Authors: Fran Ray
Ted le lanza una sonrisa forzada. Nunca ha destacado por su sentido del humor, según recuerda Océane.
—Entonces volvemos a tenerlo todo controlado, ¿no? —dice Bob. Una mecha de pelo gris se ha soltado de la coleta; la desliza detrás de la oreja y se pone en pie.
—Pues sí. —James asiente con la cabeza.
—En ese caso, durante un tiempo deberíamos dejar de comer maíz en la guarnición de los bistecs, ¿no?
James ríe, ha recuperado el buen humor.
—Tampoco deberíamos comer bistecs, Bob. —Océane no logra reprimirse.
Bob entorna los ojos; tarda un momento en comprender.
—Claro, esos bichos comen maíz.
James vuelve a sonreír, esta vez con una sonrisa más amplia y confiada que la anterior.
—Nos veremos en la isla de Ellesmere —dice, levantándose—. El Arca tiene un aspecto fantástico, ¿no?
—Vaya. —Bob se lleva la mano a la frente—. Hemos introducido un filtro en el buscador. No es necesario que todos sepan quién financia la NAT, ¿verdad? Permaneceremos en la sombra, como siempre.
Cuando la puerta se cierra detrás de Bob y Ted, James se pone repentinamente serio y se vuelve hacia Océane.
—Dime, Ocean, ¿no te parece que Ted y Bob ya estaban al tanto del asunto de los priones?
—No. ¿Por qué?
—Bob suele mostrarse mucho más agresivo.
—Ha envejecido.
James sacude la cabeza, mira por la ventana y después a la mujer.
—A mí no se me puede marginar, así sin más, Ocean.
—¿Por qué lo dices? —contesta ella, con una sonrisa.
—Quien lo intente debe calibrar los riesgos —replica él, y vuelve a dirigir la mirada a la ventana.
—No sé a qué te refieres, James.
Uganda
El extraño olor que invade su choza lo irrita, ya hay demasiadas cosas que lo han irritado: que Henrik haya desaparecido con el cerebro del chico —o más bien con lo que quedaba de éste—, y el asunto de Sam y... Ha olvidado los nombres de los demás. El idiota de Henrik, que actuó por su propia cuenta.
Ha dejado su bata de médico en el hospital, como siempre. No, el olor no tiene nada que ver con él, esas vaharadas de sudor acre ya flotaban en la habitación.
En cuanto el dolor le perfora el pie sabe que no se ha imaginado el olor, que debería haberse largado de inmediato tras la desaparición de Henrik, y que ahora morirá.
Sin embargo, aparta la manta de un manotazo y se lanza fuera de la cama. Trata de desprender la serpiente que tiene los colmillos clavados en su pie, coge un palo de golf, es una mamba negra... Aún tiene tiempo para pensar: «Dios mío, como mucho, me quedan veinte minutos de vida...»
El dolor se agudiza y quiere gritar, pero algo le presiona la boca, lo arrastra hacia atrás, cae de espaldas y ve unos ojos negros en un rostro negro. «Un asesino a sueldo», piensa mientras sus pulmones tratan de dilatarse en vano. Jadea: es la ponzoña que fluye por sus venas y lo paraliza y le corta la respiración. Sus miembros se agitan, arden y se entumecen. Sabe demasiado.
Y los que saben demasiado deben morir. Los poderosos siempre han procedido del mismo modo. Tres mil euros mensuales extra en su cuenta suiza, en pago por sus informes. Ha sido un tonto, desde el principio sabía que había hecho un pacto con el diablo.
Múnich
«Podría sentirme aliviado», piensa Henrik cuando la puerta del Instituto de Neurología de Groshadern se cierra y vuelve a estar en la calle. El doctor Krämer en persona se encargó de examinar el cerebro de Lukas, o más bien lo que antes lo fue.
Había estudiado todo lo relacionado con la tinción de tejidos: una tinción del conjunto como la realizada mediante una técnica convencional con hematociclina-eosina o la tinción de determinadas estructuras, la tinción de la mielina con LFB-PA/S: Luxol Fast Blue y ácido periódico de Schiff, la tinción de células y mielina mediante la técnica de Klüver-Barrera o la del plateado según Gallays, Gomori o Bielschowsky y finalmente someter todo a una PET, una tomografía por emisión de positrones.
Pero Henrik no se siente aliviado, sino angustiado, deprimido y temeroso. Exceso de fatiga, se dice, y alza la cabeza para inspirar el fresco aire primaveral y contemplar el cielo azul. Quizás así logre mitigar el martirizante dolor de cabeza. Pero al alzar la mirada siente náuseas, las rodillas le flaquean, el suelo se hunde bajo sus pies y su cabeza... ¡Dios mío!, ¿qué pasa con su cabeza? Es como si fuera un globo hinchable, algo que se hincha cada vez más.
«Aunque...» Se prohíbe seguir pensando. Pensar... ¿Es que aún es capaz de pensar? ¿Qué sucede con su cerebro, acaso también se está disolviendo? Henrik se tambalea, tropieza con las personas con que se cruza, ve borrosos los colores de la ropa, sólo manchas de colores, una masa temblorosa que quiere absorberlo...
