Authors: Fran Ray
Desde que Ethan se marchó de Australia no ha vuelto a sostener un arma, pero cuando Zouzou le entregó la SIG Sauer P239, recordó todas aquellas imágenes: la primera vez que le disparó a una serpiente en la granja de sus padres, cuando tenía ocho años. Había penetrado en el gallinero y ya tenía un pollo entre las fauces. Cuando él entró en el establo, alarmado por el cacareo nervioso de las gallinas, el pollo ya estaba paralizado. Corrió al cobertizo, sacó la pistola de la caja de herramientas donde la guardaba su padre, regresó presuroso al gallinero y acabó con la serpiente disparándole un tiro en la cabeza. Ésta salió volando y aterrizó en la arena, muerta, con la cabeza destrozada. El pollo también estaba muerto. Un cuarto de hora después, cuando regresó, su padre le palmeó el hombro con orgullo y su madre le lanzó una mirada curiosa, como si se preguntara si era normal que un chico de ocho años le disparara a una serpiente. Al final, ella se alegró de que optara por vivir en la ciudad.
Pero en aquel entonces, de niño, instante en que apretó el gatillo —y no le apuntaba a una botella como de costumbre—, ayudó a comprender algo, supuso la desaparición de la línea divisoria que lo separaba del mundo.
Muchos años después, a los dieciocho, cuando una noche él y sus amigos surferos deambulaban de un pub de Sídney a otro, un coche de policía frenó delante de ellos haciendo chirriar los neumáticos, dos policías bajaron y desenfundaron las armas, y sólo entonces Ethan y sus amigos vieron al individuo que corría por la calle, sosteniendo un revólver con los brazos estirados y apuntando a los policías.
No apreció lo que ocurrió a continuación —tal vez un movimiento, una idea, una mirada—, sólo los dos disparos tras los cuales el individuo cayó de rodillas y se desplomó. El revólver se deslizó por el asfalto y bajo la cabeza se extendió un charco de sangre de un curioso color lila debido al resplandor de los carteles luminosos de los pubes y
sex shops.
Después los diarios informaron de que no se trataba de un revólver sino de un tubo de metal, y que los policías se equivocaron creyendo ver un arma. El individuo estaba completamente drogado y quería poner fin a su vida de ese modo. Encausaron al agente que había disparado.
Un mes después Tony sufrió el accidente y Ethan se alistó en el ejército, como una especie de expiación por la época en que surfeaba despreocupadamente por encima de las olas...
Mientras Ethan sale del metro y abandona la estación, no deja de tantear en el bolsillo de su chaqueta el frío metal del cañón. No le hubiera servido para proteger a la doctora Antonelli ni a Sylvie, y anoche tampoco a sí mismo. Así que, ¿para qué le servía? Pero entonces recuerda la serpiente.
Al abandonar la tienda de Zouzou le quedó claro: si la doctora Antonelli no le habló a nadie de su cita y no la habían seguido, entonces sólo había una persona que lo sabía: Aamu. Tal vez formara parte de un grupo de ecologistas militantes. ¿Por qué diablos no se le ocurrió antes?
Es la única que disponía de la información. Recuerda dónde vive, porque la acompañó a casa en taxi. Curiosamente, por casualidad se encuentra a sólo dos calles de su casa, así que aprieta el paso con la mano en el bolsillo en que guarda el arma. No está acostumbrado a ir por ahí armado.
El trayecto es más largo de lo que creyó, pero por fin se detiene jadeando ante su casa, un edificio austero, funcional y barato de los años setenta, con nombres junto a los timbres, a diferencia del suyo, donde en el portero electrónico no figura ningún nombre.
¿Cuál es su apellido? No se lo preguntó, pero pese a ello confió en ella. Bien, lo encontrará, ella es finlandesa...
—¿A quién busca?
Ethan se vuelve. Una mujer de tez oscura deposita tres bolsas de plástico en el suelo y saca una llave del bolso. Rezuma un olor a grasa y patatas fritas.
