La siembra (20 page)

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Authors: Fran Ray

Según la doctora Antonelli, el profesor Frost recibía cartas amenazadoras, al parecer enviadas por militantes contra la ingeniería genética, al menos eso indicaba el contenido de las cartas. Al mismo tiempo, el profesor Frost albergaba dudas sobre los organismos genéticamente modificados. Una semana después fue asesinado, y la crueldad del acto encaja con el contenido de las cartas. Nicolas Gombert huye, asesinan a su amigo Bohin, Frost se encuentra con Sylvie, Sylvie es asesinada. Él, Ethan, se encuentra con Antonelli y cuando ella pronuncia la extraña abreviatura, le disparan.

Suena el móvil. Ethan se sobresalta. En la pantalla no aparece ningún número.

—Esta tarde ya lo he intentado, Ethan...

Es Leon.

—Ah, eres tú —suelta con escaso entusiasmo.

—Parece que la opción de filmar una película se convertirá en...

Ethan no presta atención, de pronto le da igual.

—Sylvie... está muerta.

—¿Sylvie...? Estás de broma, ¿eh? —Oye una risita ahogada. Leon nunca reacciona de un modo adecuado—. ¿O...? Pero cómo, qué... —balbucea.

«Ahora no te lo puedo explicar, Leon.»

—Volveré a llamarte, Leon, cuando... —¿cuando se encuentre mejor?, ¿cuando descubra al asesino?— cuando pueda pensar en otra cosa.

—Sí, sí, claro... —Ethan presiona el botón rojo. Sólo entonces ve que le han enviado un SMS.

Es Scott. «¿Cómo estás?»

«¿Qué significa DRMA?», contesta, y en ese mismo instante desea no haberlo hecho: ya han muerto demasiados.

Ha perdido el apetito y apaga el horno. Bebe más vino y por fin se siente lo bastante cansado como para irse a dormir. Enciende el televisor del dormitorio y zapea hasta encontrar un documental sobre leones. Como los humanos no dejan de reducir el espacio vital de las fieras, los leones no encuentran alimento suficiente, por eso se acercan a las aldeas y atacan a niños indefensos, mujeres y ancianos, los arrastran hasta la selva y los devoran. Ethan quiere cambiar de canal, pero algo lo fascina: el modo en que la naturaleza se rebela, cómo intenta recuperar el equilibrio...

Ve un documental sobre focas y después se duerme.

En algún momento se despierta, asustado por el cadáver blanco de Sylvie. Intenta conciliar el sueño pero entonces cree oír un ruido, algo que se arrastra, y se despierta del todo. Trata de ver en la oscuridad, a través de la puerta de la terraza penetra una luz tenue, no ha cerrado las cortinas. Está tendido de lado, de espaldas a la puerta, ha de darse la vuelta y comprobar si alguien ha entrado. Recuerda el año transcurrido en el ejército australiano, la instrucción en la lucha cuerpo a cuerpo, con y sin arma. Taekwondo, karate. Quería castigarse por haber vivido tantos años de manera despreocupada, mientras que Tony moría. Vuelve a recuperar los reflejos, como si hubiera aumentado de frecuencia, como si su olfato, oído y vista se hubieran agudizado.

Querían matarlo en Parma, ahora tienen que hacerlo aquí. Esas ideas lo paralizan, debe dejar de pensar. «Date la vuelta. ¡Ahora!» El movimiento le provoca un dolor intenso, se incorpora presa de la cólera y se abalanza sobre una sombra, pero ésta lo esquiva. Sólo logra aferrar un trozo de tela durante una fracción de segundo antes de que algo lo derribe. Una rodilla o un bate de béisbol se clava en su estómago. Siente un dolor agudo, pero sabe que si se rinde está muerto. Así que se incorpora y, gritando, se lanza contra su adversario, que se zafa. Ethan cae al suelo, logra ponerse en pie y trastabilla hasta la puerta, pero el otro es más rápido y la puerta se cierra. Él vuelve a abrirla y sólo oye pasos que se desvanecen en el hueco de la escalera. Quiere perseguirlo, pero siente un ardor en la garganta, se palpa la herida y un líquido caliente le corre entre los dedos. «Policía, ambulancia...» Debe regresar y coger el móvil... ¿dónde diablos lo dejó? En el dormitorio, sí, en la mesilla. Quiere cogerlo, la lámpara, el despertador y el teléfono caen al suelo. «¡Maldición!» Estira el brazo. «¿Dónde está el condenado interruptor?» Por fin se enciende la luz. Necesita un espejo. Trastabilla hasta el baño y se mira en el espejo: su rostro pálido y por encima... En el espejo alguien ha pintado en letras negras: «No metas las narices.»

