Authors: Fran Ray
En el capítulo dedicado a los lugares de interés se menciona la catedral: pone que la primera piedra se colocó a mediados del siglo XI, pero no figuran más detalles sobre el pórtico ni el baptisterio.
Después de Piacenza el tráfico se reduce, un atasco poco antes de Parma lo pone nervioso, pero tras cinco kilómetros vuelve a ser fluido. Toma la tangencial hacia el norte y después gira en la Via San Leonardo. Aparca en la estación de trenes y toma un taxi hasta la Piazza del Duomo, temiendo perderse en las callejuelas.
El taxista se alegra de poder practicar su inglés. Sin desanimarse por la parquedad de Ethan, le lanza una mirada orgullosa por el retrovisor y le habla de su ciudad natal. Que Parma tiene menos de doscientos mil habitantes pero que, junto con Milán, Turín, Génova, Bolonia y Venecia, forma parte de los principales centros económicos del norte de Italia. Que el queso parmesano es famoso en el mundo entero, como también el jamón, sin olvidar los productos Barilla. Que por desgracia la empresa Parmalat ha proyectado sombras sobre la ciudad al cometer un desfalco de veintitrés mil millones de euros. Y que ello también afectó al fútbol. En cierto momento, Ethan deja de escuchar el esforzado inglés del taxista.
Llega a la catedral poco antes de las tres. Un grupo de turistas abandona la iglesia por la entrada principal. Ethan contempla la fachada. ¿Acaso la doctora Antonelli se refería a esas imágenes referentes a los meses? Ha visto esas tablas o bajorrelieves en otras iglesias italianas; en marzo comienza el ciclo anual: siembra, cuidados y cosecha. Se lo preguntará a la doctora. Después atraviesa la plaza empedrada hasta el baptisterio. La planta de los edificios en forma de torre de varias plantas es octogonal, acaba de leerlo en la revista del avión.
Por encima de una de las entradas, en medio de las imágenes de la vida de san Juan Bautista, le llama la atención la escena de su decapitación. ¿Quién la exigió? ¿Salomé? ¿Se supone que se trata de una alusión al asesinato del profesor Frost?
Ethan entra en el recinto. Lo recibe el brillo del oro y un montón de turistas; calcula que hay más de ochenta personas en el baptisterio.
Intenta descubrir a una mujer con un libro grueso bajo el brazo. No tiene ni idea de la edad de la doctora Antonelli, si es alta o baja, gorda o delgada, ni el color de su cabello. Allí atrás hay una mujer sola contemplando un fresco, con una delgada guía de viajes en la mano. Ethan aguarda. Dos grupos de turistas salen del baptisterio y entran seis asiáticos. Ninguno lleva un libro grueso. La mujer de la guía sigue delante de las imágenes y lee. ¿Y si la doctora Antonelli quiso decir un libro delgado?
Quizá se equivocó, o no disponía de ningún libro. Ethan espera hasta las tres y diez y después decide hablarle.
—Perdón, ¿es usted la doctora Antonelli?
La mujer tiene unos grandes ojos negros ojerosos y lleva los labios pintados de rojo oscuro. Lo mira como si despertara de un sueño profundo y sacude la cabeza. Ethan murmura una disculpa y se marcha.
Fuera, en la plaza de la catedral, marca el número de la doctora. Por desgracia no tiene el del móvil, se le olvidó pedírselo. Si está de camino, no podrá comunicarse con ella. Decide regresar al baptisterio y esperar media hora o una hora más. Perderá el vuelo de regreso, pero ahora eso no importa. Ocupa una silla de la última fila. A él y Sylvie les encantaban las iglesias románicas por su carácter sencillo y arcaico. Cuatro o cinco años antes, en la región de Lubéron se detenían en cada pueblo y visitaban la iglesia o un claustro. Comían queso de oveja tibio y paseaban por el mercado de Fourcalquier. En una tienda, Sylvie descubrió un cuadro de un olivo y se empecinó en comprarlo; aún cuelga en el salón, frente a la fuente. Esperaba un niño y él no lo sabía. ¿Es que toda su relación era una mentira?
