto?
Ha sido un reflejo involuntario, pero Ethan nota que el cuerpo aún está tibio. Se vuelve, saca el móvil del bolsillo y percibe una corriente de aire. Oye un golpe estrepitoso y se sobresalta: una puerta se ha cerrado. Alcanza la puerta de entrada, la abre y escudriña entre la bruma, pero sólo ve el patio de grava, el tractor, el coche rojo y su Lancia. Todavía sostiene la puerta con la mano cuando a su derecha advierte una escalera que conduce a la planta superior. Los peldaños crujen; es imposible que alguien los haya subido en silencio. Arriba hay un dormitorio con la cama revuelta. Vuelve a bajar, oye el rugido de un motor. Corre a la puerta y ve un coche pequeño, negro o de color oscuro, se aleja a toda velocidad.
Siente el impulso de correr al Lancia y perseguirlo, pero comprende que es demasiado tarde. Si llama a la policía tendrá que explicar qué hace ahí. Si no llama, y alguien lo ve a él o a su coche, las cosas empeorarán aún más para él. Pese a ello, sube al coche y desanda el camino a través de los pueblos hasta la autopista. Se detiene en la siguiente área de descanso y se dirige a uno de los teléfonos públicos situados en el pasillo delante de los lavabos. ¿Qué debe decir? ¿Que en el salón de Bohin hay un muerto sentado en el sillón?
Tiene el auricular en la mano, pero vuelve a colgarlo y regresa a su coche. Cuando está a punto de ponerlo en marcha, suena el móvil.
—Soy Sarah. —Se la imagina adormilada, los ojos hinchados y un cuenco con café en la mano.
—Sólo quería saber cómo te encuentras —dice con tono suave; quizá pretende parecer comprensiva, pero eso no le sirve.
—Estoy bien.
—¿Qué estás haciendo?
—¿Yo? ¿Por qué?
—Quería invitarte a pasar por mi casa. En tu situación no es bueno estar solo...
—Necesito tiempo para mí, Sarah. —La idea de estar sentado en su cocina mientras ella le sirve comida y bebida y contempla su resaca le resulta insoportable. Sin embargo, debería de estarle agradecido.
—De acuerdo, comprendo; pero si cambias de idea, estoy... estoy aquí.
«Sabanas y manglares, naturaleza intacta. Ausencia de gente.» La llamada de Sarah lo ha sorprendido.
De nuevo en la autopista, enciende la radio y sube el volumen. Los anuncios publicitarios lo tranquilizan; cuanto menor sea la relación de la música con él y con Sylvie, tanto mejor.
París
—Su pasaporte,
monsieur.
Un momento antes la empleada le sonreía detrás del mostrador del aeropuerto, y entonces su rostro se convirtió en el de Marc. ¡Qué insoportable! La misma situación que en el laboratorio: él se libra mientras otro es asesinado. Sólo tras descubrir a Marc tumbado en el sillón comprendió que iban por él. Se había salvado porque no podía dormir, salió a pasear de madrugada y no estaba en la casa cuando debía de haber entrado el asesino. No debería haber confiado en Lorraine, que era la única que sabía que se encontraba en Méautis, en casa de Marc. ¿Cómo lo había averiguado el asesino?
Las manos le temblaban al hojear el pasaporte.
No logra olvidar esas imágenes... Abre la puerta, entra en el salón de la chimenea y los confortables sillones, oye un ruido extraño, un resuello, y entonces ve a Marc cruelmente asesinado. El miedo lo paraliza, pero después echa a correr hasta el establo y se oculta entre las reses, se acurruca en una esquina debajo del heno. Ni siquiera puede llamar a la policía: su móvil está arriba, en la habitación.
No sabe cuánto tiempo permanece allí, en algún momento se desliza dentro de la casa por detrás, coge sus cosas y corre hasta el pueblo, a ese café donde por fin logra llamar un taxi que lo lleve a la estación de ferrocarril. El viaje a París se le hace eterno, no deja de cambiar de asiento, de compartimento. Una vez en París, en la estación, decide ir al aeropuerto. Ha de marcharse, mucho más lejos.
—¿A Denpassar?
—Sí. —Evita mirar a la empleada.
No dejar rastros. Quién sabe de qué fuentes de información dispone ese individuo. Quitó la batería del móvil, sacó dinero de tres cajeros automáticos distintos, siempre la máxima cantidad. Ahora tiene tres mil doscientos euros en efectivo, toda su fortuna, y ya ha descontado el billete que acaba de comprar en el mostrador de Air France.