La siembra (10 page)

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Authors: Fran Ray

—Sylvie ha muerto —le espeta.

—¿Qué?

—Tomó pastillas y se cortó las venas.

Robert sólo lo mira, no suele demostrar sus sentimientos, permanece amable y distante. ¿Y si fuera Robert? Esos guantes que Ethan lleva en el bolsillo, ¿serán los suyos?

—Sylvie tenía un amante. —Ethan espera ver un gesto traicionero, un parpadeo inseguro, pero Robert no desvía la mirada.

—Aguarda un momento, Ethan. Hablaremos en la cafetería. Dentro de un cuarto de hora, ¿de acuerdo? —Su sonora voz suena aguda.

Ethan asiente y observa cómo una enfermera le sonríe a Robert cuando éste se aleja por el pasillo.

Robert: cuarenta y tres años, guapo, deportista, inteligente, gay. Pero quizá Sylvie le mintió.

La cafetería se encuentra en la planta baja. Ha de beber algo, agua, zumo, cualquier cosa tras el whisky ingerido. Seguro que aún apesta a alcohol. En la sala, donde pacientes, visitas, médicos, enfermeras, señoras de la limpieza y obreros no dejan de entrar y salir, hace frío y hay corrientes de aire. Cinco pacientes fuman ante la entrada, cerca de las máquinas expendedoras de infusiones y botellas de agua. Ethan coge zumo de naranja de la nevera próxima a la cocina. Le paga a un chico con acné y se sienta en una mesa desde la que se ve el raquítico césped, los árboles pelados y los arbustos bajos verde grisáceo, los mismos que suelen plantar en las tumbas. Quizá porque crecen muy despacio. Una paciente de lacio cabello blanco deambula como un fantasma por la cafetería. Ethan recuerda el paquete de cigarrillos. «Más tarde», piensa. No se sorprendería si con el tiempo alguien que trabaja en este lugar cayera en la depresión. Sylvie acudía aquí un día tras otro para salvar vidas y luchar contra las enfermedades. ¿Cuántos fracasos habrá tenido que reconocer? ¿Los éxitos habrán compensado los fracasos? ¿Será por eso que se buscó un amante?

Ethan alza la vista. Robert se acomoda en una silla. Su bata blanca hace que su piel parezca todavía más oscura, y a su vez, ésta hace que su bata parezca aún más blanca. Totalmente impoluta y lisa, a excepción de las rayas perfectamente planchadas de las mangas.

—¿Has bebido?

—¡Que te den, Robert! Eso no te importa.

El gesto tranquilizador de Robert lo enfurece aún más.

—Oye Ethan, en caso de que sospeches que yo...

—¿Tengo razón o no? —pregunta en tono agresivo.

—Te encuentras en una situación muy difícil, Ethan, te comprendo... —dice, y vuelve a hacer el mismo gesto.

—¡No comprendes absolutamente nada, Robert! ¡Nada! ¿Acaso tu mujer se ha suicidado?

—Por favor, Ethan, quiero dejarlo muy claro: Sylvie y yo éramos colegas y de vez en cuando hablábamos de asuntos privados. Eso era todo.

Ethan no sabe si creerle o no. A veces te da igual el tipo de persona con que te líes. A veces, después de trabajar todo el día, cuando te sube la adrenalina, todo te da igual. Ellen tampoco era su tipo, al menos cuando aún estaba casado con Ruth. Pero estaba en el lugar correcto en el momento correcto. Después Ethan se sorprendió de que fuera la primera vez que se interesaba por una pelirroja pecosa.

—Además, últimamente Sylvie estaba un poco deprimida, reservada. —Robert remueve el café y su mirada expresa cierto reproche—. Desde la muerte de su padre.

—No tenían una relación muy cercana. —Pero Robert tiene razón: Sylvie estaba descorazonada.

—Trabajó mucho, muchísimo —dice Robert, y sacude la cabeza con aire cansado—, exigió demasiado de sí misma.

