La siembra (46 page)

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Authors: Fran Ray

2

Francfort

Algo va mal con su vista. Joder, como si mirara a través de un tubo. Bastian se golpea la frente. «¡Coño!» Ha cerrado las persianas de la habitación, la luz diurna penetra entre las laminillas formando rayas. Siete plantas más abajo resuena el tráfico que recorre la carretera de Ginnheim, y al otro lado de la pared oye a su madre en la cocina. Está vaciando el lavavajillas, siempre lo hace mientras espera que el café acabe de filtrarse.

Es como si su cuerpo hubiera dejado de existir. Sin embargo, no ha bebido ni gota de alcohol, cero, pero desde ayer es como si estuviera borracho. Su cerebro y sus articulaciones se han convertido en gelatina. «¡Eh, concéntrate en tu jodida mano! ¿Por qué tiembla?»

No, no ha tomado ninguna droga, seguro. Los últimos cuatro días ha estado solo, lo único que ha hecho es reponer mercaderías en el condenado supermercado y quedarse sentado en casa delante de la caja tonta.

¿Gripe? A lo mejor es gripe. Agua. Sed.

El tubo a través del cual está mirando se estrecha. El vaso... se le escurre de la mano y se estrella contra el suelo... «¿Dónde estoy?...» Gris... blanco... aire... luz... tú... nada... nada... nada...

—¿Qué pasa, Bastian? —Unos ojos lo miran fijamente. Es Otti, comiendo palomitas.

—Es el jodido empleo. ¡Te... agujerea... el cerebro! —Su voz tiene un sonido extraño, y ¿qué le ocurre a sus ojos? Todo está borroso.

—¡Eh, tío! ¿Qué cerebro? —Carcajada.

¿Quiénes son todos éstos? Le dan miedo. Joder, lo conocen y él no recuerda quiénes son. El del paquete de palomitas es... Otti... Palomitas... cine... A su alrededor se ha formado una envoltura, una envoltura espesa de tejido elástico... Bastian patalea y pega puñetazos... Los brazos y las piernas parecen pertenecerle a otro. Y los ojos... Está metido en un jodido túnel, un túnel de paredes grises... ¿Qué han dicho? Allí, en medio del túnel, ve sus bocas, sus ojos, pero después se convierten en una masa informe. Joder, ¿acaso se habrá metido en un puto videojuego? Intenta aferrarse a algo, pero las paredes del túnel son de ese tejido elástico... Una celda de caucho... Se hunde, sus pies y piernas se hunden cada vez más... Un fango oscuro... cada vez más profundo... Bastian se disuelve... se derrite...

3

Berlín

Stefanie va al salón y se sienta en el sillón junto al sofá. Bernd la ignora. Ella mira el televisor, sin ver nada. Finalmente vuelve a ponerse de pie, no puede evitarlo, se dirige a la habitación del niño y enciende el tenue velador. Quint no se ha movido. Tranquilizada, apaga la luz y vuelve al salón. Es la hora del telediario y por fin logra concentrarse en lo que dice el locutor.

Cuando sale del baño y entra en el dormitorio son las once y media. Bernd ya está roncando, pero Stefanie se detiene en el umbral: tiene que comprobar cómo se encuentra Quint.

Vuelve a encender el velador. Quint no se ha movido, pero algo no va bien. Sólo es una sensación. Le roza el hombro y hace girar el pequeño cuerpo, el niño sigue durmiendo. Lo incorpora, pero su cabeza se ladea hacia atrás, parece haber perdido el control de sus miembros. «Parece un muñeco, ¿acaso está tan agotado? ¡El paracetamol! ¡No debería habérselo dado!»

—Quint, tesoro, ¿qué te pasa? —dice en voz baja, y le palmea la mejilla—. ¡Vamos, Quint, despierta!

El niño parpadea, ella lo palmea con más fuerza.

—¡Vamos, Quint! —Algo va mal.