—¿Señor Harris?
Ethan dirige la mirada a la izquierda, el susurro ha venido de allí, de una hilera de sillas. Tiene más de cincuenta años, el pelo gris cortado a lo paje, y el cutis manchado, como el de una pálida europea del norte que ha vivido demasiado tiempo en el sur: pecas, venillas rojas, patas de gallo, labios resecos. Cuando se sienta a su lado, percibe el penetrante aroma a limón de su desodorante.
—Me he demorado y no tenía su número de móvil —susurra; lleva un libro grueso de tapas rojas.
—Me temía que hubiese cambiado de parecer —contesta él, también en un susurro. No obstante, sus voces resuenan y se mezclan con el rumor de los pasos de los demás visitantes y con sus conversaciones en voz baja.
Ella niega con la cabeza.
—¿Nos encontramos aquí por algún motivo en especial? —pregunta Ethan.
—Aquí podemos comprobar si alguien nos observa.
—Un momento. ¿Cree que nos observan?
—Mientras no sepa lo que está ocurriendo, actúo con precaución. —Se aparta el cabello plateado de la frente con gesto nervioso.
—¿Así que usted tampoco sabe de qué se trata? —«En ese caso, ¿para qué me ha hecho venir aquí?»
Ella le lanza una breve mirada; al parecer también se pregunta por qué ha acudido, piensa él.
—Un día antes de ser asesinado, Jérôme, el profesor Frost quiero decir, me envió un e-mail diciendo que lo amenazaban con cartas anónimas en que lo insultaban por ser un títere de la industria genética.
—¿Lo era?
—Las oportunidades que ofrece la ingeniería genética lo fascinaban. Como miembro de la comisión solía ofrecer una recomendación positiva para la creación de OMG, organismos genéticamente modificados, en nuestro caso plantas, aunque... —Vuelve a recorrer la nave con mirada inquieta. Cerca sólo se ve a un anciano delgado de barba gris recortada que lleva un chubasquero azul y una pequeña mochila colgada del hombro. Seguramente un turista alemán o escandinavo—. Aunque supongo que empezó a dudar. ¿Ha oído hablar del DRMA, señor Harris? Dro... —Mira en torno y se inclina hacia Ethan.
Entonces un zumbido lo sobresalta y una manchita oscura aparece en la frente de ella, entre los ojos. La doctora se derrumba. Ethan oye otro zumbido junto a su oreja y sólo entonces se arroja al suelo, entre las sillas, oye voces excitadas y la doctora Antonelli está tendida de espaldas con los ojos abiertos. El agujero en su frente es redondo y negro. Debe de haber muerto en el acto. Ethan sale de entre las sillas, mira los horrorizados rostros de los turistas, murmura un juramento y echa a correr.
El asesino debe de andar cerca, pero en el exterior la luz lo deslumbra. Nadie ha visto nada, ni el mendigo junto al muro de la iglesia ni los dos ancianos que fuman y charlan, y tampoco la madre que atraviesa la plaza con un cochecito de bebé.
Si no quiere ser interrogado por la policía italiana ha de largarse de inmediato. Mira por encima del hombro y ve que un turista parpadea y lo señala.
Ethan echa a correr y pasa junto a la mujer con el cochecito, que grita algo a sus espaldas. Se mete por una estrecha callejuela y se refugia entre las sombras de las casas. Se detiene y toma aliento.
Nota que está temblando. ¿Y si el segundo disparo estaba destinado a él? Escudriña la plaza y ve una multitud, pero nadie lo persigue.
¿Qué dijo Antonelli? Que Frost era un fanático de la ingeniería genética, que solía votar a favor de los OMG, pero que hace poco había cambiado de idea. Que lo amenazaban. ¿Qué era eso del DRMA?
