La siembra (36 page)

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Authors: Fran Ray

8

París

Un disparo sesgado desde abajo, al menos eso es lo que Irene Lejeune reconoce tras un primer vistazo. David está arrodillado junto al cadáver, cuya cabeza ha dejado un rastro de sangre en la pared. Puede que Harris, si es que ha sido él, estuviera tendido en el suelo al disparar. «Defensa propia, probablemente.» Ese maldito australiano, que cree que puede tomarse la justicia por su mano. Con cuántos vengadores semejantes se ha cruzado y cuántos de ellos aún estarían con vida si hubieran confiado en ella y en su trabajo. A menudo se ha preguntado qué haría si alguien asesinara a Roland... o a sus hijos.

—Apuesto a que éste figura en nuestra lista de personas buscadas —dice David, y extrae un permiso de conducir del bolsillo con los dedos enguantados.

Lejeune tiene la sensación de estar cometiendo un error tras otro. ¿Cómo se las arregló Harris para escapar del hospital? Ahora tiene un arma y nadie sabe dónde se encuentra. Los colegas descubrieron el coche de su mujer, aparcado en la calle en que vive Harris. A lo mejor tomó el metro.

—Montenegro —dice David.

—A éstos habría que detenerlos en la frontera —murmura ella, y le da igual lo que opine David. Una sociedad pacífica, feliz y multicultural es menos que una utopía. La palabra «utopía» significa algo que no existe. Pues eso no existe y jamás existirá. Los hombres no quieren al diferente, quieren al que se les asemeja, al que es igual que ellos, al que piensa como ellos y siente lo mismo, al que tiene su mismo aspecto. Comprenderlo le llevó dos años en la policía. Se esforzó hasta la náusea por comprender a los africanos y sus problemas y puntos de vista cuando patrullaba por la Rue Saint-Denis. ¿Por qué se hizo policía? Porque creyó que, mediante un poco de orden, todos podrían convivir pacíficamente, porque eso es lo que creían en su familia. Su padre, el profesor de cultura medieval que desproveía cualquier conflicto de toda emoción, de modo que acabó limitándose a cuestiones prácticas o académicas. La ira, la alegría: a todas les quitaba la pasión. Así dominaba a la familia. Su madre, que reprimió sus emociones a tal punto que acabaron por crecer en su interior como un cáncer, y su hermano, que con sólo cuarenta y tantos años ya se había convertido en un padre de familia seco y fosilizado, un individuo aburrido cuya compañía es incapaz de soportar, ni siquiera durante una hora.

—¿Qué hacemos ahora? —David se pone en pie y se quita los guantes de látex.

Lejeune oye voces en la escalera, los del levantamiento de pruebas han acudido con rapidez. Sin contestar, Lejeune recorre el apartamento. «Un jardín de invierno a guisa de salón, muy bonito.» Un poco demasiado juguetón, para su gusto, «pero... maldita sea, un apartamento amplio y luminoso con terraza ajardinada». A ella también le gustaría, pero el alquiler...

A veces se siente como en una conejera en la Rue d'Alésia. Todo es demasiado pequeño, estrecho, bajo, todos los rincones están repletos de cosas y también todos los cajones de los armarios. No se puede respirar... ni soñar. De todos modos, hace tiempo que no se lo permite.

—Me pregunto quién persigue a Harris. —David está junto a un gomero y un ficus que llegan hasta el techo del salón, y se rasca la cabeza.

—Hacen juego con su camiseta —dice Lejeune señalando los árboles. En la camiseta pone verte vallée. ¿Acaso sigue habiendo algo así? ¿Un valle verde?—. Suena parecido a Edenvalley, ¿verdad?

Ella sabe que lo ofende cada vez que deja de contestar a sus preguntas, y cada vez él procura que no se note. David traga saliva, ella ve su nuez deslizarse arriba y abajo un par de veces, y también se ruboriza, toma aire y le lanza una mirada expectante. «Anda ya, chico, ¿cuánto tiempo más estás dispuesto a tolerar semejante trato?»

