Authors: Fran Ray
—Véronique Regnard habló del dominio del mundo —comenta Camille.
—Dominar el mundo... —Lucien sacude la cabeza—. Suena a esos chiflados que creen que detrás de cada anuncio publicitario de cerveza se oculta una conspiración. Sin embargo...
—Sin embargo —prosigue Christian—, uno se pregunta qué diablos hace una empresa productora de armamentos en ese grupo, y la Milward-Foundation, ésa estaba...
—... relacionada con el control de la natalidad —lo interrumpe Camille—. Bien, no creo que Véronique Regnard se haya inventado todo eso, las tres columnas, el dominio del mundo, The Project...
—Yo no estaría tan seguro... —Christian se dirige a su escritorio y coge una hoja de una pila de papeles, la dobla a lo largo y se la arroja a Camille—. Supongo que lo pediste tú. Lo siento, sentía curiosidad.
El papel aterriza en el escritorio de Camille, que lo recoge.
La paciente Véronique Regnard, nacida el 23/11/1970, fue ingresada en mi clínica el 23 de enero de 2004 por Laurent Regnard, su marido. Según su declaración, su mujer Véronique se subió a una silla en el balcón con la intención de encaramarse a la barandilla y desde allí «volar» hasta un árbol. El apartamento se encuentra en la sexta planta y, según el marido, el árbol está al menos a treinta metros del edificio.
«Soy un ave, puedo volar», afirma que dijo, y el marido sólo logró sacarla del balcón haciendo uso de la fuerza.
Me dijo que hacía mucho tiempo que su mujer sólo se alimentaba de cereales dietéticos y sólo bebía agua mineral. Por ello ya había estado a punto de morir de hambre, hasta que él la llevó al hospital.
Según el marido, no reaccionó ante el nacimiento de un niño muerto.
Prof. Dr. EMILE MULLER
Junto a la cama de Véronique pensó «frágil como un ave», y ahora vuelve a recordarlo.
—¿Aún consideras que has de creerla? —pregunta Christian.
Camille no le contesta. A lo mejor creer que existe una conspiración resulta muy seductor. Las conspiraciones producen grandes titulares, venden periódicos y te vuelven famoso. «Usted puede mover el mundo, Camille...»
«Dios mío, he de ir a buscar a papá a la clínica», recuerda de repente.
Miércoles 2 de abril, Bali
Nicolas observa como Kim, envuelta en un sarong amarillo brillante, atraviesa —más bien flota por encima— el estrecho sendero del jardín. Nunca ha visto personas tan gráciles como las de aquí. El paraíso... Suspira y se oculta en la sombra proyectada por la columna de la terraza para observar como deposita pequeños cuencos con ofrendas de arroz ante una imagen de Buda, junto a un estanque con nenúfares, y enciende incienso. Es la primera vez en muchos días que ha dormido profundamente, sin pesadillas. Sólo regresaron cuando despertó. Kim, que no lo ve, se agacha para recoger las flores de hibisco marchitas. Nicolas observa las volutas de humo que acarician el rostro sonriente del Buda de piedra y se elevan al límpido cielo matutino. En el horizonte cree distinguir el volcán Gunung Agung, la Gran Montaña, sede de los dioses y punto central del mundo.
Ayer Pierre le contó que la última erupción ocurrió en 1963 y acabó con la vida de dos mil personas. Kim sigue flotando por el sendero de guijarros del jardín hasta el muro bajo cubierto de flores rojas. Sólo ahora reconoce la imagen de piedra gris de la diosa. Kim barre las flores y hojas marchitas con una hoja de palmera, deposita una nueva ofrenda y enciende otra varita de incienso. «¿Por qué le tocó a ella esa terrible enfermedad? ¿Es que no existen bastantes personas ancianas o insatisfechas para quienes la muerte supondría una liberación?» Kim se vuelve y sus miradas se encuentran. Se sobresalta apenas, pero él nota que ella no sabía que la observaba.
—Buenos días, Kim.
—Buenos días.
Ella se aproxima y Nicolas se pregunta si Pierre le ha dicho que se lo ha contado.
—Este lugar es maravilloso.
La sonrisa de Kim es encantadora. Oh, sí, también se puede adorar a una mujer...
—Me alegro que le agrade este lugar.
Está casi seguro de que Pierre no le ha dicho nada, su mirada no expresa tristeza, temor o pena. Ha aprendido a vivir con la enfermedad hasta que llegue el momento de prepararse para la muerte...
—Si pudiera, me quedaría aquí para siempre.
—Eso está en sus manos.
—¿Y de qué viviría? ¿Cómo pagaría el alquiler?
—Siempre hay una solución. Aquí las necesidades no son grandes. —Vuelve a dedicarle su maravillosa sonrisa.
Para seguir viviendo él necesita dinero, sólo ese dinero que otros poseen en abundancia, pero no osa pronunciar esa amarga verdad, no ante ella.
Le devuelve la sonrisa y ella se despide con una leve inclinación de la cabeza. La ve alejarse por el sendero que serpentea entre arbustos en flor.
