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Authors: Fran Ray

La siembra (45 page)

—¿Qué pasa? —pregunta Océane, y se incorpora.

Camille vacila. Un ángulo y un círculo, los reconoce perfectamente.

—The Three Poles.

Océane espera.

—En los años treinta, The Three Poles fomentó The Project para el control de la natalidad... —balbucea Camille. No se lo puede creer.

—Tomó partido por los métodos anticonceptivos y la información —la interrumpe Océane—, ayudó a las mujeres a no quedarse embarazadas en contra de su voluntad...

—... a las afroamericanas —dice Camille, y de repente lo comprende todo—. The Three Poles lleva adelante The Project. El maíz forma parte del programa, su función consiste en esterilizar a los africanos... y matarlos. No, no sólo en África... ¡en todas partes! El maíz también ha de ser enviado a Europa y Afganistán... ¡Edenvalley está bajo la dirección de The Project!

Océane se levanta, se envuelve en un sedoso albornoz negro y Camille siente que su resistencia se desvanece bajo esa mirada poderosa y triunfal.

—Hace cincuenta años que The Project ha dejado de existir, Camille. The Three Poles es una agrupación formada por directivos conscientes de su responsabilidad, que quieren lo mejor para el planeta y para los seres humanos. Nuestra ventaja es la siguiente: no somos elegidos por votación y por ello podemos apoyar medidas impopulares.

—¿Como la muerte mediante la ingestión de maíz tóxico?

—Eso es un disparate, Camille, y tú lo sabes —dice, inclinándose hasta casi rozar con su boca la de Camille—. ¿Crees que te mentiría, después de lo que ha ocurrido entre nosotras?

Esa frase, ese tono retador y al mismo tiempo halagador irrita a la joven y hace que se sienta insegura. Se levanta de la cama y recoge sus prendas. Se pone el sostén y dice en un tono tan tranquilo que incluso se sorprende a sí misma:

—¿De dónde proviene el maíz? ¿Y quién mató a Frost?

—A través de Frost, Nature's Troops se hizo con las semillas de maíz, las hizo elaborar por Agrovit y después las envió con el nombre de Edenvalley.

Camille no sabe qué decir y coge su tanga, que Océane le tiende colgado del índice.

—¿Puedes demostrarlo? —pregunta por fin.

—Eres fuerte, bonita... e inteligente —dice Océane, y le deja el tanga.

—¿Qué significa eso? —El vestido está encima de la mecedora Corbusier. Ya lo ha cogido cuando Océane le apoya un dedo en los labios y dice:

—En el
hapkido,
una técnica de autodefensa coreana, no se bloquean los ataques del adversario sino que, mediante un movimiento circular, se reconduce la energía hacia el enemigo. Eso es lo que Véronique Regnard y Nature's Troops hicieron con Edenvalley.

—¿Nature's Troops...?

Océane asiente.

—Creen poder derrotar a Edenvalley con esas armas. La idea es engañar al público para que tome partido contra Edenvalley. ¡Nature's Troops aboga por regresar a la naturaleza!

Al contemplar a Océane, los sentimientos de Camille se vuelven cada vez más confusos. «¿Qué estoy haciendo aquí? ¿Por qué he dejado que las cosas llegaran hasta este punto?» Se apresura a ponerse el vestido negro, se calza los zapatos y de camino a la puerta recoge el abrigo del sofá.

—¡Espera!

—¿Qué? —dice la joven, disponiéndose a recibir una de las misteriosas respuestas habituales, pero no es así.

—Quieres escribir un buen reportaje, ¿no? —dice la otra con una sonrisa misteriosa y seductora—. El once de abril tendrá lugar la inauguración de Noah's Arch en la isla de Ellesmere. Sólo han invitado a unos pocos periodistas. Allí harán estallar la bomba.

—¿Qué quieres decir?

—Nature's Troops planea un atentado, algo espectacular, y nosotros lo frustraremos, en público. Y tú estarás presente.

