Authors: Fran Ray
—¿Salvarlo? ¿De quién?
—Ni idea. Quieren matarme, y si persisten, en algún momento lo lograrán.
Habla en tono casi indiferente, pero ella intuye que sólo es una fachada. Conoce a esa clase de individuo. Cambia de carril y adelanta al coche de una escuela de conducción. Christian se asombrará al descubrir cuán rápidamente ha logrado sacar a un paciente malherido de la clínica universitaria.
—¿Qué quiere de mí? —pregunta él por fin.
—Hablar.
—¿De qué?
—De Tromsø... y de su mujer, por ejemplo. —Aún tiene algunas dudas, pese a que la información proporcionada por Yvonne Béri en los tres años que hace que se conocen ha sido la correcta en nueve de cada diez casos. La desconcierta el hecho de que, hasta ahora, la prensa no haya mencionado el asesinato de Sylvie Harris. Según Yvonne Béri, para que el asesino no descubra nada acerca de las investigaciones en curso.
Ethan guarda silencio; ella percibe que la observa.
—¿Conocía a Sylvie? —pregunta él por fin.
—No, no personalmente. Pero fue asesinada el mismo día que el profesor Frost. Se conocían; ambos se reunieron en un restaurante el viernes por la noche. —Ahora él tiene que creerle.
—¿Y usted qué papel desempeña en toda esta historia?
—Quiero averiguar la verdad, como usted. —Suena bastante banal... e ingenua, ha de reconocer ante sí misma. Otro semáforo en rojo. Camille frena y él aprovecha para mirarla a los ojos.
—Querrá decir que quiere hacerse famosa, ¿no?
Ella se pregunta si está en lo cierto, si ése es su verdadero motivo. Complacer a su padre, impresionar a Christian, demostrarles a su hermana y su cuñado que no es una periodista mediocre sino una persona muy especial... tan especial como su hermana. Además, quiere averiguar la verdad porque...
—Quiero averiguar la verdad porque la gente tiene derecho a saberla. Ése es mi deber como periodista. —Sí, es cierto. Esas palabras hacen que se sienta sublime. Tiene un deber, una misión que cumplir en nombre del público, de las víctimas, en nombre del...
—¿Y por qué habría de involucrarme en ello?
—Porque dispongo de información que podría serle útil.
—¿Útil? ¿Para qué?
El semáforo sigue en rojo. Las personas que atraviesan el paso de cebra casi han alcanzado la otra acera.
—Me imagino que a usted le interesa averiguar quién asesinó a su mujer.
«Es un farol, pero ¿qué otra cosa fue a hacer a Tromsø?»
Él se aparta.
«Bingo.»
El semáforo se pone verde y ella arranca.
—¿Y por qué no le ofrece su colaboración a la policía?
—En primer lugar, todavía no me la han pedido, y en segundo... digamos que prefiero trabajar con usted. Sus motivos son diferentes a los de ellos, más personales, más poderosos. Juntos podremos encontrar al asesino de su mujer.
Camille percibe que él la escucha, que sus palabras le provocan ideas y sentimientos, que lo afectan. No puede mirarlo porque el tráfico es cada vez más denso; sin embargo, sabe que ha ganado.
—Así que quiere que le cuente mi historia para convertirla en un buen reportaje —dice él.
—Quiero la verdad... y justicia.
—Hagamos un trato —dice él de repente—. Quiero descubrir al asesino de mi mujer y a los instigadores, nada más. Quiero descubrirlos antes de que lo haga la policía.
—Así que...
—Exacto. Usted escribe su reportaje, pero sólo cuando el asesino esté en mis manos.
—¿Y entonces?
—Y entonces, ¿qué?
—¿Qué hará con él?
Ethan desvía la mirada.
—Eso se llama tomarse la justicia por propia mano.
—Me da igual cómo se llame —replica él.
Claro que se lo temió... y en secreto también lo esperó, porque es una historia mejor que la de la policía. Se pregunta dónde acabará. ¿Cooperación? ¿Instigación? ¿Complicidad? ¿Qué acabarán por echarle en cara?
«Sé lo que está pensando: se pregunta si existe algo por lo cual merece la pena pasar diez años en la cárcel. Pero uno no se hace esa pregunta. Hay cosas que uno tiene que hacer, y punto.»
Alberga la esperanza de que las cosas no lleguen hasta ese punto. No: sabe que no llegarán. Podrá intervenir a tiempo. Le vienen a la cabeza los titulares apuntados en su cuaderno... y la cubierta del libro que escribirá sobre este caso. Christian la respetará un poco más, no sólo él... Camille asiente con la cabeza.
—Trato hecho.
—Bien, entonces acompáñeme a casa.
Ella quería ir a la redacción, pero dice:
—Indíqueme el camino.
Siempre le cuesta reconocer en la realidad a las personas que ha visto en la tele, perfectamente peinadas y maquilladas. Pero no cabe duda de que es ella, aunque el cabello rubio está húmedo y despeinado y las mejillas y la nariz rojas de frío. Si el coche de policía no hubiera aparecido, quizá no habría subido al suyo. Ella le será útil, y él a ella. Es verdad que aún no sabe si puede confiar en ella, pero sabe que un buen reportaje requiere un buen desenlace. «Por eso cumplirá con el trato y esperará hasta el final... sea cual sea.»