—¿Cuál es su problema? ¿Por qué me trata así?

«Le ha llevado bastante tiempo.»

—Si por fin se comportara como un adulto podría tratarlo de otra manera —replica ella, y se encoje de hombros; sabe que ese gesto lo humilla aún más—. Mientras trabajemos en este caso, deje de ponerse esas estúpidas camisetas y no empiece a vomitar cuando vea un poco de sangre. —Entonces se le ocurre algo más—. Y deje de suspirar por un elogio —añade, y pasa junto a él sin rozarlo.

En el pasillo, el teléfono le llama la atención y hace lo que siempre ha hecho cuando encuentra un teléfono en el lugar de los hechos: descuelga y presiona la tecla de rellamada. Aparece un número de varias cifras con el prefijo 0034: España. Lejeune ya ha llamado una vez a España para hablar con la madre de Sylvie.

David permanece en el umbral con las manos apoyadas contra el marco.

—Sé por qué le caigo mal: porque usted es una frustrada total.

—Vaya. —«El pequeño se dispone a devolver el golpe.»

—Porque no está satisfecha con su vida. ¡Porque ha descarrilado! ¡Porque tiene que hurgar en la mugre sin perspectivas de un ascenso!

Ella intenta sonreír con suficiencia, con desdén, pero no resulta convincente. «¿Por qué está tan seguro de que no me ascenderán?», querría preguntarle, pero sólo le lanza una mirada fría.

—Se está pasando, David.

Él no la escucha, sigue hablando, cada vez más enfadado.

—Usted sabe perfectamente que hace tiempo que se merece un ascenso, pero ¿sabe una cosa?, ¡nadie la aprecia!

Ella recurre al sarcasmo para aguantar el tipo.

—Vaya, David, por fin, ya creía que usted se lo tragaba todo. A partir de ahora nos tutearemos. —Pero la sonrisa que acompaña sus palabras parece cortada con un cuchillo—. ¿Qué le parece?

Él no se ha movido. Titubea.

—Prefiero que sigamos tratándonos de usted —dice.

Ella le ha propuesto hacer las paces y él la rechaza. «Idiota. ¡Idiota consumado!»

—Como quiera —dice, encogiéndose de hombros, pero está furiosa—. ¡Y ahora, tenga la amabilidad de mover el culo y apuntar este condenado número!

«¡Y tú, Ethan Harris, tampoco me tomarás el pelo!» Descuelga el teléfono y vuelve a presionar la tecla de rellamada, pero esta vez no cuelga.

—¿Madame Audry? Soy la inspectora Irene Lejeune, de la Comisaría Central de París... Sí, ya hemos hablado en otra ocasión... Dígame, ¿su yerno acaba de llamarla por teléfono?... ¿No?... Lo estamos buscando... No; está en peligro. Le doy mi número y si él la llama, llámeme de inmediato, ¿de acuerdo?

Luego le dice a David que informe a los aeropuertos. No puede cometer otro error, de verdad.

9

Camille se reclina en el asiento de ventanilla y cierra los ojos. Ya no sabe en qué acabará todo esto. Mientras tanto, Véronique Regnard recibe alimentación a través de una sonda y ya no habla con nadie. Los intentos de hablar con ella por teléfono fracasaron. Su padre se sume en la depresión. Esta mañana le hizo una visita de diez minutos, después de despertar a Ethan con una taza de café mientras dormía en su sofá y tras decirle:

—Lo acompañaré.

Lo repitió ante el mostrador de Spanair y él volvió a fingir que no la oía. Sólo cuando le preguntó si había olvidado el trato, negó con la cabeza. «Yo no, pero creí que usted sí.»

Después Ethan casi no le dirigió la palabra y ahora hojea la revista de la aerolínea. Cuatro horas más antes de llegar a Málaga, incluida una escala en Madrid.