«¿Por qué me hace esa promesa?» En ese instante suena su móvil. Es Ethan.

—¿Camille? ¿Dónde demonios estás? ¡Hemos de largarnos de aquí inmediatamente! —jadea.

¿Es que Lejeune lo ha descubierto?

—¿Qué ocurre? —dice ella, procurando parecer relajada.

—Después te lo explico, ¿Dónde estás? ¡Pasaré a recogerte!

Camille vacila. ¿Y si ha sucedido algún imprevisto?

—Estoy en el Quai du Seujet, esquina Pont de la Coulouvrenière. —Antes tomó nota de la dirección—. Te espero abajo.

—Vale. En diez minutos.

Ella cuelga y mira a Océane a los ojos.

—¿Y qué ocurrirá con Ethan Harris? Él no cree que los de Nature's Troops sean los culpables del asesinato de su mujer, sino Edenvalley o la Logia.

Suena el móvil de Océane. Escucha, espera y vuelve a colgar. Lo desliza en el bolsillo del albornoz con un movimiento curiosamente lento.

—¿Estás segura de poder confiar en Ethan Harris? —pregunta.

Él no le ocultó los problemas con Sylvie y tampoco la existencia de la caja fuerte. Y en España le salvó la vida.

—Sí. Estoy segura.

—Entonces también estarás al tanto de la cuenta con un millón y medio de euros en Gibraltar, ¿no?

Es como recibir un puñetazo en el estómago, pero Camille procura disimularlo.

—Sí... desde luego.

—Bien. Vincent Audry, el suegro de Harris, desfalcó el dinero a la Logia. Nos gustaría recuperarlo.

—¿Por qué no se lo dices a Ethan tú misma? —replica Camille.

—Excelente idea —sonríe la otra—. Dile que te acompañe a la isla de Ellesmere.

Camille sólo quiere marcharse, pero no puede dejar de preguntarle lo siguiente:

—¿Qué quieres de mí, Océane?

La sonrisa que ésta le lanza hace que un escalofrío no sólo agradable le recorra la espalda.

—Cuento con tu confianza y tu lealtad, Camille. Ni una palabra sobre esta noche, a nadie. Nada de hacerlo público hasta que nos encontremos en la isla de Ellesmere.

—¿Por qué?

—Tenemos que salvar al mundo —dice Océane, y la besa en la boca.

Aturdida y sin darse la vuelta, Camille sube al ascensor consciente de que Océane la observa. Cuando llega a la planta baja, su móvil vuelve a sonar.

—¿Dónde está Ethan Harris? —ladra Lejeune.

—¿Qué ha sucedido? —pregunta Camille. «Usted debería saberlo, debería haberle contestado.»

—La que hace las preguntas soy yo.

—Ha salido a fumar un cigarrillo. —No se le ocurre nada mejor.

—¿Y usted dónde está? —quiere saber Lejeune.

Camille sólo reflexiona un segundo; al parecer, Lejeune ha perdido de vista a Ethan.

—Él no se ha separado de mí —dice, y añade en tono de confidencia—: Ya me entiende, ¿verdad?

Y sin aguardar la respuesta de la inspectora, cuelga y entonces recuerda las salamandras cuyos cerebros pasaron por el picador de carne. Debe de ser una sensación parecida a ésta...

Quinta parte
1

Lunes 7 de abril, Berlín

Durante todo el día, la capa gris de nubes ha sumido la ciudad en una luminosidad difusa, y ahora, al atardecer, ofrece una larga y vistosa puesta de sol. Stefanie Rademacher intenta olvidar sus preocupaciones, que ya la han acosado todo el día en la oficina de la caja de ahorros y no la dejaron concentrar en su tarea. El martes, cuando Quint despertó en la cama, temblando y bañado en sudor, Bernd dijo que quizá se hubiera constipado.