—¿Puedo hacerle una pregunta?
Camille interrumpe su ensimismamiento. Acelera. Sí, le resultará útil, es impaciente, quiere alcanzar la meta lo antes posible.
—Diga.
—¿Cuál era la relación entre su mujer y Frost?
Bien, puede contestarle sin rodeos.
—Ambos trabajaron juntos en una serie de ensayos para sus respectivos doctorados, los resultados no agradaron a Edenvalley y a raíz de ello cerraron el grifo y el profesor Hirsch y sus doctorandos dejaron de recibir dinero. Ocurrió hace unos años. Volvieron a encontrarse y pasaron la última noche de su vida en un restaurante.
—¿Tenían una avent...?
—¡No! —Su respuesta suena demasiado vehemente y apresurada, pero de momento no puede evitarlo.
—Y usted voló a Tromsø porque quería saber si ese profesor Hirsch sabía algo más acerca del vínculo entre ambos...
—Sí. Pero fue un error.
—¿Se culpa por su muerte? —Ella lo contempla alzando las cejas.
«¿Acaso es algo tan disparatado?»
—Todas las personas con las que he hablado han sido asesinadas.
Alguien cruza la calle delante del coche y Ethan pisa el freno imaginariamente. Ella frena y él siente alivio.
—Pero usted no podía saber que pasaría algo así —dice ella.
—Pero me lo temía.
«Y me sobreestimé a mí mismo», podría añadir.
—Pese a ello, no debe culparse. Usted no puso la bomba, ¿verdad?
—Que yo me culpe no es asunto suyo —le espeta, con más brusquedad de la que quisiera.
—Lo siento, no quise...
—¿Y usted qué sabe de esa historia? —la interrumpe él. No necesita compasión ni disculpas.
Camille aprieta los labios.
—He hecho ciertas investigaciones. Recabé algunos conceptos y nombres. Podríamos revisarlos juntos y usted me dice si ha oído hablar de ellos o si su mujer los mencionó.
«Sí, eso parece sensato.»
Fráncfort
Bastian bosteza. Jodido empleo que te vuelve tonto. Y todo por siete euros la hora, pero tampoco quiere seguir trabajando de cajero, ¡es aún más coñazo! Media hora más dedicada a comprobar la caja y encima sin paga extra. Y si algo no cuadra se gana una bronca. Sería mejor reponer productos, pero los estantes refrigerados también son una mierda: has de meter las manos en el frío y poner los viejos yogures en la parte delantera, los nuevos en la trasera y comprobar la fecha de caducidad. Después de tres horas se quedó completamente tieso debido a la postura gacha, el frío y el estúpido examen de los yogures. Y ahora fideos, arroz, pan indio, guisantes, lentejas... ¿Para eso se esforzó durante diez años en la escuela? ¿Y acaso se supone que ésta es su vida?
Echa un vistazo al reloj: las seis y media, todavía falta hora y media. Una hora y media, una eternidad; a veces le parece que el aburrimiento está a punto de acabar con él. Su corazón deja de latir y se desliza en el Nirvana. Bosteza, no puede dejar de hacerlo, es como una enfermedad. Aparta los paquetes de arroz Basmati, se agacha y coge cuatro paquetes nuevos del carrito, los deposita al fondo del estante, coloca los viejos delante y vuelve a bostezar. Ahora le toca el turno al arroz de grano largo y después al normal. Tres clases diferentes de arroz. Claro que el puesto en la productora cinematográfica se lo dieron a otro, uno con un diploma mejor. Tiene la sensación de haber malogrado su vida, no hay salida. Pero él quería hacer una vida distinta a la de sus padres, quería ver mundo, conducir un coche guay, vivir en una casa guay junto al mar o en un apartamento guay, en Kuala Lumpur o algo así, en cualquier parte menos aquí...
—¡Ven al pasillo tres, Bastian!
Jasmin, la jefa, está de pie al final del pasillo, lleva una bata blanca con una placa con su nombre. Bastian bosteza. Ella no lo nota, porque ya se ha dado la vuelta. Siempre dedicada al trabajo, también cobra más que él. El trabajo la divierte, cualquiera lo notaría. Deja caer los paquetes de arroz de grano largo en la caja y se acerca a Jasmin arrastrando los pies.
—¿Qué pasa?
Ella no sonríe; en realidad nunca sonríe.
—Hace falta alguien más para reponer.
Bastian asiente con la cabeza y arrastra los pies hasta el pasillo siguiente. Ahora tocan cosas para picar delante de la caja tonta, para niños que no almuerzan... Hay que descargar dos carritos llenos de paquetes de patatas fritas y colocarlos en los estantes.
—Retira los de la otra clase, pon los
chips
de Latté —ordena Jasmin, y se dirige a atender el teléfono.