—¡Eh, cuidado! —Una voz lejana penetra su oído—. ¡Vete a dormir la mona a otra parte, tío!
El cuerpo ya no lo sostiene, se ha convertido en una jaula. No logra articular palabra y cae al suelo. Manchas de colores se inclinan sobre él. Fragmentos de palabras revolotean alrededor de su cabeza; trata de atraparlos pero se deslizan entre sus dedos... ¿Qué, qué quería decir? ¿Hacer? ¿Qué hace aquí? ¿Esto es la muerte? Precipitarse en...
—¡Henrik! —Una voz lo saca de ese abismo oscuro.
¿Dónde está? La luz resplandeciente lo deslumbra, no ve nada, Dios...
—¿Me oye, Henrik? —insiste la voz.
Él asiente con la cabeza, cree hacerlo. Mira en torno, se ha hecho de noche y allá arriba asoma la pálida luna.
Cuatro hombres caminan entre los escasos arbustos detrás de las acacias y las rocas cargando con una figura tendida en una camilla de ramas. Henrik sabe que él es esa figura. «¿Por qué me castigáis? —grita en medio de la oscuridad—. ¡Si he hecho todo lo que me pedisteis!» Pero nadie le contesta.
—¡Henrik, soy el doctor Krämer! ¿Me reconoce?
Krämer...
¿Quién es Krämer? Un rostro en medio de la bruma... ¿Vuelve a estar en África?
París
Hace varios minutos que Lejeune contempla el escrito junto a la vacía taza de café, como si se hubiera caído fuera del tiempo. En el reloj digital encima de la puerta los números de los minutos pasan: 17, 18, 19... 39, 40... Pero no le importa. ¿Qué pasaría si se limitara a quedarse ahí sentada? ¿Puede frenar el tiempo, incluso hacerlo retroceder? El domingo en que se hizo cargo del caso, él reafirmó su decisión. ¿Y si no hubiera estado de servicio? ¿Si ese Frost no hubiera sido asesinado? En ese caso... ¿él no habría tomado esa decisión?
«¿Qué pasará con los niños?», le preguntó. Hijos del divorcio, zarandeados entre el padre y la madre.
—¿Se encuentra mal? —David interrumpe sus cavilaciones.
—No, en absoluto. —Se niega a darle la satisfacción de verla derrumbarse. Se pone de pie y deja la taza junto a la cafetera. Debe mantenerse en movimiento, no debe rumiar. «¡Ni hablar de detener el tiempo! Es imposible...»
—Es evidente que el que pintó esas palabras en la pared de la redacción no es el mismo que quien las pintó en el laboratorio de Frost. —La voz de David todavía le suena remota.
—Aamu, o cómo se llame, también está muerta. —Pero Harris ha vuelto a escapársele de las manos. Una situación más que lamentable. Ella ha descubierto a la asesina de Frost y quizá también a la de Bohin, Lappé y Sylvie Harris. Para sus jefes es suficiente, pero no para ella. Hay que seguir adelante y no aflojar: eso le ha ayudado a aguantar todos estos años—. ¿Qué dicen los colegas de la puerta forzada?
David examina una nota con el ceño fruncido.
—¿Qué pasa? —pregunta ella.
Él alza la vista, pero desvía la mirada. Se está vengando. No contesta de inmediato.
—La puerta sólo fue forzada después.
—¿Qué significa eso?
—Es muy sencillo —dice él—. Supongo que primero alguien abrió con la llave y después manipuló la cerradura para que pareciera forzada.
Ella reflexiona un momento.
—Compruebe las finanzas de ese pasquín.
David asiente.
—¿Espera un informe de
Brain Network?
Proviene de Múnich, de la central del
Brain Network
europeo. De un tal doctor Krämer.
—Sí, sí, léalo de una vez. —Por fin, lo estaba esperando.
—«Estimada Madame Lejeune —lee David—, no quiero hacerle perder el tiempo con detalles científicos. El tejido cerebral enviado por usted...» —David alza la mirada—. ¿Se trata del cerebro de rata del laboratorio del doctor Frost?
Ella asiente y precisa:
—El de la rata apoyada en su cabeza.
David traga saliva y hace una mueca. Sigue leyendo.
—«... indica claramente una patología causada por priones aún desconocida. Le ruego que se ponga en contacto con nosotros lo antes posible, hemos de comentar otros detalles».
—Patología causada por priones... ¿Acaso ese profesor cree que soy una especialista en el tema? —La ignorancia de los científicos ya la irritó en el caso de su padre, que siempre creía que todos sus interlocutores eran tan versados en historia medieval como él.
—Que yo sepa, los priones son albúminas... —dice David.
—¿Que usted sepa? ¡Haga el favor de comprobarlo! —le espeta ella, y él vuelve a aguantarle el tono. Ella lo maltrata. «¡Él no tiene la culpa de que Roland quiera divorciarse, Irene!»
David teclea como un loco.
La singularidad del prion patógeno consiste en que sólo se diferencia del prion que normalmente aparece en el cerebro por su estructura... Se extiende convirtiendo la estructura de los priones normales en la patógena... Generando una especie de basura en las neuronas... El prion suele contagiarse a través de los alimentos o las transfusiones de sangre...