Entonces ve la sangre que le mancha la mano y tras retirarla del cuello ve el corte delgado que le atraviesa la nuez, sólo unos centímetros lo separan de la carótida.

No es una pesadilla, es la realidad.

Abre el botiquín, coge un espray cicatrizante que le alivia el dolor lacerante. Después se aplica una tirita: no quiere ver cortes en su cuerpo.

Enciende la luz del salón y la fuente empieza a funcionar. Aquí todo está intacto, no hay nada por el suelo, ni orquídeas arrancadas. ¿Qué diablos quieren? Necesita un plan, y un arma. Hace cuatro años escribió una novela sobre un ladrón de bancos y así conoció a Thierry Hulot, apodado
Zouzou.
Diez minutos después encuentra el número de teléfono y le deja un mensaje. Después empuja la cómoda contra la puerta, aunque está casi seguro de que esta noche no volverán a intentarlo. ¿Por dónde logró colarse su agresor? Mira las cerraduras: intactas. Dios mío, el muy cabrón tiene una llave.

Coge ropa limpia del armario y al ponerse el jersey azul oscuro de cuello alto recuerda a Aamu. ¿Acaso ella...? Se apresura a mirar en la cómoda del pasillo: el llavero con la bola de billar roja y las tres llaves —dos del apartamento, una del portal— sigue ahí. Suspira, se pone los tejanos y los calcetines gruesos, y regresa al salón.

Tiene que urdir un plan. Cuanto antes.

16

Ya es casi la mañana cuando por fin pieza a sentir cansancio, pero sólo duerme unos minutos, no deja de abrir los ojos y el menor ruido lo sobresalta. Poco antes de las siete unos timbrazos insistentes lo arrancan de una duermevela.

Antes de que pueda preguntar quién es a través del portero eléctrico llaman a la puerta del apartamento, tres veces, cuatro.

—¡Policía! ¡Abra!

Por la mirilla ve a dos hombres, a uno ya lo conoce: es el del rostro blando e inofensivo. ¿Qué quieren? ¿Lo habrán identificado en Parma? Imposible. ¿Acaso lo vigilan?

—¡Un momento! —dice.

Se pone las zapatillas deportivas y aparta la cómoda. Abre la puerta.

—Ya era hora —gruñe el policía desconocido, un individuo alto y fibroso de cutis oliváceo, perilla oscura y ojos negros que le lanzan un reproche.

—¿Señor Harris? —El otro le muestra su credencial—. La inspectora Lejeune lo aguarda en la comisaría.

—¿Ha detenido al asesino de mi mujer?

Los policías no contestan.

—Desea hablar con usted.

—¿Hablar? Pues entonces que venga aquí. Le prepararé café. —Quiere volver a cerrar la puerta, pero el otro policía lo impide con el pie.

—Usted es un hombre sensato —dice el de la perilla—, ¿verdad, señor Harris?

—¿Me está amenazando? —Ethan se enciende, pero no tiene sentido enfrentarse a ellos. El policía sigue sonriendo—. Supongo que permitirá que coja un abrigo y me cambie de calzado, ¿no?

—Desde luego. —La sonrisa se convierte en una mueca burlona. Ethan está furioso.

Lejeune va directamente al grano.

—¿Conoce a esta mujer?