Imaginar que Ethan se desprende de la armadura y trata al prójimo con afecto y confianza le resulta difícil. A lo mejor sólo logra hacerlo en sus libros, oculto detrás de sus personajes. Quizá no sea un hombre fuerte, tal como lo consideran los demás. ¿Y si Sylvie también era muy reservada?

—¿Su mujer leía sus libros?

Ethan baja la revista con aire sorprendido.

—Sí, excepto los dos últimos.

—¿Por qué no los leyó? ¿No le gustaban?

—¿Por qué lo pregunta?

«Joder, podría ser un poco más simpático.»

—Siento curiosidad por saber cómo se vive con alguien que le cuenta sus ideas y emociones más profundas al público.

—Escribo ficción.

—Claro. —«Gilipollas.» Él vuelve a alzar la revista. «Miedo a los sentimientos. Sinceridad. Honestidad. Lo normal.» Ella había creído que un autor sería diferente, pero él sólo es una persona... y un hombre.

—Mis libros la desconcertaban —dice Ethan de pronto.

—¿Por qué? —Camille lo observa, sorprendida por ese comentario.

Él se examina las uñas; ella sabe que lo hace para no mirarla a los ojos.

—Porque le revelaban una faceta desconocida de mí, una que la atemorizó. —Sólo ahora alza la vista, esperando que lo comprenda, que asienta con la cabeza, que sonría.

La primera vez que ella presenció una borrachera de su madre también se asustó, aunque su madre no se volvió violenta, sólo exageradamente alegre y excitada, tambaleándose y balbuceando.

—¿Qué faceta es ésa? —sigue preguntando.

Ethan toma aire y desvía la mirada.

—Usted desconoce los abismos que hay en mí.

«¡Como si él fuera el único con derecho a albergar abismos!»

—Olvida que yo estaba presente cuando usted le disparó a ese individuo —le recuerda. «Los rastros de sangre en la pared... la mirada inerte y fija...»

—Es verdad —gruñe Ethan—, lo había olvidado.

«Sólo simula ser un tipo duro, pero no lo es.»

Al notar que le ha apoyado una mano en el brazo, la retira. Un acto reflejo. Nunca lo había tocado.

—Fue en defensa propia... —se oye decir a sí misma.

—¡No tiene por qué embellecer nada —le espeta él—. ¡He perdido de vista a todos los muertos!

La mujer sentada al otro lado del pasillo se ha dado la vuelta.

—¡Dios mío, esta historia es un desastre! —añade, bajando la voz—. ¿Por qué diablos tuvo que involucrarse en ella Sylvie? ¿Acaso no le bastaba con su trabajo en la clínica? Y sí, usted hizo que lo recordara: Sylvie debería haber leído mis libros, nos habríamos tomado tiempo para nosotros... —Se interrumpe y sacude la cabeza—. Usted no tiene la culpa.

Camille le aprieta la mano instintivamente, sin reflexionar, aunque él podría interpretarlo mal. «¿Mal?» Ethan no nota que a ella le gustaría intimar con él.

10

Málaga

Cientos de ojos lo contemplan cuando la puerta que da al vestíbulo se abre automáticamente. La adrenalina acelera los latidos de su corazón y el sudor le empapa la espalda. «No te dejes arrastrar por el pánico. Ahí no hay nadie apuntándote con un arma, nadie que quiera asesinarte, porque nadie sabe que estás aquí.»

Sólo durmió unos minutos en el avión y soñó que Aamu le clavaba un cuchillo en el ojo. Se habría sentido más tranquilo si hubiera podido traer la pistola, pero ésta quedó bajo los cojines del sofá de Camille.

—¿Ethan?

Mathilde, bronceada y teñida de rubio, se aproxima con los brazos tendidos. Nunca se mostró tan afectuosa y él quiere retroceder, pero ella lo abraza y aprieta el rostro contra su pecho... ella, que lo saludaba con dos besos al aire; ella, para quien él siempre fue un autor mediocre que estaba en casa sin hacer nada, mientras su hija se sacrificaba por la humanidad en la clínica.

—¡No logro... concebirlo! —solloza.