Por fin, Ethan recuerda el botellín de zumo de naranja que sostiene en la mano, lo abre y lo vacía de un trago. Robert lo observa con cara de preocupación. «Beba despacio, y sobre todo nada frío.»

Ethan vuelve a enfadarse. ¿Por qué Sylvie no acudió a él, a su marido, para decirle lo que la angustiaba?

—¿Por qué? —pregunta—. ¿Por qué me ha hecho esto?

Robert une la punta de los dedos de unas manos que destacan por su belleza, aptas para llevar los guantes. Es el médico perfecto. «Intangible, infalible. ¿Por qué, Sylvie?»

—Es la pregunta que siempre se hacen los parientes del difunto, pero no se trata de ti, Ethan.

«Lo sé.» Ethan quisiera agarrarlo de su bata blanquísima, levantarlo y arrojarlo contra la barra.

—¿Por qué no habló conmigo? —A lo mejor sí lo hizo, sólo que él no le prestó atención, ocupado con sus libros.

—Lo siento mucho —dice Robert, y le apoya la mano en el antebrazo.

Ethan nota que la mano de Robert es cálida y que su brazo está helado.

—Nadie se suicida sin más. —Retira el brazo.

Durante un instante, la mirada de Robert se vuelve impenetrable. Después lo mira una vez más.

—Mira estos guantes —dice Ethan, y los arroja en la mesa junto al zumo de naranja. Robert apenas alza las cejas.

—Pruébatelos. ¿O quizá ya sabes que son tuyos?

—¿Qué significa esto, Ethan?

—¡No te hagas el tonto! —Ethan le acerca los guantes—. «Néctar.» ¿no te dice nada?

Robert sacude la cabeza con lentitud. Ethan tiene ganas de pegarle un puñetazo.

—Comprendo cómo te sientes, Ethan, pero te equivocas.

Ethan se limita a asentir con la cabeza y recoge los guantes; sabe que es mejor que se marche, de lo contrario acabaría por agredir a Robert o echarse a llorar delante de él.

Desde el exterior, Ethan observa que Robert —iluminado por la fría luz de neón— revuelve una vez más el café, que aún no ha bebido, con expresión ensimismada. El cielo está gris oscuro, como si la noche estuviera a punto de caer, pero sólo son poco más de las dos de la tarde. Sopla un viento frío con aroma a hierba fresca y durante un momento Ethan olvida qué lo llevó a la clínica, pero de inmediato vuelve a irrumpir la realidad y se pregunta qué hacer ahora. Sólo se le ocurre un único amigo: Scott, pero no quiere regresar allí. No tiene ganas de volver a emborracharse.

—¿Monsieur Harris?

Se gira y ve que una mujer de apenas un metro sesenta sale del vestíbulo de entrada y se acerca a él. La mirada desconcertada de Ethan le despierta una sonrisa de disculpa.

—Perdón, soy Aamu. —Le tiende la mano, una mano pequeña y fría que él casi no osa apretar.

—Soy estudiante de medicina y trabajaba en la unidad de su mujer. Acabo de enterarme de... —Se interrumpe.

Es la primera vez que Ethan oye ese acento. La luz de neón hace brillar sus cabellos cobrizos, no distingue el color de sus ojos. Deben de ser claros. Bajo la bata blanca abierta lleva un jersey de cuello vuelto, una corta falda a cuadros, pantis de lana y botas. Se parece un poco a Björk, la cantante islandesa. Él asiente con la cabeza, no sabe qué decir.

—Sólo quería... —La chica se encoge de hombros, indecisa. Un paciente enfundado en un albornoz sale a la entrada y saca una cajetilla de cigarrillos del bolsillo.

—¿Ha acabado su jornada? —pregunta Ethan.

—Sí... —Baja la vista y se quita la bata blanca.

—¿Quiere...? —Ethan titubea, de pronto le parece que se está extralimitando, pero ahora no quiere ni puede estar solo.

—¿Sí? —El viento le golpea el rostro y ella cierra los ojos. «Una mujer-niña aterida. ¿Qué es esto, Ethan? ¡Ésta no es una de tus malditas novelas!»

—Si quiere, la acompaño en taxi.

