La siembra (34 page)

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Authors: Fran Ray

La sangre brota de la cabeza como de una fuente, el cuerpo se desploma hacia atrás, la cabeza golpea contra la pared y lenta, muy lentamente, el cuerpo se desliza hacia abajo dejando un rastro sangriento en la pared.

Inmóvil y en silencio.

—Dios mío... —susurra una voz.

Entonces ve a Camille que se pone de pie lentamente, con los ojos muy abiertos y la boca formando un grito mudo. Comprende que lo ha visto todo. Casi hubiera sido la siguiente víctima. Se aferra a la cómoda, pálida y temblorosa.

Ethan reconoce al hombre, el rostro cuadrado, la nariz ancha, el pelo rubio oscuro. Ya no recuerda el color de los ojos, pero son castaños y su mirada se pierde en el vacío. Esta vez no lleva una bata blanca de médico sino un chubasquero azul oscuro, un pantalón del mismo color y zapatillas Reebok negras. Podría ser un empleado de banco o del metro, casado, con dos hijos... no, ésa no es la imagen de un asesino.

Algo le pesa en la mano: la pistola; la había olvidado. Quiere dejarla caer pero su mano se niega a soltarla, no quiere volver a soltarla jamás.

—Debe de haber entrado por la terraza —dice, y comprende que es un comentario absurdo, pero oír su propia voz lo devuelve a la realidad, la mano se afloja y vuelve a remeter la SIG Sauer en el cinturón.

Ella sólo asiente con la cabeza. Dirige una mirada espantada a la pared manchada de sangre, al cadáver. «Sencillamente apretó el gatillo.» La bala impactó en la cabeza, se abrió paso a través de los delgados huesos de la frente o del paladar y se hundió en la masa encefálica.

Ethan recupera el control, cada respiración le provoca un dolor insoportable en el pecho, la cabeza ya no pertenece al cuerpo.

—Debemos largarnos —dice, y se pasa la mano por la boca; ve la sangre en el dorso pero no ha perdido ningún diente. Una voz interior le dice que compruebe quién es el agresor, así que hurga en los bolsillos del chubasquero; el derecho está vacío, pero en el izquierdo hay un móvil y un permiso de conducir.

Goran Zefarovias

Crna Gora/_pía ¥opa

Montenegro

Montenegro. Corrupción, contrabando de armas, tabaco y personas... y asesinatos por encargo de la mafia. Asesinatos de periodistas críticos con el gobierno, de policías, de investigadores... Datos almacenados en su cerebro durante años.

—¿A qué espera? —Ethan limpia el permiso de conducir, lo vuelve a meter en el bolsillo, coge el móvil y se cuelga el bolso del hombro.

Ella no se ha movido.

—No podemos dejarlo ahí tendido... —balbucea.

Él la coge de la mano y la arrastra hasta la puerta.

El ascensor desciende, alejándolo cada vez más de su vida anterior. Casi se sorprende de que el pequeño coche color zarzamora siga aparcado al otro lado de la calle. Es como si el mundo hubiera cambiado: todo es más frío, más gris... y más indiferente. Un vacío —que acaba por ocuparlo todo— se extiende por su interior. «Tienes que llamar a la policía», dice la voz de su conciencia, pero necesita una ventaja. El hombre está muerto, y mañana también lo estará. Puede que de todos modos la policía acuda a su apartamento tras haberse largado del hospital. Su sangre fría lo desconcierta. No, lo asusta. En el móvil de su agresor busca el último número al que llamó. También es un móvil: 916636756. Llama, alguien atiende, pero nadie dice «Hola» ni «Diga». Nada. Cuelga. ¿Sería el que le dio el encargo de matar a Ethan?

Camille pone el coche en marcha y choca dos veces contra el coche de atrás, pero ahora eso le da igual. Siente náuseas y un temblor le recorre todo el cuerpo.

—Lo ha hecho muy bien, de verdad —intenta animar al escritor.