Al llegar a la estación de Rosa-Luxemburg-Platz, se alegra de que la siguiente, Senefelder Platz, sea la suya. Hoy el olor que despide la gente tras un día de trabajo en las oficinas, las tiendas, los bancos, los merenderos y las tintorerías le resulta casi insoportable... La lista la distrae. A menudo considera que, como contable, en realidad debería utilizar cifras en vez de palabras, pero las cifras la ponen nerviosa, plantean preguntas, quieren ser sumadas, multiplicadas, restadas y divididas, no la dejan tranquila como las palabras, en las que puede tumbarse como en un cálido nido de cojines y mantas.

«Una gripe, de momento hay una que recorre las escuelas de Berlín», dijo el doctor Paulsen, su pediatra, y le recetó antibióticos. Eso fue el miércoles. Cada vez que Quint cae enferma maldice su empleo. Se tomó tres días libres, de miércoles a viernes, pero hoy no pudo, pese a que su hijo tiene gripe. Y cada vez se enfada con Bernd, que en estos casos se niega a quedarse con Quint. «Soy demasiado importante, cielo, y a fin de cuentas mi sueldo es mayor que el tuyo.» Y encima esa sonrisa. «La que quiso tenerlo fuiste tú», añade a veces... y tiene razón.

Lo que no dice es que cualquier día puede perder su empleo en Siemens, pero ambos lo saben.

Es la primera en bajar del metro y se apresura a salir a la superficie. Echa un breve vistazo al resplandor violáceo anaranjado del cielo, el cemento gris, los rostros cansados, y luego vuelve a pensar en Quint y en
frau
Prochnowski, la vecina de la segunda planta a la que ha llamado cuatro veces desde la oficina para saber cómo se encontraba Quint. Prochnowski... esquí... montañas... nieve, asocia, pero no logra olvidar las palabras de Bernd: «¡Estás histérica!» Se lo dijo hace dos años, cuando Quint se fracturó la clavícula haciendo el tonto.

El corto trayecto de la estación de metro a la Kollwitz-Strasse hoy le parece interminable, el sudor le humedece el traje y el abrigo y sus incómodos zapatos le aprietan un poco más.

Frau Prochnowski ha acostado a Quint en su cama y conectado el
babyphone.
El niño pasó la mañana con ella, por la tarde conectó el aparato en su apartamento e iba a verlo cada hora. Stefanie no puede pedirle más a una vecina que, encima, no quiere cobrarle.

—¿Cómo está mi osito? —Stefanie se ha sentado al borde de la cama con cuidado, para no despertarlo, y le acaricia el cabello rubio.

Quint respira agitadamente y tiene el rostro acalorado. Al rozarle la frente, su madre se asusta al comprobar que está muy caliente y vuelve a sentirse culpable. Tendría que haberse quedado en casa, y al diablo con su empleo.

Quint abre los ojos.

—Ya estoy aquí, te pondrás bien osito.

El resplandor febril de su mirada no le gusta. Coge el termómetro que sigue allí, en la mesilla. «Supongo que
frau
Prochnowski se limitó a comprobar la temperatura mediante el método más sencillo.»

—Vamos, osito, te tomaré la temperatura.

El termómetro indica 39,1. Tiene que hacer algo. Sin quitarse el abrigo, coge el móvil y llama al doctor Paulsen. En ese instante oye el ruido de la llave en la cerradura.

—¡Quint tiene más de treinta y nueve! —exclama.

—¡Steffi! ¿Es que no me merezco un beso de bienvenida? —Como siempre, Bernd cuelga la chaqueta y la bufanda de una percha en el armario.

A ella le parece increíble, le gustaría arrojarle la chaqueta al suelo, para que se dé cuenta de que ella está muy preocupada, que tiene miedo de que... «Nunca se quita las prendas tan lentamente, lo hace adrede, para demostrarme que estoy histérica.» Le da el beso, aunque ahora podría iniciar una pelea, pero no hay tiempo. Tiene que ocuparse de Quint.