—Yo siempre tomo el metro...

—No es molestia. Al contrario, usted me... —vacila, buscando la palabra adecuada— me haría un favor.

Ella lo observa, como si comprobara que puede fiarse de él.

Cuando acepta acompañarlo, Ethan se siente aliviado. Esta chica conocía a Sylvie y tal vez sepa lo que le ocurrió. Delante de la entrada principal aguardan cinco taxis, Ethan le abre la puerta de uno y monta por el otro lado. Encontrar a una conocida de Sylvie supone un consuelo, y quizá le diga la verdad. El coche toma por la Avenue Claude Vellefaux. En el retrovisor, Ethan ve como los edificios del hospital se vuelven más pequeños. Adiós. Para siempre.

A su lado, Aamu mira por la ventanilla, guarda silencio, espera que él empiece a hablar.

—¿De dónde es usted? Su acento... y su nombre... ¿De Escandinavia, Islandia?

Ella esboza una sonrisa. Tiene los caninos un poco torcidos por encima de los incisivos. Sus ojos se estrechan como los de un gato, y la nariz es corta y puntiaguda.

—Finlandia —dice la chica.

Tiempo atrás quiso ir con Sylvie, pero nunca llegó el momento.

—Su idioma no tiene vínculos con ningún idioma europeo, es lo primero que se me ocurre acerca de Finlandia. Y el paisaje: nieve, bosques, lagos... —¿Qué tonterías está diciendo?

—Es un lugar solitario y a menudo oscuro. La gente bebe. —Su sonrisa se ha borrado.

—¿Por eso se marchó, porque es un lugar demasiado solitario?

—No, no por eso —dice ella, negando con la cabeza.

Las luces del exterior se proyectan sobre su rostro pálido: faros, carteles luminosos, semáforos, convirtiéndolo en el rostro de una guerrera nórdica. Ethan espera que le cuente algo más, pero ella sólo mira por la ventanilla.

—¿Cuánto tiempo estuvo casado? —le pregunta de pronto y lo observa, como si quisiera comprobar hasta qué punto es culpable.

—Ocho años. —Casi añade que había abandonado a su primera mujer por Sylvie, y que los últimos tiempos fueron muy difíciles y... Vaya, casi contesta a su pregunta de cortesía con demasiado detalle.

—Debe de haber estado muy desesperada... —dice Aamu, sacudiendo la cabeza.

¿Quién sabe cuán desesperada estaba Sylvie? ¿Es que sólo confió en él, en el dueño de aquellos guantes de piel?

—¿También conoce al doctor Robert Smith, el colega de Sylvie? —le pregunta, pero tiene que esquivar la mirada de ella, no la aguanta—. ¿Cómo es? —Un torpe intento de plantear preguntas inofensivas.

—Simpático —dice ella en tono neutro, su rostro aún parece pintado como el de un guerrero.

—¿Y cómo trataba a Sylvie?

Ella entorna los ojos y le lanza una mirada desconfiada, sospecha qué se oculta tras la pregunta.

—Con simpatía —dice lacónicamente.

Ethan espera una explicación que no llega. Al final pregunta:

—¿Sylvie hablaba de mí?

—Usted escribe... —Tiene los ojos claros, casi translúcidos, Ethan piensa en glaciares, en agua de glaciares. Aamu deja de hablar, tal vez ha notado que él teme descubrir que Sylvie no hablaba de él, que por así decir, lo había borrado de su vida—. ¿Intenta encontrar el motivo? —pregunta ella.

—Sí.

El resplandor de los neones inunda el interior del taxi y durante un instante lo tiñe de blanco. El coche sigue avanzando.

Ella se contempla los dedos entrelazados.

—Mi hermano se suicidó. Se tendió en el garaje y encendió el motor de su motocicleta. Tenía diecinueve años. En una nota escribió que no podía seguir viviendo así, pero nadie comprendió a qué se refería. Su suicidio destrozó a mi madre. Sólo se hacía esa única pregunta.

Sí, él sabe a qué se refiere.

—¿Y usted no se la hizo?