—No sé su apellido. Se llama Aamu, una mujer joven, bastante menuda, que lleva...
—Ah, ésa. Es nueva en el edificio. —Señala uno de los nombres con uno de sus gruesos dedos de color marrón; lleva las uñas pintadas de color rosa claro—. Viitamaa.
—Gracias.
—No hay de qué.
Ethan llama al timbre y, emitiendo un gemido, la mujer recoge los bolsos.
Nadie abre. Antes de que la puerta cristalera se cierre detrás de la mujer con las bolsas, Ethan se cuela en el edificio. Dios mío, ¿acaso pretende irrumpir en su apartamento? ¿Es que el arma ya lo ha cambiado hasta ese punto? Sabe cómo forzar una cerradura, lo ha investigado para uno de sus libros. Ahora podría decirle a Mathilde que de vez en cuando su trabajo sirve para algo. Todavía no la ha llamado.
Remonta la escalera lentamente. Tercera planta, como ponía en la etiqueta junto al timbre. De paso comprueba que todas las cerraduras de las puertas son sencillas. Debería de hacerse con una herramienta...
Cuando llega a la tercera planta ve que hay seis puertas, todas del mismo lado.
En la segunda pone «Viitamaa». Una cerradura normal y por encima una de seguridad, que no logrará abrir. Pero podría pedirle a Zouzou...
Entonces se abre la puerta del ascensor, Ethan se vuelve y se enfrenta al rostro sorprendido de Aamu.
—¿Has venido a verme? —Sonríe.
Él no hubiera sonreído, se hubiera indignado y desconfiaría. ¿Sentido del humor finlandés? ¿Exceso de confianza finlandesa? ¿O talento para simular?
—Ya ves —contesta, sonriendo a su vez—. Pretendía forzar la cerradura y esperarte dentro.
Mientras hurga en el bolso se acerca a él envuelta en su abrigo de lana multicolor: quizás en Helsinki sea el último grito...
—Pasa —dice, y abre la puerta. Está de buen humor, ni rastros de enfado o desconfianza. ¿Actriz consumada o chica de buena fe?
—¿No crees que realmente pretendía forzar la cerradura? —pregunta él en tono un tanto divertido.
—¿Tú? —Aamu sacude la cabeza y sonríe—. No, tú no.
—¿No?
—Pues no —contesta, ladeando la cabeza—. ¿O sí?
—Me lo pensaré. —Ethan se esfuerza por resultar divertido y, al observar como ella cuelga el abrigo de un gancho y se quita las botas para arrojarlas a un rincón, le resulta imposible creer que pudiese tener alguna relación con el asesinato de Antonelli.
Ethan se detiene en el umbral. Lo primero que nota es el olor a lana, a lana húmeda, igual que la última vez cuando su abrigo se mojó. Empieza a relacionar el olor con ella.
De pronto, la chica se vuelve hacia él.
—¿Por qué no me llamaste por teléfono?
¿Sabe que desconfía de ella?
—Opté por hacer lo mismo que tú.
Ella sonríe.
—Quítate el abrigo. Prepararé café.
Es un apartamento de una sola habitación, parecido al de Sarah. Un pasillo estrecho al que da el baño y que desemboca en la sala-dormitorio, sin olvidar la
kitchenette.
Un apartamento de estudiante.
—¿Cómo te fue en Parma? —Aamu vierte agua en el hervidor eléctrico.
Todo es colorido: sofá-cama violeta, cortinas de motivos rojos, moqueta azul. Ethan recuerda un documental sobre los nómadas de Siberia: vivían en tiendas o en chozas sencillas que decoraban con alfombras y cojines multicolores. La única ventana da a un patio trasero gris y estrecho, no a la tundra.
—¿Y bien? —Aamu se gira y lo contempla—. ¿Qué pasa?