Suena el móvil y en la pantalla ve que es Leon. «¡Maldita sea, Leon, ahora mismo tengo otras preocupaciones!» No contesta. Tiene que encontrar un taxi y regresar a la estación lo antes posible. «Una pesadilla, he aterrizado en medio de una condenada pesadilla. ¡Todo esto es imposible!»
Sábado 29 de Marzo, París
«¡Qué hipocresía!» Poco después de las ocho de la noche, Camille cuelga bruscamente el auricular. Para no variar, Valeria escurre el bulto. «¡Llámame si empeora! No dejes de hacerlo, ¿de acuerdo, Camille? No, no puedo ir. ¡No te imaginas el trabajo que supone la nueva casa!»
Camille abre la puerta de la nevera y el envase de leche se derrama. «¡Mierda!» Agarra la botella de vino por el cuello, como si quisiera estrangularla, y limpia el suelo con un trapo. «¡Muy poco higiénico!» Su madre le hubiera lanzado una mirada de reproche y sacudido la cabeza. «Demasiado tarde,
maman,
espero que en el cielo haya señoras de la limpieza y criadas a las que puedas mangonear.» Quita el precinto con un cuchillo y clava el tirabuzón en el corcho de la botella de chardonnay neozelandés Cloudy Bay, treinta y cinco euros, que un mes atrás quería beber con Claude, quien después anuló la cita. Ni siquiera recuerda el motivo, pero retrospectivamente prefiere que lo haya hecho. Hubiese supuesto una complicación: hubiera creído que debía enamorarse, y sólo por haberse acostado una vez con él. El vino tiene un color casi meloso, el aroma estalla en su olfato. Al fin y al cabo, en este momento un vino barato habría acabado con ella.
Regresa a la mesa de madera oscura con la copa en la mano: no sólo hace de mesa del comedor sino también de trabajo, porque ella trabaja mientras come, y viceversa. «¿Acaso he de sentarme sola ante la mesa y contemplar las paredes o la pantalla del televisor?» Desde que volvió de Bonne Nouvelle ayer a las ocho de la tarde dedicó tres horas a buscar The Project en Internet. Hay innumerables entradas: proyectos de despachos de ingenieros, de organizaciones de ayuda, de bancos y de escuelas.
Necesita más datos, algún punto de partida. Apaga el Notebook, se sienta en el sofá, levanta las piernas y decide disfrutar de aquel vino que en realidad no puede permitirse. Hace rato que Véronique está tumbada en su catre de la cárcel, tal vez pensando con qué pueden haberla envenenado esta noche.
Se sirve otra copa. Su padre despreciaría ese vino, él sólo bebe vino francés. A menudo lo ha acusado de ser un chovinista, pero él se limitaba a sonreír. «El mundo ha cambiado, papá», solía decirle. «Es verdad, pero yo no», contestaba él. Se ha convertido en un viejo terco cuyo concepto del mundo se ha vuelto más y más cínico y hostil. «¿Por qué todavía no te has casado? ¿Algo no va bien? Si no quieres formar una familia, entonces al menos gana dinero...» Todo eso forma parte de su repertorio preferido. Y ella vuelve a enfadarse. «¡Salud, papá!» Se acaba la copa y se sirve otra. A veces desearía que su padre muriese de una buena vez, porque entonces sería libre, libre de sus expectativas. Pero en su fuero interno no deja de considerar que debe satisfacerlas. ¿Cómo se las ha arreglado Valéria para vivir su vida y sólo aparecer cuando le viene en gana?
No, jamás se mudará a casa de su padre.
¿Y Christian? Se somete a él, deja que él lleve la voz cantante.
Es hora de independizarse, de hacer todo lo que le viene en gana. No quiere seguir prohibiéndose nada más. «¿Y de qué tienes ganas? ¿Qué quieres hacer con tu vida?»
Podría acostumbrarse a este vino.
«Bien, Camille, ¿qué diablos quieres hacer con tu vida?»