Pero Ethan está como ausente, sumido en sus pensamientos. O quizá se encuentra en estado de shock.

—Bien, ¿y ahora qué piensa hacer? —le pregunta cuando se detienen ante un semáforo en rojo.

—Teníamos un trato.

La típica respuesta en tono frío que esperaba de él.

—Sí, antes de que le disparara a ese hombre.

—Era el mismo que quiso asesinarme en la clínica —contesta Ethan con calma.

—No tenía ningún arma.

—Me hubiera arrojado desde el balcón y hubieran afirmado que se trataba de un suicidio.

—Por lo visto tiene respuesta para todo. —«¡Es increíble! ¡Sigue mirando por la ventanilla como si fuera un turista! Tengo ganas de detener el coche y arrojarlo a la calle»—. Que quede claro lo siguiente —dice, y frena abruptamente ante el siguiente semáforo en rojo. Al menos ahora se digna mirarla—. No me venga con ésas si quiere que trabajemos juntos. —Nota que, en efecto, él tiene ojos azules.

—Olvida algo, Madame Vernet: la que quería trabajar conmigo fue usted. Usted acudió a mí —replica él, y señala al frente—. El semáforo.

«¡Madame Vernet!» Pone la primera y arranca: él tiene razón, aunque eso la fastidie.

—De acuerdo. Con una condición.

—¿Pone una condición?

—Ajá. Porque acabo de salvarlo.

—¿Salvarme?

—Sí, ahora mismo está sentado en mi coche.

Él vuelve a mirar por la ventanilla, como si se hubiera vuelto insensible.

—¿Qué condición?

—Que nunca más vuelva a llamarme
madame
Vernet y...

—Dijo que se trataba de una única condición.

«Vale, pero podría sonreír, ¿no?», piensa ella.

—¡Dios mío, usted es peor que un contable! Llamará a la policía e informará de que en su apartamento hay un cadáver. Fue en defensa propia. —No quiere seguir pensando en ello.

—Como no tenía un arma, me resultará difícil demostrarles que quería asesinarme —objeta Ethan.

—Le disparó con la de él. Y después decidió ponerse a salvo. Nos creerán. ¡Soy una testigo presencial! ¿Tiene un abogado?

—Sí.

—Pues llámelo y explíquele lo ocurrido.

Él no deja de mirar por la ventanilla, como si todo eso no le incumbiera, como si otro acabara de matar a alguien de un disparo. Entonces se vuelve.

—¿Adónde vamos?

—A la redacción.

—No quisiera involucrar a nadie más.

—¡Pues lo ha logrado estupendamente! —Camille habla en el mismo tono de polemista que su hermana o su padre. «¡Mi padre! Dios mío, pero si pensaba llamar mientras la empleada de los servicios asistenciales aún estaba en su casa!»

—¡Alto! —ordena él.

Ella se asusta.

—No vaya a la redacción. Vamos al bufete de mi abogado.

—Así que ha decidido...

—Él ha guardado algo para mí —dice Ethan sacudiendo la cabeza—. Lléveme allí, ¿de acuerdo? —añade.

—¿Acaso no íbamos a trabajar juntos?

—Usted quería un reportaje.

—Creí que usted sería diferente.

—¿Diferente?

—Sí, más comprensivo.

—Me ha conocido demasiado tarde —contesta Ethan, y vuelve a mirar por la ventanilla.

3

El coche de Camille ya no está. Ethan mira calle arriba y calle abajo y al final descubre el pequeño coche color zarzamora en la acera de enfrente. Al cruzar la calle advierte que Camille no está al volante y piensa: «¿La han cogido? ¿Tuvo que escapar o quizá cambió de opinión?» El cañón de la SIG Sauer le presiona el hueso sacro y no sabe si debería tranquilizarlo. Mira por encima del hombro para ver si alguien lo ha seguido o lo está observando. ¿Quizás el calvo de traje gris que aparece por detrás de ese BMW blanco?