Ella lo sabe desde el escándalo de la encefalopatía espongiforme bovina. Ronald fue presa del pánico porque en aquel entonces —cuando aún era asesor de inversiones— devoraba una hamburguesa por día.
—¡Deme su número de teléfono! —dice, y hace un gesto impaciente.
—¿El de quién? —pregunta David.
—¡Joder, el de ese Krämer!
Logra hablar con él al primer intento.
—Bonjour, inspectrice
Lejeune —dice sorprendentemente en francés—. Estaba a punto de llamarla.
—Y yo me adelanté. Empiece por preguntar usted, profesor, después yo le haré preguntas si es que queda algo por aclarar. —Lejeune constata que, por algún motivo, su voz y su acento le agradan.
—Existe una extraña coherencia —dice Krämer—. Hace un tiempo se produjo una muerte en Hamburgo y ahora otra en África. En ambos casos encontramos el mismo prion.
—¿Y cuál es la explicación?
—De momento no tenemos ninguna. Según sus informes, las ratas no fueron utilizadas para hacer ensayos con respecto a la patología causada por priones, ¿verdad? —pregunta el doctor.
—No. Se trataba de comprobar su resistencia a los antibióticos.
—¿Y quién realizó los ensayos?
—El científico fue asesinado —dice Lejeune.
—Oh...
—Por desgracia, no puedo decirle nada más... —Debe sopesar sus palabras, debe impedir que cunda el pánico a causa de una información no comprobada.
—Comprendo... Bien, estos priones pueden pasar al organismo a través de la sangre o los alimentos. Así que si supiéramos con qué alimentaban las ratas, entonces...
—De momento no lo sabemos. —No puede ponerlo al corriente de la investigación.
—Lo lamento,
inspectrice
Lejeune.
—Gracias, doctor.
Tras colgar, Lejeune mantiene la vista clavada en la pantalla sin ver nada, ensimismada. Si realmente hubieran envenenado los alimentos los efectos serían imprevisibles, y entonces...
—Por cierto... —David carraspea.
—¿Sí?
—Me dijo que comprobara las finanzas de
Tout Menti!
—¿Y?
—La compañía de seguros examinó exhaustivamente el equipo.
—¿Y?
—Parece que hay un par de cosas extrañas.
—Vaya... —«¿Por qué siempre me siento más viva cuando puedo luchar contra el mal?»
Miércoles 9 de abril
—Has visto esa película, ¿no?, en la que un asesino profesional quiere matar al presidente norteamericano. Se enfrenta a Clint Eastwood, que interpreta a un viejo agente del servicio secreto. He olvidado el título, pero el asesino arma una pequeña pistola de plástico para que no la detecten en el control de seguridad.
Zouzou acababa de tenderle dos piezas parecidas a un tubo blanco de plástico. Armas de plástico con partes metálicas.
—Tienes suerte —añadió Zouzou—. He reproducido el arma de esa película. Hay que conectar ambas piezas y pueden efectuarse unos seis disparos como máximo, después la cosa ya no sirve. No salta ningún pitido cuando pasa por un control. —Y a continuación le dijo que se acercara lo más posible al blanco y que un par de días antes hiciera dos disparos, para ensayar.
Pero él no dispone de tiempo para ello.
Ha cogido el metro, como siempre, como si aún viviera su vida anterior. Ahora se encuentra delante de la puerta de su casa.
¿Por qué no se puede hacer retroceder el tiempo, hacer que algo no haya ocurrido?
Ya no soporta permanecer en el apartamento de Camille. A la larga, el papel de huésped le resulta intolerable. Al abrir la puerta se sume en recuerdos sentimentales: la primera vez que visitaron el apartamento, la mudanza... Pero los aparta de su mente, sube las escaleras y, jadeando, alcanza la última planta. Una vez allí, arranca el precinto policial y abre la puerta del apartamento.
Durante unos segundos cree percibir el hálito de la colonia de Sylvie, pero el aroma se desvanece y su mirada se posa en las manchas oscuras del parqué y las salpicaduras de sangre de la pared. Se dirige al armario del pasillo, saca el bolso de viaje rojo de Milán y mete su pantalón de esquí y una abrigada chaqueta de borreguillo, un gorro, guantes y botas de invierno. Guarda las dos partes de la pistola y las balas en diversos lugares del bolso y luego cierra la cremallera.
Efectúa un último recorrido por el apartamento. Las plantas del salón necesitan agua. La azalea se ha secado y en el suelo hay hojas secas. El cerezo de la terraza está pelado. Quiere coger la regadera, llenarla... pero lo deja. Vuelve a entrar y cierra la puerta de la terraza. En la cocina aún perdura el olor a café, hierbas de Provenza y aceite de oliva. La habitación de huéspedes se hubiera convertido en la del niño. En el estante del despacho hay una foto de Sylvie. La quita del marco y la guarda en el bolsillo interior de su chaqueta de esquí. «Te lo prometí, Sylvie, la atraparé; estoy muy cerca...»