El aroma de su perfume y de la laca del cabello lo asfixian y, sin querer, intenta encontrar un parecido con Sylvie, algo que le recuerde a ella, pero Sylvie nunca usó esas colonias dulzonas y orientales, nunca llevó esos colores chillones y tampoco esas pesadas joyas. Y nunca estaba tan bronceada ni era tan pechugona...

Mathilde lo suelta, Ethan le tiende un pañuelo, ella asiente, agradecida, y se seca las lágrimas. Sólo ahora nota sus quemaduras y las vendas en el rostro y el cuello.

—¿Qué le ha pasado? —pregunta, retrocediendo.

—Un accidente. Mis heridas están cicatrizando. —«Salí con vida, a diferencia de Sylvie... o de Marc Bohin, del profesor Hirsch, de Jérôme Frost»—. Le presento a Camille Vernet, es periodista. Me ayuda a encontrar al asesino de Sylvie —añade, y sólo entonces, al ver la expresión horrorizada de Mathilde, se da cuenta de lo que acaba de decir—. Ésta es Mathilde Audry, Camille, la madre de Sylvie —explica, y no deja de percatarse de las miradas escépticas intercambiadas entre ambas mujeres tras cumplir con el ritual del beso en la mejilla.

—Creo que es hora de que nos tratemos de tú, Ethan. Seguro que Sylvie lo hubiera deseado.

¿Que es hora? ¿No es un poco tarde para eso? podría contestar, pero sólo asiente y deposita otro beso en su mejilla.

—Nadie sabe que estoy aquí, ¿verdad? —pregunta, evitando el tuteo.

—No. —Mathilde echa un breve vistazo a derecha e izquierda—. ¿Por qué? ¿Te persiguen?

—No lo parece, ¿verdad? —Ethan se esfuerza por sonreír e ignora el ceño fruncido de Camille. Mathilde lo observa con expresión preocupada, después suspira y se dirige a la salida—. En dos horas estaremos en Gibraltar.

Él cede el paso a Camille y sigue a ambas mujeres hasta el ascensor del párking y el Jaguar de Mathilde. Los padres de Sylvie siempre conducían un Jaguar, recuerda. Éste es un cupé XK azul oscuro. Seguro que cuesta unos ochenta mil euros.

«Sólo piensas en el dinero», había dicho Aamu. Uno piensa en el dinero si siempre ha tenido que trabajar duro para conseguirlo, podría replicar, pero ¿qué significa trabajar duro? Hay personas que se ganan la vida mucho más duramente que él, como antaño cuando hacía trabajos ocasionales y más adelante cuando escribía relatos y novelas policiales breves, y malas novelas de amor.

Antes, por teléfono, le había preguntado a Mathilde si sabía algo de una importante suma de dinero que Vincent le había dejado a Sylvie. No, dijo, sólo sabía de los ciento cincuenta mil euros.

Mathilde abre el maletero. Ethan y Camille depositan el equipaje de mano y luego suben al coche. Camille le cede el asiento delantero. El motor se pone en marcha con una ligera vibración y luego emite un zumbido agradable y regular.

—No logro concebir que Sylvie... —Los brazaletes de oro de Mathilde tintinean como campanitas cuando cambia de marcha.

Yo tampoco, podría decir Ethan, y añadir que aún cree estar en una pesadilla. Apoya la cabeza en el respaldo y suspira. Tiene que permanecer despierto, estar preparado para todo. Para la muerte, que puede acechar en cualquier parte.

El coche enfila la salida a la autopista en dirección a Cádiz y Algeciras. Los cristales ahumados de las ventanillas hacen que el azul del cielo parezca más oscuro. Las palmeras junto a la carretera y las montañas polvorientas y desnudas a derecha e izquierda revelan que se encuentra en una de las regiones más cálidas y secas de Europa. En la autopista de tres carriles Mathilde toma el de la izquierda y, aunque no puede ver el cuentakilómetros, está seguro de que supera la velocidad máxima de ciento veinte por hora en al menos veinte kilómetros.

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