Cuando alza la copa y la contempla a la luz de la lámpara, el vino brilla. ¿Un apartamento nuevo? ¿Dinero? ¿Poder? ¿Éxito? ¿Fama? Y amor, sí: todo eso, precisamente. «Salud Camille, ¿por qué no? Sólo has de dejar de vivir según las reglas de los demás.
Establece tus propias reglas. ¡El mundo es lo que tú quieres que sea!»
Bonne Nouvelle: buena nueva. «¿Por qué cree que me han encerrado precisamente aquí?» «Ni idea, Véronique. ¿Por qué no me lo explicaste?»
Se sirve el resto del vino. De acuerdo, está dispuesta a jugar, pero según sus propias reglas. «Salud, Camille.»
Ethan abre el grifo y se mete bajo la ducha. Entonces vuelve a ver los mismos fotogramas: sus ojos, su parpadeo nervioso, cómo se inclina hacia delante y, con su acento inglés, dice: «¿Ha oído hablar de DRMA, señor Harris? Dro...» Después el disparo, el agujero entre sus ojos y la bala que casi le acierta a él.
Abre los ojos y la bruma blanca que lo envuelve lo asusta. Abre la mampara y cierra el grifo. ¿Ha oído un ruido? Coge la toalla, sale al pasillo y comprueba que ha cerrado ambas cerraduras. Tiene que recuperar la calma.
Secarse, vestirse y comer algo. El sándwich en el avión estaba frío y húmedo, parecía un trozo de cartón mojado y diez minutos después ya no lograba recordar de qué era.
Se pone el abrigado albornoz y decide comer una pizza congelada: la ración de reserva, como Sylvie solía denominar despectivamente cualquier alimento precocinado. Últimamente estaban a la orden del día. Sylvie volvía a casa demasiado cansada para cocinar y él... él ya no tenía ganas de cocinar ni de hacer la compra. Sylvie a menudo trabajaba el sábado y, en caso contrario, sólo quería dormir y ya no se dejaba seducir como antes, cuando él la invitaba a hacer una excursión al mercado. En algún momento, a él también dejó de hacerle gracia.
Abre la caja y saca la pizza.
¿Quién sabe?, a lo mejor la policía de Parma ya ha atrapado al asesino. ¿Y si Ethan figuraba en la agenda de la doctora Antonelli y ya lo habían averiguado? Ha de reprimir esos temores, no puede caer en el pánico. Es una cuestión de vida o muerte.
—¡Es una cuestión de vida o muerte! —dice en voz alta, para convencerse, pero eso también resulta inútil, porque aún cree que sólo ha de despertar de una pesadilla atroz.
Mientras el horno se calienta, coge el Notebook y lo apoya en la larga y rústica mesa de cocina: un refectorio, como se decía antaño, hace seis años cuando en Uzés, en la región de Lubéron, visitaban las tiendas de bricolaje y antigüedades.
Escribe DRMA en el buscador. DRMA. DRMA: ventanas y puertas, solicitar catálogo. DMRA: tienda
online
de seguridad laboral. DMRA: herramientas y máquinas. DMRA: techos, pasillos, cocinas. DMRA: Banco de Nigeria. DMRA: empresa de derribos... ¿Acaso malinterpretó a la doctora Antonelli? Escribe DMAR, pero tampoco aparece ninguna empresa con la que el profesor Frost podría haber estado relacionado. ¿Habría dicho TMRA? Pero la búsqueda tampoco da resultado. Un pitido le informa que el horno ha alcanzado los 180 grados. Ethan introduce la pizza. Abre una botella de vino tinto comprada en el supermercado, no una de las especiales elegidas por él y Sylvie; después se dirige al estudio y coge unas páginas de una versión antigua de su última novela y en el anverso apunta lo ocurrido hasta entonces y el posible vínculo entre los hechos. Quizá le sirva para descubrir una conexión.
Acaba la primera copa en tres tragos y se sirve otra.