Authors: Fran Ray
Viernes 11 de abril, isla Ellesmere
Pesados nubarrones flotan a baja altura. Cuando el
Twin Otter
despega de la pista de Eureka en dirección al fiordo Grise, Camille aferra la mano de Ethan y no la suelta. Ráfagas de viento azotan el bimotor, un Havilland Canada 6 de veinte asientos. A Camille se le humedecen las manos.
Las interminables horas de vuelo y en la sala de espera de Toronto —y ahora en el pequeño avión— han tranquilizado a Ethan. Poco antes de llegar a Toronto incluso consideró volver a empezar. En Canadá, por ejemplo.
—A lo mejor puedes cambiar el mundo —le dice Camille de repente. Hace mucho que no le dirige la palabra, va en su asiento junto a la ventanilla, inmóvil y con los ojos cerrados—. Diciendo la verdad durante la inauguración. Habrá periodistas, podrías comunicarte con millones de personas. Decir que Edenvalley es responsable del BDP, de los asesinatos... de envenenar nuestros alimentos.
Su propuesta suena curiosamente desapasionada, como si por desgracia tuviera el deber de informarle sobre sus derechos.
—Hace tiempo que el mundo lo sabe, pero no cree que sea verdad, Camille. —«Y en cuanto tome la palabra, me detendrán y Océane se librará.» Además, yo jamás he querido salvar al mundo.
—¿Y tu hijo en Australia? ¿Acaso no eres responsable de su vida en este planeta?
—¿Qué sabrás tú de mí y de Steven? —No quiere ponerse sentimental, no quiere decirle que preferiría olvidar esa parte de su vida, porque le causa demasiado dolor, y tampoco que se preocupa por Steven, porque lo dejó en manos de Ruth. «En Sídney, un adolescente puede ir por mal camino con mucha rapidez. Drogas, alcohol, pequeños hurtos... Y una vez pasado por la cárcel, ya se encuentra en medio de un círculo infernal.»
Claro que no quiere que Steven consuma ese maíz... pero Steven y el mundo nunca estuvieron en juego. Se trata de Sylvie, de su propio dolor, de su negligencia, de, ¡ay!, todos los años de vida que le quitaron...
—Sylvie estaba embarazada. —En realidad no quería decírselo, pero se le escapó, precisamente ahora.
Camille se limita a observarlo con expresión horrorizada, como si sólo ahora —demasiado tarde— hubiera comprendido, y murmura que lo siente.
«No es culpa tuya», piensa él, y dice:
—Oye, no intentes convertirme en uno de los buenos, ¿vale? Hago lo que considero correcto, y que te quede claro lo siguiente: no pienso sacrificarme por la humanidad.
—Eres un egoísta.
—¿Por qué no lo haces tú, Camille? ¿Por qué no dices la verdad ante los micrófonos? Te diré por qué: porque tú también eres egoísta y porque también tú esperas que cumplan con algo que te prometieron.
Ella sólo lo mira. Ambos guardan silencio.
En la lengua de los inuit, el fiordo Grise es la «tierra donde el hielo nunca se derrite». Dos largas crestas de montañas próximas entre sí, delante de ellas el mar, y entre aquéllas y éste, un grupo de casas bajas y coloridas. El sol cercano al horizonte proyecta largas sombras. Falta poco para la llegada del día polar, comienza el 24 de abril y acaba el 18 de agosto. Durante ese período, el sol nunca desaparece bajo el horizonte. Ethan se sorprende de haber almacenado esa información tan precisa, que ahora le ayuda a conservar la calma. De todos modos, es como si el frío también hubiera congelado sus sentimientos.
El
Twin Otter
aterriza abruptamente en la pista del fiordo Grise. Al desembarcar, el viento helado les azota el rostro. En el Jeep que conducirá a los periodistas —cinco, además de él y Camille— hasta el búnker de semillas, huele a nieve, gasóleo y... a salami, cuando uno de los periodistas le quita el papel a su bocadillo.
Pese a los gruesos guantes, las manos de Ethan están heladas.
Tras un breve trayecto, se apean del jeep. En las montañas de la izquierda hay un gigantesco pozo de cemento con una puerta de hierro vigilada por cuatro hombres vestidos de negro y armados con ametralladoras. Unos focos deslumbrantes iluminan el espacio situado delante de la puerta, donde el primer ministro canadiense ha empezado a hablar ante numerosos micrófonos. Alrededor de dos docenas de periodistas, envueltos en gruesos abrigos, fotografían y filman.
—Gracias a Noah's Arch, el congelado Jardín del Edén, la isla ha gozado de un importante impulso económico. En los tres años que duraron los trabajos de construcción entró mucho dinero en la caja de la comunidad, se crearon puestos de trabajo, se edificó una pequeña clínica, calles y un edificio de apartamentos —dice el presidente, y su aliento forma una nubecilla blanca—. Estos importantes logros se consiguieron gracias a la inversión económica del trust.