—Fue su decisión. La mía fue seguir viviendo —dice ella, sonriendo con valentía—. No quiero aburrirlo con mis historias.

—No, no me aburre, en absoluto. Me hace bien hablar con alguien que... conoció a Sylvie.

Ella vuelve a mirar por la ventanilla, ensimismada. Él no quiere molestarla y, además, el silencio que reina entre ambos le resulta agradable. No se puede guardar silencio con cualquiera. Cuando el taxi se detiene, antes de bajarse Aamu se vuelve hacia él.

—Gracias.

—No; soy yo quien ha de darle las gracias. Me ha ahorrado la soledad.

Ella lo mira a los ojos un segundo, después baja y cierra la puerta.

¡Cuán pequeña y aniñada es! Y el grueso jersey con el alto cuello vuelto es demasiado grande y pesado para ella. Aamu entra en un edificio y el vestíbulo se ilumina brevemente. Su silueta se destaca tras el cristal.

El móvil interrumpe sus pensamientos. Supone que es el comisario, que aún quiere hacerle preguntas sobre Sylvie, pero una voz de mujer se presenta como inspectora Lejeune.

—Nos han surgido nuevas preguntas, Monsieur Harris, hemos de hablar con usted.

A él le desagrada la manera en que pronuncia Harris, sin la «H».

19

Son las siete de la tarde. Camille sabe que se ha retrasado mucho, pero no pudo llegar antes: junto con Christian, se dedicó a reunir la información más importante acerca de la ingeniería genética y sus peligros. Y de camino encima se perdió, tomó por una calle demasiado temprano y acabó en una unidireccional. Al final, encontró el camino y un sitio para aparcar su coche color zarzamora.

Ahora, tratando de recuperar el aliento, se encuentra ante este neurólogo, el doctor Ogilvy, que tras decirle unas palabras hunde las manos en los bolsillos de su bata blanca. Camille lo mira fijamente, asimilando lo que acaba de decirle: que el ataque de apoplejía no ha sido muy grave, que con los ejercicios recuperará la movilidad del brazo derecho, que ha vuelto a salvarse por los pelos. Pero tras una pausa, añadió que había algo más.

Es lo que hacen los ginecólogos cuando durante un examen descubren un bulto en un pecho, así que se queda esperando que pronuncie la palabra «cáncer». Pero en cambio el doctor dice:

—Se trata de Parkinson.

Camille sabe lo que eso significa: que el estado empeora de un modo continuo o repentino; rigidez muscular, temblores, movimientos más lentos; y al final, parálisis.

—¿No ha notado que estaba deprimido, o que sufría temblores? —Le parece oír un tono de reproche en la pregunta.

—No nos vemos con mucha frecuencia. —No quiere justificarse, pero en ese momento se siente culpable.

—Por motivos que desconocemos, mueren células del cerebro medio, las que generan el transmisor denominado dopamina, y eso provoca una considerable ralentización de la actividad nerviosa. —Ogilvy se quita las gafas y las limpia con una toallita que coge del dispensador.

—Es hereditario, ¿verdad? —Nunca se ha informado sobre el Parkinson, no tenía motivos para hacerlo.

—Puedo tranquilizarla al respecto. —Ogilvy sonríe con aire paternalista sin dejar de limpiar las gafas—. La forma hereditaria es poco frecuente. Un setenta y cinco por ciento de los casos de Parkinson son idiopáticos. —Y le lanza una indulgente sonrisa de médico—. Significa que la causa aún no ha sido descubierta. Según las últimas investigaciones, se produce una excesiva liberación de cierta proteína y este exceso de a-sinucleína impide el procesamiento de una secuencia proteínica en una proteína correctamente plegada —añade, encogiéndose de hombros—. El cuerpo humano es un sistema cuyo equilibrio es delicado. Una perturbación causa un desequilibrio en otro lugar... —Vuelve a sonreír, una combinación de disculpa y valentía—. Hoy en día, en Francia hay unos novecientos mil pacientes que requieren cuidados debido a enfermedades neurológicas. En 2020 serán más de dos millones.

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