—¿Dónde estabas ayer?
La mirada de ella se endurece. No, no se deja intimidar, no así. No sabe que él tiene un arma en el bolsillo, que podría apretarle el cañón contra la sien. En ese caso, ¿seguiría tan tranquila? Aamu aprieta los labios y sonríe.
—¿Qué quieres decir?
Pero él no se deja enredar. Recuerda la escena en el baptisterio, la doctora Antonelli con un agujero en la frente, la bala que casi le da a él. La visita nocturna.
—¿Por qué me miras así? —De repente el rostro de la chica está próximo al suyo, un aroma a menta se mezcla con el de la lana húmeda. Sus ojos color glaciar son estrechos, como de gato.
—La doctora Antonelli fue asesinada de un disparo justo cuando se disponía a decirme algo. —Ethan no le quita la vista de encima, atento a su reacción, buscando descubrir la verdad.
Instantáneamente, ella deja de sonreír y se lleva las manos a la boca.
—Eso es... horrible —musita y arruga la frente—. Pero no comprendo qué tiene que ver conmigo...
Su rostro sigue próximo y Ethan observa las diminutas arrugas que le rodean los ojos, las oscuras pestañas.
—Porque eras la única que sabía dónde y cuándo la doctora Antonelli se encontraría conmigo.
—Pero eso es... —replica en voz casi inaudible.
—¿Qué? —Ahora él también susurra.
—¡Suéltame! —exclama ella y sacude la muñeca. Sólo entonces él nota que la está sujetando, pero no afloja.
—¿Dónde estabas ayer? —vuelve a preguntarle.
—¡Aquí! ¡En la universidad!... ¡Estás loco! —Aamu se debate, quiere zafarse.
—¿Ah, sí? —No, no se zafará tan rápidamente.
—¿Cómo sabes que no seguían a esa Antonelli? ¡A lo mejor aparecía en la lista negra de esos ecologistas chiflados!
Sí, quizá. Pero resulta improbable que le dispararan justo cuando iba a contarle un secreto.
—Y en ese caso, ¿por qué querían matarme a mí también? —Ethan la aferra con mayor fuerza.
—¡Me haces daño! —Lo mira fijamente, le parece increíble que él sea capaz de comportarse así, y entonces nota lo que lleva en el bolsillo—. ¿Qué pretendes? —susurra asustada.
Entonces Ethan comprende que es una situación absurda. Está amenazando a una mujer que sólo le llega al hombro, que lo ha dejado entrar en su apartamento y le está preparando un café, así que la suelta.
—Perdón —murmura—. Lo siento, no sé qué me pasa.
Entonces es ella quien lo coge de la muñeca y lo atrae hacia sí.
—¿Para qué llevas un arma?
—Para matar al asesino de mi mujer.
—¿Sabes utilizarla?
—He ganado un par de concursos de tiro al pichón. —No es un farol, pero no menciona su etapa en el ejército.
—Tiro al pichón. —Aamu arquea las cejas—. ¿Sabes que tu adversario también empuñará un arma? Puede que... ¿Qué te has hecho en el cuello?
—Un corte. —Nota que ella no le cree—. Creí que me lo habías provocado tú. —Ella calla—. ¿Y bien? ¿Has sido tú?
—No —contesta la chica por fin, en tono seco, y se vuelve hacia el hervidor del que hace rato que surge vapor.
Ethan pierde el control. De la situación, de su vida. Todavía no ha llamado a Leon, no le ha dicho nada a Mathilde, debería ocuparse del entierro y en cambio se comporta de manera grotesca. Además, quién sabe, tal vez hubiera forzado la cerradura de aquel apartamento y estaría dispuesto a matar a alguien. ¿Y si se equivocara, al igual que ahora?
—Perdóname —repite, y se dispone a marchar.
—¡Alto! —Aamu corre hasta la puerta y se coloca delante con los brazos extendidos.
—Deja que me marche, Aamu.