Quint abre los ojos un momento, pero su mirada se desliza a un lado y pone los ojos en blanco; quiere decir algo, abre la boca pero sólo emite un sonido indefinible. De pronto un estremecimiento sacude el pequeño cuerpo, las manos y los pies se crispan.

—¡Bernd! —Incluso el grito no despierta al niño—. ¡Tenemos que llamar a un médico!

Bernd se asoma a la habitación, tieso y pálido, vestido con el pijama azul, con la vista clavada en el niño que ella sostiene en brazos.

—De acuerdo... —dice, y se vuelve.

Ella lo oye hablar por teléfono.

4

Stefanie sólo suelta un suspiro de alivio cuando han llevado a Quint a la unidad de cuidados intensivos. «En ese sitio tienen un equipamiento médico completo y todo tiene un aspecto muy técnico y limpio, así que hay que confiar.»

La ambulancia se dirigió a la Charité, la clínica infantil; en algún momento Stefanie vio el cartel de «Neurología».

—¿Trastornos de la atención? —pregunta el médico, que parece anoréxico. Están en el pasillo, ante la puerta que conduce a la unidad de cuidados intensivos.

Stefanie tiene que volver a echar un vistazo a la plaquita fijada a la bata blanca, donde aparece el nombre del médico, porque no logra recordarlo. Doctor Feigenwinter.

—¿También trastornos del sueño?

—Sí —reconoce ella, y se siente aún peor. Ha pasado algo por alto, algo que ha estado ahí todo el tiempo. Es una mala madre.

—¿Ha sufrido pesadillas, también de día, algo parecido a alucinaciones?

Stefanie mira a Bernd, de pie junto a ella, mudo. «Todo depende de mí. Sí, yo fui la que quiso tener un hijo.»

—Creí que se debía a la televisión y a los juegos de ordenador... —«¡Mamá, quita los monos, los monos!», gritó una noche desde su habitación, y el jueves, una afligida
frau
Prochnowski le contó que Quint no la reconocía, que sólo la miraba fijamente y... Le parece que había mil indicios de la enfermedad de Quint y que hizo caso omiso de todos. Ha fracasado, fracasado por completo...

Bernd le rodea los hombros con su pesado brazo, la aprieta contra su cuerpo fornido, ella se lo agradece. «Acaba de una vez, maldito doctor Feigenwinter, deja de hurgar en las heridas de mi mujer.»

—Frau
Rademacher —dice el médico, ella coge el pañuelo que le tiende Bernd—, tranquilícese,
frau
Rademacher, estamos haciendo todo lo posible.

¡Podría pegarle un puñetazo a esa benigna sonrisa de médico! «¿Acaso sabe usted lo que significa ver a tu hijo en ese estado?»

—Disponemos de todos los aparatos, de la medicina más moderna.

—Quint es nuestro único... —El nudo en la garganta es demasiado grande, traga saliva pero el médico ya se dispone a despedirse. «¿Por qué Bernd no dice nada, cuando siempre es tan enérgico?» Su Bernd, su Bernd grande y fuerte, lucha por conservar la calma.

—¿Qué podemos hacer...? —dice Bernd por fin, pero la sonrisa profesional del médico lo interrumpe.

—Aún no hemos acabado el examen...

—¿Entonces qué están haciendo desde hace seis horas? —salta Stefanie, la ira vuelve a darle fuerzas.

El doctor sonríe a medias.

—Hace un rato usted mismo dijo que el EEG era significativo. ¿Qué significa eso? ¿Qué le pasa a nuestro hijo? —No está dispuesta a que la despachen así, sin más.

—Los test de laboratorio aún no han concluido. Tengan un poco de paciencia y váyanse a casa. Nosotros nos ocuparemos de todo.

Bernd mira fijamente al médico y de pronto Stefanie teme que algo que ha reprimido durante mucho tiempo, tal vez siempre, surja de su interior: su amor por Quint.

—¡No! —exclama con voz sonora y violenta, ella misma lo nota, incluso el médico anoréxico da un paso atrás—. ¡Me quedo aquí!