El presidente le cede el lugar al secretario general de la ONU, que informa de la cantidad de dinero aportada por la comunidad mundial, pero precisa que la mayor parte la aportó el trust. Hace un discurso breve y no dice ni una palabra sobre quién se oculta detrás del trust.
Después toma la palabra el presidente del trust, un hombre de rostro anodino, pálido de frío. Él tampoco dice nada acerca de la composición del trust, pero insiste en que el búnker de semillas es muy necesario en estos tiempos inseguros.
Al final habla un representante de los habitantes, los inuit, que dice que se enorgullecen de proporcionarle un hogar al Noah's Arch, aunque las semillas no deberían de estar en un búnker sino en la tierra.
Camille no se aparta de Ethan, pero parece estar pensando en otra cosa. Lo sigue en silencio cuando empieza la visita al búnker. Un túnel de cemento armado de ciento treinta metros de largo. Las pesadas botas del personal de seguridad resuenan contra el suelo, nadie habla, hasta los periodistas han enmudecido ante la santidad marcial de este templo. El presidente del NAT se adelanta, introduce un código en la segunda de las tres puertas de acero, la puerta se abre a un recinto amplio con hileras de estantes de metal que llegan hasta el techo, repletas de cajas metálicas. Una luz brillante ilumina el recinto y se refleja en las cajas y los estantes metálicos. Nadie dice una palabra en medio de esta ordenada pureza. A excepción del zumbido de la ventilación y la iluminación, reina el silencio. Ethan ve que el termómetro junto a la puerta indica -18 °C. Ante los rostros flotan nubecillas de vapor.
Camille no se despega de su lado, pero no lo mira.
Las cajas de metal de los estantes tienen códigos de barras. Ethan tira de una situada a la altura de su cabeza y levanta la tapa: delgadas semillas gris plateadas ocupan diversas casillas. Quizás algún día estas semillas originales dejarán de existir, contaminadas o reemplazadas por semillas manipuladas, piensa Ethan, y desliza unas semillas entre los dedos.
¿Cuánto pagarán los agricultores u otras empresas de semillas por éstas, si no existen en ninguna otra parte excepto en este banco? Tanto Edenvalley como Noah's Arch podrían pedir cualquier suma.
—¡No toque eso! —le ordena uno de los guardias de seguridad envuelto en un mono negro, que de repente aparece a su lado.
Ethan y Camille son los últimos del grupo y aún están en el recinto de los estantes cuando Océane entra. Ethan la estaba esperando. Su traje blanco plateado refleja la luz de los focos del techo como si fuera de acero. Y aunque un gorro blanco de piel cubre su cabello negro, la reconoce de inmediato. Aferra el arma dentro del bolsillo de su chaqueta. Fue fácil montarla en los lavabos delante del búnker.
—Compruebo que no se dejó desanimar por el viaje —comenta Océane, y le sonríe, primero a Ethan y luego a Camille—. ¿No es fantástico? ¡Aquí están archivadas las semillas de todas las plantas cultivadas en nuestro planeta! —dice, trazando un amplio arco con el brazo.
—Si las empresas como Edenvalley no emponzoñaran el planeta, esto no sería necesario —contesta él. Ha ansiado este momento, el momento de enfrentarse a ella.
Camille le lanza una mirada de advertencia. «¡No lo hagas!»
—Creí que usted era más inteligente —dice Océane.
—Muchos también me consideran más pacífico —replica él, provocando la sonrisa burlona de ella.
—Hemos de abandonar el recinto. Las temperaturas deben permanecer constantes —dice, señalando la puerta, y, como quien no quiere la cosa, añade—: Por cierto, Camille...
Ethan empuña la pistola en el bolsillo. ¿A qué está esperando?
—He organizado una entrevista con James Stewart, nuestro director. Está fuera, quiere comentar algo contigo y con Bob Redfern acerca de RED, su estación de televisión. Creo que están buscando una jefa de redacción... —Y le lanza una mirada significativa a la joven.
—Ah, y por favor, llévale esta maleta —añade, y le entrega un maletín de aluminio. Luego se dirige a la puerta.
—Camille... —dice Ethan, pero no sabe cómo seguir, así que la agarra del brazo.
—¿Qué pasa? —pregunta ella en tono impaciente.
—Quédate aquí.
—Prométeme que no le harás daño —murmura Camille—. No eres un asesino, Ethan. No soportarás ir a la cárcel.
—¡Camille! —Ethan le aferra la muñeca—. ¡Es la única oportunidad para cambiar algo! ¡Han clausurado la página web! ¡Has oído las noticias! Nadie cree que Edenvalley esté detrás de todo esto.
—Nada cambiará si matas a Océane —dice ella en voz baja.
—¡Es una de las cabecillas! ¡Fue ella quien le encargó los asesinatos a Aamu! Y quiero saber si también fue quien dio la orden de matar a Sylvie.
Camille no contesta.
—¿Has cambiado de bando, o es que siempre has estado en el de Océane?
Ella sigue sin contestar.
—¿Sabes qué he creído desde un principio? Que necesitas que te admiren y te quieran. Estás dispuesta a todo para conseguirlo. Te dejarías comprar por ello. Yo podría haberte comprado, Camille.
