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Authors: Fran Ray

La siembra (48 page)

—Oye, Camille, me encantaría creer que es así, pero Océane Rousseau no es el tipo de persona que mantiene aventuras amorosas sentimentales.

—¿Cómo sabes que...?

—¡Porque conozco a esa clase de gente! —la interrumpe él—. ¡Te manipulan, te utilizan y después te arrojan a la basura! —Ha vuelto a cogerla del brazo.

—¿Cuál es tu posición en esta historia? —Su mirada la perfora.

—Soy periodista —responde fríamente.

Ethan sacude la cabeza y la suelta.

—Vale, comprendo. Rousseau te prometió un superreportaje.

Ella se aparta.

—Cuelga todo en la página de inicio —dice él.

—¿Qué?

—Es la única manera de hacerlo público y emprender algo contra Edenvalley.

—Pero...

—Todo lo que ha sucedido hasta ahora está vinculado, Camille.

Ella quiere objetar, pero él sigue hablando.

—Se trata de lo siguiente: al parecer, han sembrado un tipo de maíz que durante los ensayos con animales demostró tener efectos mortíferos. El doctor Frost sospechó que se trataba de un tipo desarrollado por una conocida empresa agroquímica. Frost fue asesinado de un modo brutal. Puede que no se trate de ocultar un escándalo increíble sino de mucho más: de controlar nuestros alimentos, nuestra reproducción y nuestra libertad.

»¿Quién se oculta tras The Three Poles? ¿Quién detrás de NT, el trust financiero que acaba de construir el búnker de semillas más moderno del mundo? ¿Cuál es la auténtica finalidad de dicho búnker?

Ella reflexiona. El reportaje levantará una polvareda, causará controversia... y
Tout Menti!
y ella, Camille Vernet, estarán en boca de todos. Sí...

—Bien. Hagámoslo, pero de forma satírica. No quiero que me denuncien por calumnias. Y volaré a la isla de Ellesmere.

—Y yo te acompañaré —dice Ethan—. Quiero enfrentarme a esa mujer que hizo asesinar a Sylvie.

—No sabes si ha sido ella —protesta Camille—. ¿Por qué haría algo así, si lo que quiere es salvar el mundo?

Ethan coge su chaqueta.

—He de hacer las maletas.

Poco después, la puerta del apartamento se cierra y ella oye como sus pasos se alejan.

«Has de ocuparte de tu padre», dice su voz interior. «Lo que me faltaba...»

8

Ginebra

La doctora Rousseau está junto a la ventana de la cuarta y última planta del edificio de administración y recorre el complejo funcional y austero de Edenvalley Europa con la mirada. Ocupa un terreno amplio junto a la Route de Pré-Bois en Vernier, a pocos kilómetros del centro de la ciudad. Las cuatro plantas del edificio en forma de L albergan despachos, tres cafeterías y una modesta sala de
fitness,
que ella insistió que se instalara. En el otro bloque, rectangular y también de cuatro plantas, conectado al primero a través de una pasarela aérea acristalada, sólo hay laboratorios. Recuerda que la nave destinada a la producción, situada en la cara que da a la calle, fue agrandada en un tercio hace sólo tres años, como medida necesaria dado el interés cada vez mayor por las semillas de Edenvalley en los mercados mundiales. Y Ginebra sólo es uno de los treinta emplazamientos de todo el mundo. Edenvalley encabeza el mercado mundial en cuanto a la producción de semillas y emplea a trece mil trabajadores.

Hace siete años que ocupa el cargo de vicedirectora. Vice, pese a que es mucho más inteligente que él. Se vuelve y lo contempla, a él, al director que lleva el nombre de un actor de cine. Es un tipo ridículo y sin embargo es el director, porque la Logia da preferencia a los hombres. «Muy sencillo. Y muy arcaico.»