«Hoy tiene los labios más delgados y sus pecas... ¿siempre fueron tan pálidas?» Ethan coge la foto que le tiende. Inconfundible: la sonrisa recelosa, el cutis manchado por el sol, el pelo liso gris plateado. Lo único que no aparece en la foto es el agujero entre los ojos. Aún estaba con vida. ¿Cómo han dado con él?

—No; lo siento.

Lejeune frunce el ceño.

—Entonces, ¿por qué su nombre aparece en la agenda de ella?

—No sé de qué me habla. —No se rendirá sin luchar.

La inspectora alza las cejas con arrogancia.

—¿Sería tan amable de ofrecerme un café? —pregunta él. La noche en vela, los días y las noches pasadas pesan como plomo en sus párpados. Que Lejeune tenga paciencia.

Ella le indica a su asistente —por suerte el de la perilla se ha marchado— que le traiga un café y éste se dirige a la cafetera.

—Seguro que hay más de un Harris o un Ethan, ¿no?

—¿Por si acaso disponen de un testigo ocular?

Ella aguarda, lo deja en ascuas, tamborilea la mesa con el bolígrafo. De pronto se detiene.

—¿Es que acaba de caer en la cuenta, señor Harris? —pregunta, y vuelve a lanzarle una sonrisa burlona y retadora.

—¿Qué quiere saber?

Una vez más, Lejeune tamborilea la mesa con el bolígrafo y luego deja de hacerlo.

—¿Qué hizo ayer, en Parma?

—¿Me ha estado espiando? —El pitido del móvil metido en su abrigo indica que ha recibido un SMS. ¿Será de Zouzou? «Demostrar que tengo contacto con un ex presidiario te iría como anillo al dedo, ¿verdad, Lejeune?» De repente se pregunta si ella está al tanto de su excursión a Méautis.

—Haga el favor de contestar con claridad, señor Harris.

«Lo único que quiero es que usted me haga una pregunta clara», podría haberle dicho, pero en ese caso Lejeune se limitaría a seguir torturándolo.

El asistente le tiende una taza de café. Ethan abre el sobrecito de azúcar, lo vierte en el café, revuelve y bebe un sorbo. Deja la taza y dice:

—Me puse en contacto con la doctora Antonelli porque era una colega del profesor Frost.

—¿Está jugando a ser policía? —Vuelve a juguetear con el bolígrafo—. ¿Dónde se encontró con la doctora Antonelli?

—¿No lo sabe? Pero si usted suele saberlo todo...

—Puede seguir con su jueguecito, señor Harris, pero si reflexiona un poco comprenderá que tengo mejores cartas que usted... y que las reglas las establezco yo.

Es inútil, no puede darle largas a esa poli impertinente, aunque preferiría cortarla en pedazos.

—Iba a reunirme con ella, pero no acudió a la cita.

—Le diré una cosa —dice ella, y lo fulmina con la mirada—. Como escritor, debería saber que esta historia es poco convincente. No sería un best seller.

Lo está provocando, y encima con altanería.

—No todos los libros han de ser best seller —Sonríe. Si ella puede, él también—. Bien,
madame,
¿qué significa esto? Sus provocaciones son ridículas y están fuera de lugar. Ahora podría llamar a mi abogado y entonces tendría que habérselas con él. Por si no lo sabe, tengo un abogado muy bueno.

Su réplica surte efecto. Lejeune hace un gesto apaciguador.

—Poco a poco, señor Harris. Podemos hablar como dos adultos sensatos, ¿verdad?

—Yo sí. Usted parece tener problemas. Le caigo mal, desde el principio ha considerado que soy culpable de algo. —Quiere conservar la calma pero su irritación aumenta.

—¡Basta! Esta mujer —dice ella, señalando la foto—, la doctora Antonelli, fue asesinada de un disparo ayer por la tarde en el baptisterio de la catedral de Parma. En su agenda figuraba el nombre suyo. Resultó sencillo para mis colegas italianos. Usted estuvo en Parma: el vuelo de Air One de las ocho cuarenta desde París, que llega a las diez cincuenta y cinco a Milán. Alquiló un coche y condujo hasta Parma. ¿Qué pensaría usted en mi lugar?