—¿Y por qué no lo has hecho? —Él percibe un brillo en sus ojos.
—¿Qué pasa, Camille? —la llama Océane desde el túnel.
¿Por qué no lo hizo?, vacila él.
—No quería engañarte.
—No, Ethan, nunca has pensado en otra cosa que en tu dolor y tu venganza.
Ella sacude el brazo y él la suelta. La mirada de Camille se endurece, alza el mentón, se gira y sale con el maletín en la mano. Él la sigue con la mirada, sus palabras no dejan de resonar en su cabeza. ¿Acaso podrían haber optado por emprender otro camino? ¿Él y Camille?
Ethan la sigue y, una vez en el exterior, ve como se aproxima a un hombre que lleva un chubasquero anaranjado, la luz de los focos se refleja en el maletín de aluminio. Es James Stewart, el director de Edenvalley, pero ¿por qué Camille le entrega el maletín, y por qué Océane se ha alejado tanto?
De repente se le aparecen imágenes, fragmentos de imágenes y palabras: «Aamu, Tromsø, la explosión, The Three Poles, "ya no puedes impedirlo"... el Círculo Interior se ha hecho con el poder...»
Ethan echa a correr. «Camille sabe demasiado. Su silencio se ha vuelto demasiado caro e inseguro. Un puesto de redactora... ¡Es una trampa!»
—¡Camille! —grita, pero su voz se pierde y ella no se da la vuelta. Las personas que lo rodean se mueven con lentitud y en silencio—. ¡Camille!
Ella tiende la mano derecha para saludar a James Stewart... y en ese instante ve que Océane presiona algo que lleva en la mano.
La maleta estalla, una bola de fuego se eleva al cielo y devora a Camille y al director de Edenvalley.
—¡Camille!
Pero es demasiado tarde.
Descubre a Océane en medio del caos, saca el arma del bolsillo y apunta. «Irás a la cárcel.» Le da igual, de todos modos todo está perdido. Dispara una vez, otra, pero está demasiado lejos. Océane lo mira fijamente, inexpresiva. Ninguno de los guardias de seguridad corre hacia él, nadie ha notado los disparos en medio del alboroto.
Ethan echa a correr hacia Océane, que se vuelve y corre hacia dos motonieves. Ethan tropieza con un herido, pierde segundos preciosos. Ella monta en una moto y arranca a toda velocidad. Él alcanza la segunda moto, la llave está en el contacto, nunca ha conducido un cacharro de éstos pero da igual. Arranca, acelera y la persigue.
Aún tiene cuatro balas en el bolsillo, tiene que volver a cargar el arma. «¿Cómo, maldita sea?» Debe aferrar el volante con ambas manos.
Todavía ve a Océane, una sombra volando por el hielo blanco.
Imagina cuál será el titular: «El director de Edenvalley, víctima de una ecoterrorista demente.» E inmediatamente, el Noah's Arch se convertirá en una zona de alta seguridad, a la que sólo los miembros del trust podrán acceder. Ése es el objetivo del plan: control y poder. Y Océane Rousseau será la próxima directora.
El frío lo envuelve, lo asfixia. Ante él serpentean las huellas de la motonieve y a lo lejos se elevan las afiladas cimas de las montañas contra el cielo azul. Ahora no quiere pensar en Camille.
La distancia se reduce y ya distingue el brillo plateado del cinturón de su traje de nieve. La motonieve de Océane traquetea, quizá se ha quedado sin gasolina. Ethan se detiene, se quita los guantes, carga dos balas en el cañón del arma, vuelve a guardarla en el bolsillo y sigue avanzando.
La motonieve de ella se ha detenido y él observa como procura ponerla en marcha, pero sin lograrlo.
Él avanza con el arma preparada para disparar.
—¡Tendría que haberlo matado antes! —grita ella. Se baja de la moto, con una mano metida en el bolsillo de su traje para la nieve.
Él no sabe si está armada, ahora sólo seis o siete metros los separan.
—¿Por qué también tuvo que morir Camille? —grita.
—Ella hubiera hecho cualquier cosa por su carrera. ¿Acaso confiaría en alguien así?
Ethan se enfurece.
—¡Usted mandó asesinar a Sylvie! —dice, y le apunta con su arma.
—¡No podrá escapar, Ethan! ¡Las fuerzas de seguridad no tardarán en llegar!
«Me da igual.»
—¿Qué tenía que ver Sylvie con ese asunto?
Ella vacila.
—Que su padre cambiara de opinión supuso una auténtica tragedia. Poco antes de morir, muchos caen en la confusión. Debe de haber una explicación fisiológica, quizás una modificación en la actividad cerebral debido a un cambio en la liberación de hormonas... —dice con una sonrisa artificial—. Antaño fue un miembro convencido de The Project. Le confiamos dinero, un millón y medio de euros. No debería haber involucrado a su hija —añade, sacudiendo la cabeza—. Empezó a reunir pruebas en contra de nosotros.
—¿Y por eso tuvo que morir?