—El año que viene hemos de renovar esta sala —dice el director. Ha ocupado su sitio en la cabecera de la ovalada y lustrosa mesa de caoba. Una pequeña reunión, dijo James, puesto que Bob y Ted tienen cita en la ONU, y puesto que él, James, se encuentra en Ginebra.

—Y colgar un par de cuadros nuevos. ¿A quién promueve el mercado del arte en la actualidad, Ocean? —pregunta, lanzándole una sonrisa desafiante.

Que no se moleste en pronunciar su nombre correctamente siempre la enfada. ¿Acaso es tan difícil decir «Océane»?

—A Sibelius.

—¡Ya! Conozco ese nombre. Una nueva estrella de la galaxia artística berlinesa. ¿O de la vienesa? Recuérdeme qué pinta.

Al principio creyó que sería divertido seguirle el juego, hasta que se dio cuenta de que él no tenía ni idea. Se crió en un aburrido suburbio de Detroit, el padre era un empleado insignificante de la General Motors, la madre dedicaba todo el día a sus cuatro hijos, a limpiar, lavar y cocinar. La única música que conocía era la de la radio y la del grupo de rock duro en el que durante dos años se dedicó a aporrear la guitarra; sólo sabía tocar tres acordes, como solía jactarse cuando estaba de buen humor. En algún momento entró en contacto con las personas adecuadas, las que le allanaron el camino porque podían utilizar a ese individuo joven y dinámico para sus propios fines.

—Paisajes —dice ella, siguiéndole el juego.

—¡Perfecto para Edenvalley! ¡Buena idea, Ocean!

Ella le lanza una breve sonrisa, él le devuelve otra igualmente breve y fría. Todo el mundo sabe que no son amigos y probablemente él la desprecia tanto como ella a él.

Es un maestro en simular que siente un vivo interés por las personas y sus necesidades, y domina el arte de urdir intrigas. Está convencida de que lo conoce mejor que él a ella.

Océane echa un vistazo al reloj y, cuando está a punto de comentar la impuntualidad de los otros dos, se abre la puerta. Bob Redfern entra, lleva unos ceñidos tejanos negros y una camiseta negra con una calavera, y alza la mano con una sonrisa desenvuelta, como si fuera una estrella del rock. Todavía lleva una coleta, su emblema desde hace más de treinta años, época en que inventó un programa de ordenador y creó la base de su actual imperio de software. Océane jamás ha confiado en los hombres que llevan coleta. Bob cambió de bando sin el menor esfuerzo. Debe tenerlo presente para más adelante.

Le sigue Ted Marder: camisa blanca, corbata de motivos multicolores y pantalones oscuros, y aunque el cabello ya no es del color bronce de años atrás, aún lo lleva al rape, como un soldado.

—Una vez más, la sesión de la ONU se prolongó. —Ted saluda primero a James y después a ella con un apretón de manos.

Bob ya se ha acomodado en el otro extremo de la mesa ovalada, con los pies enfundados en unas zapatillas rojas de deporte apoyados en el sillón anexo.

—Deberías colgar un par de cuadros —dice.

—¡Acabo de decírselo a Ocean, Bob! —James sonríe como un colegial.

Percibe un salario de tres millones de euros, quizá la misma suma que Bob Redfern gasta todos los meses en el mantenimiento de sus casas, sus apartamentos y su pista de aterrizaje incluido el avión, piensa Océane al sentarse junto a él en el lado alargado de la mesa, frente a Ted, que en el cuello de la camisa ostenta un distintivo con las barras y las estrellas.

—Bien, James, habéis perdido el control —dice Bob sin más prolegómenos; la sonrisa ha desaparecido.

James inspira, golpea la mesa con ambas palmas, las contempla un instante y alza la vista.

—Hablemos sin rodeos: Elodie no pudo hacerlo. Milward ya lo sabe. Os diré lo que pasa. Las bases de nuestro proyecto DRMA fueron sentadas en Johanesburgo. Edenvalley no sólo dominaría el mercado, sino que también ejercería el control sobre la cantidad de alimentos, el precio y la distribución mundial.