—¿Acaso cree que yo la asesiné?

—Quién sabe. Es evidente que no me dice todo lo que sabe, Mister Harris...

Esta vez lo ha llamado
«mister»
y ha pronunciado la hache. Nunca menosprecies a tu adversario. Si quisiera, ella podría hacer que su vida resultara muy desagradable, de eso está seguro.

—Y eso es un delito —añade ella, y lo contempla con mirada cruel—. ¿Y bien?

—Ayer por la noche alguien trató de asesinarme. —Se baja el cuello del jersey, se arranca la tirita y le muestra la herida—. En mi espejo había una amenaza. Ponía «¡No metas las narices!».

La inspectora no se deja impresionar. Se inclina para examinar la herida y luego vuelve a juguetear con el bolígrafo.

—Deme un buen motivo, señor Harris, por el que debería creerle.

«Lo que me gustaría darte es una buena tunda, so bruja, y también a ese asistente tuyo, con su estúpida sonrisa de mico.»

—¿Un buen motivo? Sólo le he dicho la verdad, inspectora. En vez de apretarme las tuercas, haría mejor en dedicarse a averiguar quién asesinó a mi mujer.

Ella lo está evaluando y él se ha delatado. Y ahora también ha involucrado a Pauline.

—Me niego a creer que se haya suicidado. Debe de haber sido asesinada, como Frost y... —a duras penas logra evitar pronunciar el nombre de Bohin— y Antonelli. ¡Debí de haber sabido algo! También puede que sólo se encontrara en el lugar equivocado en el momento equivocado, oyera y viera algo que no le incumbía... No lo sé... —Se queda sin aliento, pero al menos ha logrado atajar a Lejeune.

—En efecto, es posible que su mujer fuera asesinada.

Ethan la mira fijamente, sorprendido. Lejeune menciona las píldoras descubiertas en la boca de Sylvie.

—Hacemos lo que podemos, señor Harris. Si se le ocurre algo, por favor, dígalo.

—Todo esto me supera —dice, y se pone en pie—. Ahora quisiera irme.

Espera que ella lo detenga, que encuentre un motivo para no dejarlo marchar, pero ella calla. Sólo cuando él llega a la puerta dice:

—Debería colaborar con nosotros, señor Harris. Han descubierto huellas suyas próximas al cadáver de la doctora Antonelli.

¿Qué han encontrado? ¿Pelos, huellas dactilares? ¿O se trata de un farol?

Ethan procura conservar la calma.

—No me diga.

Ella saca una bolsa de plástico transparente de un cajón: contiene su cajetilla de Gauloises.

—Sus huellas están en esta cajetilla, que estaba a veinte centímetros del cuerpo sin vida de la doctora Antonelli, en el suelo del baptisterio.

Ethan se lleva instintivamente la mano al bolsillo de su abrigo. Lejeune se limita a dirigirle una sonrisa irónica.

—¿Por qué no vuelve a tomar asiento, señor Harris?

¿Qué opciones le quedan? Si lo detienen se quedará atascado. Tal vez esa bruja ya tiene una orden de detención en el cajón.

—Si tiene una orden de detención, deténgame.

Supone un riesgo, pero ha de salir de aquí. Le lanza una leve sonrisa. ¿Y si ella lo obliga a regresar? Pero Ethan abre la puerta y sale al pasillo, casi está a salvo. Echa un rápido vistazo por encima del hombro, pero ella no lo persigue y tampoco los demás polis.

Baja a toda prisa las escaleras, casi se cae, y alcanza la calle pero sabe que aún pueden atraparlo. Cruza la calle y se confunde con un grupo de estudiantes que se dirigen a la universidad. Al ver el cartel luminoso de un taxi echa a correr y monta. Tiene que ir a casa y luego desaparecer. Piensa en Zouzou y comprueba si tiene mensajes.

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