—¿Quién te has creído que soy?
—Lo siento, Aamu, ya te lo he dicho.
—Admiraba a tu mujer, Ethan, y quiero que atrapen a su asesino, pero te ruego que confíes en mí —dice, y deja caer los brazos sin despegar la mirada de sus ojos.
—Me marcho.
—¿Qué piensas hacer? —dice ella, y le franquea el paso.
—Ni idea, de verdad.
—Ethan.
—¿Sí? —contesta, junto a la escalera.
—Quiero ayudarte.
—Gracias —dice él, y asiente con la cabeza. De momento es lo único que puede decir.
Está oscureciendo. Ya ha pasado un día más y el asesino de Sylvie aún anda suelto. Ethan mete la mano en el bolsillo de la chaqueta, saca el paquete de cigarrillos y comprende que Lejeune lo ha engañado y que él cayó en su miserable trampa. Aplasta el paquete y lo arroja a la cuneta. De camino al metro llama a Robert a la clínica. Está de guardia y atiende de inmediato.
—¿Cómo estás, Ethan? ¿Puedo ayudarte?
—Quisiera saber si Sylvie... si en vuestra unidad hay una estudiante de medicina en prácticas.
Una pausa. «Se pregunta qué relación guarda la pregunta con la muerte de Sylvie.»
—Siempre hay unas cuantas... Sí, había una, creo que se llamaba Aamu. Un nombre finlandés. Tras la muerte de Sylvie presentó una baja por enfermedad, pero ¿por qué lo preguntas?
—¿Es estudiante de medicina?
—Sí, claro... ¿qué más podría ser?
—Gracias, Robert.
¿Se siente decepcionado, porque creyó que por fin encontraría un indicio, una sospecha? Debería sentirse aliviado.
Una hora después llega a su casa, sube al ascensor y cierra la reja. A través de la puerta acristalada ve que una persona baja las escaleras a toda prisa. Le resulta conocida, el pelo rubio...
—¿Sarah?
Vuelve a abrir la puerta del ascensor.
—¿Eres tú, Sarah?
La mujer se detiene: efectivamente, es Sarah.
—¿Ethan? ¡Dios mío, me has asustado!
Se pasa la mano por el pelo, se ha hecho una coleta y está húmedo. Lleva un abrigo negro y se ha maquillado ojos y boca; tiene un aspecto muy diferente al del domingo.
—¿Venías a verme?
Ella sonríe y mete la mano en el bolsillo del abrigo.
—Decidí traértelo. —De su dedo cuelga un llavero con tres llaves.
—¿Tienes las llaves de nuestro apartamento?
Ella le lanza una mirada sorprendida y él comprende que su pregunta suena un tanto extraña.
—¡Claro! ¿No lo sabías?
—Anoche alguien irrumpió en el apartamento y me amenazó —dice él, soltando un gemido—. Tiene que haber dispuesto de una llave.
—No comprendo...
Entonces se da cuenta de que todavía no le ha dicho que tal vez Sylvie fue asesinada.
—La policía duda de la versión del suicidio.
Sarah se limita a mirarlo fijamente, como preguntándose si ha oído bien. Después se agarra en la barandilla y susurra:
—¿Significa que Sylvie... fue asesinada?
—Sí.
Entonces Sarah suelta una breve carcajada histérica. Se cubre la boca y susurra:
—Pero ¿por qué?
Ethan se encoge de hombros, impotente.
—Sospechan que guarda alguna relación con el asesinato del profesor Frost, un genetista.
—¿Ese crimen tan cruel...? ¡Pero es absurdo! ¿Qué podría tener que ver Sylvie...?
—La policía está investigando.
Sarah lo observa, y de pronto su mirada se vuelve suspicaz.
—Hace un momento creías que anoche...
—Sarah —la tranquiliza—, sólo ha sido una reacción estúpida, un acto reflejo. Claro que no creo que tú...