El doctor mira a Bernd, que niega con la cabeza.

—Nos quedamos aquí —decide.

Stefanie le aprieta la mano y siente algo que hace mucho tiempo que no sentía: que él la apoya.

Feigenwinter les dedica una sonrisa forzada y se marcha. Stefanie lo sigue con la mirada y de repente una idea espantosa se abre paso en su mente.

—Bernd, ¿por qué ese médico ya conocía todos los síntomas?

Él se inclina hacia ella.

—Me he informado, aquí hay un Neuroscience Research Center.

—¿Un qué?

—Son expertos en enfermedades nerviosas y cerebrales.

—No creerás que tiene afectado el cerebro, ¿verdad? —exclama Stefanie—. ¡Di que no lo crees! ¡Dilo! —Le golpea el pecho con los puños, procura no llorar, no lo logra, le da igual, es imposible que Quint... ¿Qué están haciendo con su hijo? «Dios mío, no permitas que nuestro hijo muera. Señor, ten piedad, sé que no soy digna, perdóname, perdona mi culpa...»

—¡Stefanie! —Bernd le aferra las muñecas, pero ella se zafa.

Él vuelve a agarrarla y ella deja de resistirse.

—Seguro que sólo es un estúpido virus —dice él—, una intoxicación alimentaria, quizá de la cafetería de la escuela...

Ella se derrumba. «Si algo le ocurre a Quint, me suicido.»

5

Martes 8 de abril, Ginebra-París

Ethan aprieta la botella entre las piernas, desenrosca la tapa con la derecha y conduce con la izquierda. Tiene la garganta seca e irritada, le duele la cabeza y es como si sus miembros estuvieran descoordinados. La herida del cuello causada por los dientes de Aamu le escuece. Y también la nuca y las manos, debido a los rasguños que dejaron sus uñas. Tal vez era seropositiva. Siberia, Moscú. Imágenes de alcohólicos y drogadictos deteriorados inundan su cabeza. Ha perdido el norte, nada tiene sentido.

Debe tratar de reflexionar, pero sus pensamientos giran en círculo, como una luna alrededor de su planeta. Tiene que permanecer despierto, si no ocurre ningún imprevisto estarán en París dentro de cinco horas y media.

Fuera, el paisaje pasa bañado por la luz del atardecer: montañas, árboles, vallas protectoras de la autopista. Cuando le dijo a Camille que Aamu había muerto, ella sólo asintió con la cabeza, como si ya lo supiera. O como si ya nada pudiera impresionarla.

—Entonces has alcanzado tu objetivo —dice de pronto, y le lanza una mirada—. Mataste a la asesina de tu mujer. —Habla en tono abatido y ausente.

No, aún no ha alcanzado su objetivo: Aamu sólo cumplía con un encargo.

—¿Dónde estabas? —le pregunta. Ya en la sala de sesiones percibió el perfume desconocido que ahora flota por encima del aroma a cuero en el coche de alquiler. «Dónde diablos ha estado Camille»—. ¿Estabas en casa de...?

—Ahora no —dice ella, haciendo un gesto con la mano.

«Océane Rousseau.»

—¿Qué has hecho en su casa?

—¿No podemos hablar de otra cosa...?

—Oye, ¡creí que trabajábamos juntos! —dice Ethan en tono enfadado.

Ella mantiene la vista clavada en la autopista. Luego se vuelve hacia él abruptamente.

—¿Qué pasa con el millón y medio de euros que hay en Gibraltar?

Ethan se queda desconcertado y entonces lo comprende.

—Ella te lo ha dicho.

Camille no contesta, así que es cierto.

—Océane Rousseau. ¿Cómo lo sabía? —Lo invade la ira—. ¿Cómo, Camille?

—No lo sé.

—Te lo diré: ¡nos hizo seguir! Sabía que estábamos en Gibraltar.

—¡No!

—¡Sí! —grita él—. ¿Y qué hiciste a cambio?