—Correcto. Forma parte de nuestro programa —confirma Bob, y se rasca la arrugada mejilla.

—Exacto. Brainstorm invirtió y tú también, Ted, a través de Eastman Black. Que la tecnología Terminator cause esterilidad entre los consumidores nos importa bastante poco a todos, ¿verdad? No es necesario que os diga lo que significa desde el punto de vista de la política demográfica, ¿no?

Se pone de pie, camina de un lado a otro y luego se detiene detrás de su sillón, como si éste fuera un escudo.

—Muy pocos están al tanto —prosigue James—. Pero entonces alguien se entrometió, ese profesor Frost. Hasta hace tres años era uno de nuestros colegas y participó en el desarrollo del maíz DR de un modo considerable. Las pruebas (ignoramos cómo se hizo con ellas) surgen de un campo de experimentación en Uganda, como entretanto hemos averiguado. Ese maíz DR incorporaba una albúmina desconocida. Frost descubrió un prion mal plegado. Se generó durante la primera fase del desarrollo, creímos que lo habíamos eliminado, pero resulta que no es así. Debe de haberse generado en uno de nuestros laboratorios o durante la producción. Según todos los indicios, es el responsable de la muerte de las ratas. No podemos descartar que... —vacila un instante— que las personas que consuman dicho tipo de maíz también... se vean afectadas.

Se hace el silencio. Luego Bob Redfern quita las zapatillas rojas del sillón y se inclina hacia delante, dispuesto a atacar. Océane nota que James traga saliva.

—¿Acaso he de suponer —dice Bob en tono de amenaza— que habéis cometido un error? No sólo he invertido millones en el asunto, también he involucrado a Brainstorm, y si eso se hace público...

James alza los brazos a la defensiva y vuelve a tomar asiento.

—Hemos tomado medidas de precaución. Frost fue eliminado. La policía sigue una pista equivocada y los que quizá sabían algo han sido eliminados uno tras otro. Por favor, Ocean...

La necesita, como siempre en semejantes situaciones. ¡Dios mío, cuánto lo desprecia!

—Bob —dice ella—, sabemos que siempre puede ocurrir un error en la producción. Nos lo confirman los científicos, lo predican nuestros adversarios. Y seguro que Ted sabe que también ocurre en sus fábricas. —Sonríe.

Ted no asiente, la contempla con expresión pétrea.

—¿Y los controles? ¿Fracasaron? —Bob sacude la cabeza—. ¿Quién era el responsable?

—Depende de la fase de producción en que el error... —tercia James.

—¿Quién era el responsable aquí, en Europa? —pregunta Bob, golpeando la mesa con el índice como si quisiera agujerearla.

James le lanza una mirada expectante a Océane.

—El doctor Imberger.

—¿Imberger? —James frunce el ceño—. Pero si ése...

—Sí, sufrió un trágico accidente de coche, hace seis meses —asiente ella.

Bob le lanza una rápida mirada.

—¿Y en nuestra fábrica de Atlanta? —pregunta James; su voz ha perdido fuerza.

—El doctor Murakami. Él... murió cuando se lanzó en paracaídas —dice Océane.

—Pero Imberger tenía un suplente... —recuerda James.

—Schnitzler —indica ella.

—Dios mío —James se lleva la mano a la frente—, ése sufrió una caída mientras escalaba en los Dolomitas, ¿verdad?

—Un probable suicidio. Después averiguamos que sufría depresiones.

Un nuevo silencio.

—¡Es evidente que se trata de un sabotaje! —La mirada de Ted taladra a James—. ¿No lo advertiste, James?