Avanza unos pasos, se detiene y toma por una calle lateral. Entonces oye un claxon, se vuelve y ve a Camille haciéndole señas detrás del parabrisas de su coche.

—¡Me temía lo peor! Maldita sea. ¿Por qué aparcó en otro lugar? —le grita al subir.

—Ha estado con su abogado durante horas y yo había aparcado delante de un vado. —Pone el coche en marcha y arranca—. He echado una cabezada en el asiento de atrás. ¿Le ha dicho que hay un cadáver en su apartamento?

—Sí.

—¿Por fin ha comprendido que es un objetivo? —le espetó Chéron—. No sé si puedo asumir la responsabilidad de dejar que se marche.

—Soy responsable de mis actos —fue la respuesta de Ethan, y luego le pidió los documentos y la llave de la caja fuerte.

Sylvie había visitado a Chéron la primera semana de febrero para asegurarse de que la herencia de su padre estaba resuelta.

—¿Por qué diablos no me dejó una nota? —le preguntó Ethan al abogado.

—Tal vez porque no tuvo tiempo, Monsieur Harris —contestó Chéron.

Un millón y medio. Todavía no comprende que Sylvie se lo hubiera callado, a menos que planeara emprender una vida nueva. Sin él. Pero ¿qué pensaba hacer con el bebé? La red de conclusiones e hipótesis se vuelve cada vez más densa y confusa.

«¡Basta ya!»

Algo le impide hablarle a Camille del legado de Sylvie, lo considera una traición. Seguro que Sylvie no quería que él...

—Creí que teníamos un trato. —Camille lo contempla arqueando las cejas.

Él no logra desprenderse de la sensación de haber sido engañado. No quiere cuestionar los ocho años... pero lo hace. Titubea, y después mete la mano en el bolsillo de la chaqueta.

—¿Una llave? —dice Camille en tono sorprendido.

—De una caja fuerte del P. A. Greenfield Bank de Gibraltar.

—¿Gibraltar? Desde allí se hacen negocios
off-shore,
¿verdad?

Él aún no ha reflexionado al respecto.

—Una caja fuerte, ¿y su mujer no le dijo nada al respecto?

—¡Pues no! —exclama. Sus preguntas lo enervan, y aún más que le meta el dedo en la llaga. «Tampoco me dijo nada del bebé», quiere añadir, pero no lo hace.

—¡Usted no tarda nada en ponerse a cien! Primero le dispara a alguien y...

—¡Deje de hablar de ello!

—Vale, vale —dice ella, y lanza un suspiro.

Ethan mira por la ventanilla, clava la vista en las luces rojas de los coches, en las farolas que acaban de encenderse. No debería haber confiado en esa mujer, debería habérselas arreglado por su cuenta. Jugar en equipo no es lo suyo, se le da fatal. Es un luchador solitario. «Somos luchadores solitarios —había dicho Sylvie una noche, agotada tras una pelea que duró horas—. Por eso no nos abrimos a los demás.» «Y por eso nos amamos», añadió él, y ella le cogió la mano y se la apretó. Y después lo besó.

Un Peugeot blanco que se adelanta obliga a Camille a pisar el freno.

—¿Qué cree que contiene la caja fuerte?

«¿Fajos de billetes? ¿Joyas de la familia? ¿Una confesión? Todo es posible.» Sylvie lo ha ofendido profundamente.

—¿Había dejado de hablar con ella? —insiste Camille, y hace sonar el claxon, furiosa porque un joven atraviesa la calle delante del coche. Este se gira y le hace un gesto grosero—. ¡Imbécil!

Por algún motivo, verla furiosa le hace bien. «A lo mejor no es una periodista arrogante que pretende utilizarme para afianzar su carrera.»

Ella nota que él se ha relajado un poco.