Ella tampoco contesta, vuelve a mirar por la ventanilla.

—¿Qué te ha hecho esa Rousseau? ¿Te folló hasta que perdiste el conocimiento?

—¡Deja de hablarme de ese modo! ¡No tienes ni idea! —le espeta, ruborizada.

—¡Pues entonces explícamelo!

Ella sacude la cabeza y se aparta.

—Hablar contigo es imposible.

«Hablar contigo sí que es imposible. Sylvie, con los brazos apoyados en la cintura. Sylvie, que se aparta. Sylvie, que llora y una vez más no comprendo por qué.»

Las luces traseras de los coches ascienden la montaña como una interminable serpiente roja. Y de repente a Ethan se le ocurre algo increíble, una sospecha inaudita...

—Dime —dice—, poco después de que te llamara por teléfono, ¿sonó el móvil de Océane Rousseau?

Ella lo mira fijamente y él sabe que ha acertado.

Sin embargo, repite alzando la voz:

—¿Sonó su móvil sí o no?

—¡Sí, maldita sea, sí! ¿Por qué me gritas?

Lo sospechaba.

—Camille, Océane Rousseau llamó a Aamu. Su número estaba guardado con el apodo «Mamá». Inmediatamente después de llamarte a ti marqué ese número. ¡Fue ella quien le encargó a Aamu que me matara!

—Eso no puede...

—¡Sí! Y también fue la que envió al asesino de Montenegro. Era el mismo número de teléfono.

—Por teléfono las voces siempre parecen diferentes.

—¡No te engañes, Camille! Escúchame: los de The Project me estaban esperando. Deben de haber visto que accedí a su página web introduciendo la contraseña de Vincent. Todo el asunto de Ginebra era un cebo. —En este momento lo comprende perfectamente.

—Aamu debía matarme allí, y tú, tú debías caer en las redes de Océane.

—¡Hablas igual que Véronique Regnard!

—Y tú, Camille, nos traicionas.

—Tú me has mentido. ¿Por qué no me dijiste nada del dinero?

Esta vez, Ethan guarda silencio.

A partir de Auxerre conduce ella. Durante todo el trayecto, no ha dejado de rumiar la relación entre los hechos. Le parece que se ha convertido en una pieza de un juego cuyas reglas —y cuyo sentido— ignora. La desplazan de un lugar a otro pero no sabe con qué fin.

Pero después vuelve a convencerse de que hace lo único correcto y que no puede comprometerse cien por cien con ninguna de las dos partes. Claro que el hecho de que cada poco vuelve a verse en el apartamento de Océane, en el dormitorio tenuemente iluminado, sobre las sábanas frescas y los cojines suaves acaba por confundirla. No le dijo nada a Ethan, aunque por lo visto él lo sospecha. Le ocultó que Océane es un miembro de la Logia. Una corazonada le dice que ha de seguir el juego, para asegurar que éste alcance su punto álgido. Se desprecia por esa idea, pero después la sensación de libertad —y de poder— aumenta. No le debe nada a nadie, por fin consigue liberarse de la sensación de responsabilidad que la ha maniatado.

«Debes ocuparte de tu padre», le advierte la conocida voz interior. «No es verdad —contesta una voz nueva—. No tengo ninguna obligación. Quiero ese reportaje.»

Son más de las cinco de la mañana cuando toma la salida a la Porte d'Orléans. Conduce a través de París de manera mecánica. El tráfico es escaso, y en la penumbra le parece que todo es un sueño, que nunca estuvo en Ginebra sino en una fiesta y que se excedió un poco con la bebida. Pero esa sensación es engañosa y, tras echarle un vistazo a Ethan, que duerme en el asiento del acompañante, sabe que todo ha ocurrido de verdad.

Toma la Rue du Grenier Saint-Lazare. Puede que en la redacción esté más segura que en su casa, donde es más probable que Lejeune busque a Ethan.

—Esto no me había ocurrido jamás —murmura.

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