París
Cada vez que cierra los ojos estalla el infierno en una oleada de fuego que, como un monstruo voraz, lo devora todo. Entonces, cuando ya no puede echar a correr, cuando el humo acre le llena los pulmones, las llamas lo alcanzan; al percibir el olor a pelo y carne abrasada, se incorpora sobresaltado en la cama, y cada vez se sorprende de que esté a oscuras, a excepción de la luz tenue que penetra a través de la ventana y el piloto rojo del televisor en
standby
colgado de la pared. Entonces, pese a los analgésicos, empieza el dolor, que se arrastra a través de su cuerpo como una serpiente, que le clava los incisivos en la carne y emponzoña sus ideas.
Desde el amanecer, Ethan mantiene la vista clavada en el techo y los tubos de neón. No sabe cuántas veces ha empezado a contar las laminillas de las pantallas ni cuántas ha abandonado el intento. En su novela
Noche,
escrita hace dos años, el protagonista está tendido en una cama de hospital, paralizado tras sufrir un accidente de automóvil. Nick Peters, un corredor de bolsa dinámico y exitoso, también mantiene la vista clavada en el techo, rumiando cómo vengarse de su adversario, que primero le ha quitado su fortuna y después la mujer, y al final su integridad física. Cuando puede sentarse en una silla de ruedas, se arma de paciencia y urde un plan: coge un taxi hasta la casa de su enemigo, un constructor, lo mata de un disparo y después se suicida mediante otro disparo. El libro obtuvo un éxito moderado.
Ethan dirige la mirada a la derecha, hacia la mesilla con el despertador: las ocho y media. Los analgésicos lo dejan apático y curiosamente despreocupado. Oye pasos en el pasillo y el chirrido del carrito de la comida o de los medicamentos. El médico de gafas sin montura y mejillas de hámster se lo ha explicado: los tejidos quemados y muertos pueden causar infecciones, son un criadero ideal para bacterias y hongos que luego se abren paso a otras zonas del cuerpo; por eso tuvo que eliminar los tejidos dañados. Y añadió que de momento se olvidara del tema estético y le apoyó la mano en el brazo sano. Es importante que se alimente bien y tome vitaminas. Mientras tanto, la enfermera ha cambiado el gota a gota. Las quemaduras de segundo grado producen llagas y dolores intensos. Y le quedarán cicatrices, en el rostro, el cuello y el brazo. Eso le dijeron el médico —cuyo nombre ignora— y su ayudante. Quiso contestarles que las cicatrices le resultaban indiferentes, pero no lo hizo.
Que no tuviera que permanecer en Tromsø y lo trasladaran a París supuso un alivio. Esta mañana es la primera vez después del accidente que logra pensar con claridad durante un rato y está convencido de que quien se encargó del traslado fue la inspectora Lejeune.
¿En qué se había implicado Sylvie? ¿Dónde obtuvo las semillas? ¿Qué pasa con ese banco de Gibraltar? «¡Maldición, he de llamar a Mathilde!»
Sus pensamientos se arremolinan y lo arrastran a un abismo. Tiene sed, quiere coger el vaso de agua de la mesilla pero ya no puede estirar el brazo izquierdo, volver la cabeza le resulta doloroso, quizá la viga en llamas le golpeó el cuello, girar el torso es una empresa complicada; a veces quiere arrancarse la piel del cuerpo porque lo ciñe, no lo deja respirar, lo asfixia. Tal vez sólo sean las vendas. El agua le sabe mal. Ha tenido suerte, dijo el médico, podría haber sido peor.
Entra la enfermera de dedos largos y fríos, examina el termómetro, le toma el pulso y luego la presión arterial.
—Sus pastillas. —Abre la cajita con su ración diaria y le alcanza el vaso de agua. Tres pastillas que Ethan traga de golpe.
—¿Cuándo puedo volver a casa? —pregunta.
—Aún tardará unos días —contesta ella, sacudiendo la cabeza.
Una vez que se ha marchado, vuelve a clavar la mirada en el techo. Ha de reunir fuerzas para poner en práctica su plan. Debería haber muerto, pero sobrevivió. Quienquiera que sea el que pretende matarlo regresará. Un ruido ante la puerta lo sobresalta. «Todavía no, primero tengo que hacerme con un arma.» Tantea en busca del botón de auxilio.
—¡Muy buenos días!
Lo primero que ve es el pelo rojo de Lejeune. Lleva una gabardina verde oliva con el cinturón tan ajustado que Ethan se pregunta si la deja respirar. En todo caso, prefiere su presencia a la de un asesino. Ella acerca una silla a la cama e incluso sonríe.
—¿Cómo se encuentra?
Él no siente nada, ni ira ni temor, nada. A lo mejor se debe a los analgésicos. Dirige la mirada al techo. En algún momento ella se marchará.
—Vale, ¿qué intenta hacer, señor Harris? ¿Librar una guerra particular? ¿O jugar a los detectives? ¿Por quién se ha tomado? ¿De verdad creyó que podía enfrentarse a esas personas capaces de todo? Lo creía más inteligente, señor Harris. —Su voz parte el silencio como un cuchillo. Él intenta no escucharla, pero no lo logra—. También intentaron incendiar el Instituto Genøk.