—Por favor, Ted —interviene Océane—, Schnitzler estaba realmente deprimido. El coche de Imberger fue embestido por un camionero borracho y Murakami, ¡santo cielo!, lanzarse en paracaídas es peligroso. Por lo demás, disponemos de otros cuatro lugares de producción. Allí todo sigue igual que antes, no hay muertos ni accidentes. De veras, Ted, sólo fueron unas circunstancias desafortunadas.

Bob juguetea con el colgante de su cadena de oro.

—¿Podemos recuperar el maíz?

—¡Imposible! —exclama James—. De momento, hay más de cuatrocientos contenedores con semillas DR en alta mar. Por no hablar del que ya está creciendo en alguna parte. Si algo de esto se hace público, no sólo podemos dar por perdidos siete años de trabajos de desarrollo y varios billones de euros. Edenvalley estaría acabado. La tecnología Terminator estaría acabada. ¡Esos abogados usureros nos pedirían miles de millones!

Contempla a Bob y Ted con energía renovada.

—Entonces todo saldría a la luz. Sería un MAP, un máximo accidente previsible... no sólo para Edenvalley, también para Brainstorm y Eastman Black, y para nuestro trust del agua, y para nuestras...

—Entendido —dice Bob, alzando la mano.

—... acciones —concluye James.

—Cállate, James. —Bob sigue apretando el colgante como si fuera un amuleto que le proporciona poderes mágicos—. ¿Y qué sugieres, James? —dice, se reclina y cruza los brazos detrás de la cabeza.

—Ocean ha... —James la mira—. Nuestras sugerencias...

—El hecho es que allí fuera —dice Océane, rescatándolo— miles de periodistas, ecologistas y consumidores aguardan el momento adecuado para atacarnos. Hemos de impedir que cualquier información pública resulte creíble.

—¿Así que sugieres que lancemos una desinformación concreta? —pregunta Ted.

—Sí. Enviaremos e-mails a todos los periódicos y revistas científicas importantes, pero también a los diarios y semanarios. Hasta ahora, dicha estrategia siempre ha funcionado. Disponemos de varios periodistas que envían noticias e información a las agencias de noticias importantes. La biografía de dichos periodistas es un amaño, puesto que no existen. Además, nuestros enemigos primero han de publicar pruebas fidedignas, e incluso en ese caso podemos presentarlas como falsas y después les endilgaremos cientos de demandas exigiéndoles indemnizaciones astronómicas. Eso acobarda a la mayoría. Además, disponemos de contactos en la EFSA y en la Food and Drug Administration estadounidense, Ian Popper siempre se mostró muy dispuesto a ayudarnos.

—En efecto —asiente James—, y además podríamos crear un herbicida que sólo acabe con esa clase de maíz. Y después podemos venderlo como herbicida Terminator para mutaciones no deseadas. ¿El titular?: «¡Mantenemos limpia su cosecha!»

—¿Y qué pasa con las muertes que podrían ocurrir? —pregunta Bob. Al parecer, lo sugerido no lo impresiona demasiado—. Quizás algunas personas mueran debido a una enfermedad causada por los priones.

—Sí, quizá, Bob, pero no lo sabemos. Si ocurriera, podemos recurrir a diversas explicaciones; por ejemplo, un nuevo efecto del sida. Si ocurriera en África, todos se lo creerían. —James sonríe, de pronto vuelve a sentirse seguro ya que urdir intrigas es su terreno.

—Pero las semillas no sólo van camino de África, ¿verdad? —pregunta Ted.

—No. Pero, caramba, somos creativos, ¿no? —James hace lo que se le da mejor: vender—. Llamémoslo una nueva gripe aviar, una nueva enfermedad de las vacas locas, una gripe porcina, una enfermedad autoinmune... Adana, nuestra empresa filial, inmediatamente desarrollará un nuevo medicamento. ¡Y tú, Ted, en vez de bombas podrás arrojar nuestras semillas a los jodidos iraquíes! Y también a los chinos, pero muy en secreto, ¿eh?

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