—¡Sí, claro, haga causa común con ese cretino! —exclama, y pisa el freno. El cinturón de seguridad se tensa.

—¿Por qué frena? —No hay ningún semáforo rojo a la vista, pero ella enfila una calle lateral, aparca y apaga el motor. Se vuelve hacia él y lo mira a los ojos—. Usted no puede tratarme así. Me da igual lo que le haya ocurrido. No tengo ganas de sonsacarle cada migaja de información. Así que, o me muestra sus cartas y formamos un equipo, o —indica la puerta con el mentón— se baja del coche ahora mismo.

Habla en serio, es evidente. Tendrá que compartir información, ideas, planes... A menos que decida seguir por su cuenta. Los mismos personajes vuelven a desfilar: Antonelli, Bohin...

—Y por si lo que le preocupa es mi seguridad, no es su problema, ¿vale?

«¿De verdad es intrépida, o sólo ambiciosa?»

—¿En qué está pensando? —pregunta ella en tono impaciente.

—Usted no ha visto los muertos.

—He visto uno, e incluso estaba allí cuando usted lo mató. Con eso basta, ¿no?

Ethan cede.

—Bien. Si he de ser sincero, ignoro lo que contiene esa caja fuerte. La madre de Sylvie vive en Marbella, a menos de doscientos kilómetros de Gibraltar. Sylvie estaba allí cuando murió su padre y a principios de año volvió a viajar para asistir a la lectura del testamento.

—Entonces, ella sabía lo que hay en la caja fuerte. —Camille ha apoyado ambas manos en el volante y sacude la cabeza—. Me parece incomprensible que no le haya dicho nada, de verdad.

En vez de enfadarse, Ethan señala hacia delante.

—Vamos, por favor.

—¿Adónde?

—¿Acaso lo ha olvidado todo? Íbamos a intercambiar información, necesitamos un ordenador, internet...

Ella pone el coche en marcha y arranca.

4

Ethan ha devorado la primera porción de espagueti con salsa de beicon, ajo, romero y perejil; con la segunda ya se ha moderado.

Camille le recordó que estaba tomando analgésicos, que tenía que comer, aunque él replicó que no tenía apetito. Ella añadió que estaba de suerte, porque disponía de los ingredientes para prepararle un plato.

—Me gusta cocinar —añadió—, pero casi nunca para mí sola. —El sábado pasado, siguiendo un impulso desacostumbrado, había ido de compras al mercado y a la Place Maubert; quería prepararse algo rico y saludable, cuidarse. Un trocito de beicon, unas ramitas de romero y el perejil (un poco marchito pero aún sabroso) era lo único que había sobrevivido en la nevera. Tuvo que arrojar todo lo demás al cubo de la basura.

No obstante, Ethan también quería beber vino de la botella que había descorchado para ella. Camille quería decirle que no hay que mezclar alcohol con analgésicos, pero él le lanzó una mirada decidida y ella comprendió que era una de esas personas que no hacen caso de las recomendaciones de los demás.

Ahora, sentada frente a él en su mesa de comedor y de trabajo, percibiendo el aroma del romero y saboreando el vino español, durante un momento se imagina que son amigos, que tiene una aventura con él... o algo más. ¿Cómo sería vivir con este hombre? Un egoísta, un tipo raro... ¿O quizá no lo es, y sólo es así debido a su desgracia? En su lugar, ¿acaso ella no se mostraría tan cerrada y reservada como él? Ethan aparta el plato vacío y la mira a los ojos. No: él no está pensando en lo mismo que ella, sólo en cómo alcanzar su objetivo lo más rápidamente posible, cómo descubrir al asesino de su mujer, que al parecer es esa Aamu, y por ello está dispuesto a pagar cualquier precio. ¿Cualquiera? «Al igual que tú.»

—No se levante, ya lo haré yo —se apresura a decir cuando él empieza a recoger la mesa. «Te estás poniendo cariñosa, deja que lo haga él.»

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