¡Tortilla
chips
! Bastian tiene hambre, hace tres horas bebió un refresco, eso fue todo. Seguro que, por casualidad, un paquete está a punto de caer al suelo y reventar. Bastian vuelve a bostezar. ¡Qué vida ésta...!
Dos horas después se dirige a la estación de metro Südbahnhof con tres paquetes de
chips,
dos de palomitas y dos latas de Coca-Cola. Son las ocho y media de la noche. Bastian bosteza por enésima vez; ha tardado dos horas en ordenar los jodidos
chips.
Media hora más, tres euros con cincuenta céntimos, un chiste. Todo es tan absurdo...
Toma el metro hasta Konstablerwache. Lo único que quiere es ver un DVD para olvidar el día y sentirse demasiado cansado para pensar en el siguiente. Lo mejor sería tumbarse en el sofá y no tener que levantarse nunca. La vida es una mierda. Mañana por la mañana, formación profesional; mañana por la tarde, supermercado, y pasado mañana también. Y Nele no da señales de vida, ni SMS ni nada. Él también ha dejado de escribirle. ¿Por qué dedicarle tiempo a un tipo que ni siquiera dispone de un rato libre?
Aún en el metro, abre el paquete y la lata, apoya el paquete en el regazo, come un
chip
y bebe un sorbo: un
chip,
un sorbo, un
chip,
un sorbo. Lo pone de buen humor, qué más da que las dos viejas sentadas enfrente lo miren: sólo lo envidian porque come
chips.
Ojalá no tenga que esperar horas al metro de la Línea 6 que lo lleva a Kirchplatz.
París
Ethan abre la puerta y retrocede: el apartamento está frío, la calefacción apagada... y algo falta, «Un alma, la vida». Tirita y se pone la bufanda colgada del perchero. Camille lo sigue a lo largo del pasillo, se detiene mientras él abre la puerta del armario y saca la SIG Sauer con los dos cargadores que le vendió Zouzou, de debajo de sus bufandas y las de Sylvie.
—¡Un momento! —la oye decir a sus espaldas—. No quiero tener nada que ver con armas.
—La pistola no es suya. —Se la remete en el cinturón. Es como si en Tromsø también hubieran ardido sus emociones, como si se hubiera convertido en un envoltorio carbonizado...
Coge el gran bolso de cuero marrón de Sylvie del estante superior, guarda la bolsa de H&M con las compras, añade dos pantalones, dos camisas y dos jerséis, y mete un par de zapatos en el bolsillo exterior. En el hotel habrá artículos de tocador. Ayer, el ayudante de Lejeune le informó por teléfono de que su Notebook no estaba en la habitación del hotel de Tromsø. No sabe si creerle. En todo caso, no se fía de Lejeune.
—¿Ha considerado que puede acabar en la cárcel? —pregunta Camille.
Antes le hubiera agradecido que se preocupara por él, ahora se limita a contestar:
—¿Resulta necesario para su reportaje?
—No se trata de eso. —Gracias a los zapatos de tacón es tan alta como él.
—Sí, precisamente se trata de eso. De su reportaje.
Ambos se miran en silencio, hasta que ella dice:
—Y de su venganza, ¿verdad?
El agudo timbrazo lo sobresalta. Decide no abrir la puerta, aunque Camille le lanza una mirada inquisitiva. El timbre no vuelve a sonar; es curioso que alguien abandone tan rápidamente. Ethan aguarda, aguza los oídos y cree oír pasos que se alejan.
—¿Quién era? —susurra ella.
—Ni idea.
Entonces recuerda que debe llamar a Mathilde. Coge el teléfono de la cómoda debajo del espejo y desvía la mirada de ese rostro enrojecido y quemado. Le salta el contestador y deja un mensaje rogándole que lo llame al móvil.
—¿Mathilde es la madre de Sylvie? —pregunta ella.
—Sí. —No tiene por qué darle más explicaciones, al menos de momento.
Camille lo sigue hasta el estudio, donde saca dinero en efectivo del cajón del escritorio. Quinientos euros en billetes de cincuenta que guarda en el bolsillo interior de la chaqueta de pana. Durante un segundo, recuerda los años pasados en ese escritorio, trabajando en el ordenador, escribiendo sus libros. ¿Cuánto tiempo ha pasado? Toda una vida.
Un grito agudo interrumpe sus pensamientos. Se vuelve y ve un brazo que agarra a Camille y la lanza al pasillo. Un instante después, un puñetazo en el pecho lo deja sin aliento, su corazón deja de latir y su cabeza se bambolea. El segundo puñetazo casi le rompe las costillas. Cae al suelo y ve el pie que está a punto de romperle la nariz y pisarle la cabeza con tanta violencia que le partirá el cuello. Logra tomar aire, una chispa que quiere mantenerlo con vida, que moviliza sus últimas reservas... Se arroja a un lado y la patada no da en el blanco. El agresor resbala y cae al suelo. Ethan coge el arma, quita el seguro y aprieta el gatillo.
La detonación es más ruidosa de lo esperado y lo catapulta a un mundo diferente, al mundo mudo del horror.