—¿Fiebre? —Bernd se agacha para quitarse los zapatos.

Y ella permanece ahí de pie, observando cómo se pone las zapatillas Birkenstock.

—Es bueno que tenga fiebre, es una prueba de que el cuerpo se defiende contra los virus.

Gracias a sus dos metros de estatura y sus cien kilos de peso, él siempre ha sido una roca en medio del oleaje, pero ahora a su mujer le parece una barca demasiado pesada y cargada que flota hacia peligrosos rápidos...

—Pero toma antibióticos desde el miércoles, así que los virus ya deberían... —dice.

—Cariño. —Bernd se inclina hacia ella y le coge la cabeza con ambas manos. «Como si fuera una niña, ¡una niña tonta!», piensa ella—. Los antibióticos no afectan a los virus, sólo a las bacterias, en este caso quizá bacterias que se han incorporado a los virus. Es el sistema inmune el que ha de luchar contra los virus.

«Bernd, el ingeniero. Me gustaría decirle que las personas no son máquinas ni microchips.» Él le da un beso en la frente.

—Pero no podemos limitarnos a... a esperar.

Él suspira y avanza con paso pesado. «No hagas ruido», quiere decirle ella, pero sería inútil. «No tienes por qué tratarlo con guantes de terciopelo», diría Bernd.

—Qué, colega, ¿demasiada tele? —Bernd le pega un coscorrón al niño de ocho años.

—¿Es que te has vuelto loco? —Stefanie está a punto de abalanzarse sobre él, y sólo logra refrenarse en el último instante—. Le duele la cabeza, estaba mareado, no puedes...

—No te pongas así, quizá no tiene ganas de ir a la escuela, ¿verdad, colega?

Quint hace una mueca. Stefanie sabe que está a punto de echarse a llorar.

—Por favor, Bernd, ¿no ves que está enfermo?

—¡Es un chico, Stefanie! Puede aguantar un poco de dolor de cabeza, ¿no? Oye, colega, una vez tu papá tuvo una conmoción cerebral, ¿y sabes por qué? Por jugar al fútbol. Chocó contra un contrario, pero —añade, y levanta ambos pulgares, un gesto que Steffi detesta— metí el gol.

Stefanie se aparta. Hace un tiempo que con frecuencia se pregunta cómo hará para aguantar los años venideros junto a Bernd.

—Podría darle paracetamol —piensa en voz alta.

—Vale, mujer, si te parece realmente necesario.

En el botiquín del baño encuentra una caja medio llena. Cuando le da un comprimido a su hijo, Bernd se marcha. Ella se queda sentada junto a Quint, escuchando su respiración. Y en efecto, respira más tranquilo y pronto se queda dormido.

Un escalofrío le recorre el cuerpo. Parió este niño maravilloso hace ocho años y después todo cambió. Tras el parto, sintió que estaba en medio de la vida, que formaba parte de ésta, del mundo. Le acaricia la frente con suavidad: está menos caliente y también la mejilla izquierda. ¡Cuán delicada y cálida es la piel! Sus labios apenas le rozan el cabello, teme despertarlo. Después sale de la habitación y deja la puerta entreabierta.

Pasa junto a Bernd, que está sentado en el sofá mirando la tele. Stefanie se dirige a la cocina, mete los platos en el lavavajillas, introduce una tableta de detergente y lo pone en marcha. Se queda apoyada en la encimera con la vista clavada en los azulejos de la pared. Desde el miércoles, tres compañeros de clase se han quedado en casa debido a dolores de cabeza y una sensación de debilidad general. La madre de Karl afirmaba que se trata de la ola de gripe que ha llegado a Berlín. No habló con la madre de Julia, pero el padre de Fiona pensaba ir al médico al día siguiente, porque Fiona se había caído varias veces. «Como si sus piernas se hubieran convertido en gelatina.»

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