Ethan le lanza una mirada. Ella se inclina hacia atrás y cruza los brazos.
—Y el profesor Hirsch está muerto.
«¿Qué pretende decirme? ¿Que yo tengo la culpa? Puede que Hirsch, al igual que Antonelli, formara parte de su lista desde hace tiempo. ¿Quién dijo eso? ¿Aamu? ¡Maldición...!»
—Puesto que se niega a hablar, señor Harris, le informaré de algunas cosas: un explosivo activado por control remoto hizo estallar la casa del profesor Hirsch. La joven con la que usted se encontró varias veces y que lo acompañó a Tromsø, en realidad se llama Xenia Yakovleva y (por si le interesa) a los quince años asesinó a su padre, un astrofísico en paro, y a un vecino. El taxista de Tromsø dijo que los condujo a ambos del aeropuerto al hotel. Aún no ha abandonado Noruega, al menos no en avión ni bajo un nombre conocido por nosotros. ¿Por qué lo acompañaba?
La marea dejó la tabla de surf de Tony en la playa, pero nunca encontraron su cadáver. Fue arrastrado a mar abierto, reblandecido y roído por los peces o devorado por los tiburones, quizás algunos trozos fueran a dar contra la hélice de un barco. Aamu, Xenia, los nombres se confunden, pierden importancia iluminados por una luz brillante: ha estallado un incendio, las llamas arden por doquier...
—¿Ha comprendido mi pregunta, señor Harris?
¿De dónde salió aquel pequeño paquete en la mesa de la casa de Hirsch?, piensa él.
—Su hermano mató al padre... —se oye decir.
—¿Qué?
—Su hermano mató al padre con el atizador y después ambos prendieron fuego a la casa.
—¿Es eso lo que le dijo? Si es así, le diré algo que le interesará.
Ethan ve que le hace un gesto a su ayudante, que permanece de pie en el umbral. Éste apoya un vídeo en el suelo, lo conecta al televisor situado frente a la cama de Ethan, introduce un DVD y coge el mando de la mesilla.
—Póngalo en marcha, David —pide Lejeune.
Se titula
Años solitarios. Una prisión para chicas jóvenes en Siberia:
barracas bajo la nieve, charcos mugrientos en el asfalto agrietado, árboles desnudos al fondo. El orador pronuncia una breve introducción, explica que en dicho establecimiento son internadas chicas de doce a dieciocho años que han cometido delitos: robos, lesiones, asesinatos.
Pasan chicas desfilando como militares. Dormitorios y comedores estilo cuartel. La angustia lo invade y Ethan sabe que está a punto de enterarse de una verdad atroz.
—Avanzaré un poco —dice David. Detiene la película cuando aparece una mujer mayor sentada a un escritorio, frente a una joven.
«¿Y tú qué has hecho?», pregunta la entrevistadora.
La cámara enfoca a la chica: rostro afectado de acné, pelo rojizo. Ojos fascinantes, piensa Ethan, claros como... el hielo.
«Maté a mi padre.» La chica sonríe con timidez.
«¿Por qué?»
«Siempre estaba borracho y nos pegaba.» Sigue sonriendo, ahora con menos timidez.
«¿A quiénes?»
«A mi madre, a mi hermano y a mí.»
«¿Por qué os pegaba?»
«Era físico, pero perdió su empleo y empezó a beber vodka. Lo conseguía por todas partes.»
«¿Y vosotros también bebíais?»
«Sí —sonríe—. Todos bebíamos, a menudo todos estábamos borrachos.»
«¿Estabas enfadada?»
«Sí, muy enfadada. Y...»
«¿Sí?»
«Y los otros no se defendían. Mi madre sólo lloraba y se cubría la cara con las manos cuando él la apaleaba. Y mi hermano era menor que yo.»
Ethan no entiende por qué la chica sonríe.
«Pero tú no eres muy grande.»
«No, pero a veces una se vuelve grande y fuerte.»
«¿Y cómo lo hiciste?»
«Él llegó a casa borracho y a mi madre se le cayó la comida al suelo. Él se enfureció y la golpeó en la cara, el estómago y la espalda, y después le estrelló la cabeza contra la encimera, salpicando sangre y sesos por todas partes. Gregor quería detenerlo mordiéndole la pierna, pero él le pegó una patada y lo arrojó contra el horno.»
«Gregor era tu hermano. ¿Murió?»
«Sí, se golpeó contra el borde del horno y ya no se movió. Mi padre se quedó mirándolo con ojos desorbitados. Entonces cogí el cuchillo grande del cajón de la mesa y me abalancé sobre él por detrás. Se lo clavé en la nuca lo más profundamente que pude. Él gritó e intentó sacudirme, pero no solté el cuchillo. Había sangre por todas partes y yo no dejé de clavarle el cuchillo en el cuello...»
«¿Has matado a alguien más?»
La chica sonríe con timidez y asiente con la cabeza.
«¿A quién?»
«En ese momento apareció un viejo borracho, un amigote de mi padre. Se abalanzó sobre mí, así que le corté la garganta con el mismo cuchillo.»
«Y después te detuvieron.»