Authors: Fran Ray
Camille mete los platos en el lavavajillas, vuelve a tomar asiento frente a él y abre el Notebook. «¡Concéntrate, y por amor de Dios, deja de fantasear!»
—Le diré algunos nombres, a lo mejor su mujer los ha mencionado, ¿de acuerdo?
—Bien, empiece.
—¿Ha oído hablar de The Project?
—No, nunca.
—¿De NAT: Noah's Arch Trust?
—Tampoco.
—Noah's Arch, un banco de semillas situado al norte de Canadá.
—Pues no... Sylvie nunca me habló de ello. —Ethan se pasa las manos por el pelo: un hombre desesperado que, tras la muerte de su mujer, comprende que en realidad no la conocía—. Era internista. Trataba con personas, no con... con... —Gesticula buscando la palabra.
—Con la ingeniería genética.
—Sí. —Ethan vuelve a negar con la cabeza y la observa—. Es evidente que se trata de un tipo de maíz que Sylvie obtuvo en alguna parte y que llevó a Tromsø para que lo investigaran.
—No queda nada de ello. Lo he averiguado. Las cenizas son lo único que queda del departamento del profesor Hirsch —dice ella. Claro que Océane Rousseau jamás reconocería que ese maíz salió de Edenvalley. Por otra parte, seguro que Océane tiene razón cuando afirma que resulta fácil culpar a las grandes empresas. Los protectores del entorno gozan de la simpatía del público... Ethan deja la copa de vino con aire pensativo.
—En cierta ocasión vi un documental sobre
2001,
la película de Kubrick —dice él—. En 1968 prevalecía la guerra fría y Estados Unidos se consideraba obligado a ganarles la carrera a los soviéticos y llegar el primero a la luna. Dicen que durante el rodaje la CIA instó a Kubrick (quién sabe con qué argumentos) a que rodara el alunizaje y los primeros pasos del hombre en el satélite. En caso de que la misión Apolo saliera mal, se podrían mostrar las imágenes y hacerle creer a todo el mundo que Estados Unidos lo había logrado.
—¿Y eso qué tiene que ver con nosotros?
—Todos los miembros del rodaje: los cámaras, los iluminadores, todos (excepto Kubrick) murieron, y no de muerte natural, durante los seis meses siguientes. Uno murió atropellado, otro se cayó por la ventana, otro murió en un incendio...
—¿Pretende asustarme?
—Quiero que tenga claro en qué se está metiendo.
—¿Acaso usted lo tiene claro?
—Sólo sé que ellos son capaces de cualquier cosa para impedir que descubramos la verdad y la hagamos pública.
—¿Quiénes son «ellos»?
—¿Edenvalley? ¿Ese Project? —Ethan se encoge de hombros—. No lo sé. Está a tiempo de apearse, Camille.
—No insista. Sé lo que hago. Además, nunca abandono en medio de un asunto. —Ella siempre ha acabado todo lo que empieza: la estadía en Inglaterra como estudiante de intercambio, a pesar de que la señora Watson siempre la miraba mal, como si apestara; después la escuela de periodismo, el voluntariado en
Le Monde
por el que debía mostrarse tan agradecida que incluso tuvo que soportar el acoso sexual del redactor...
—¿Así que está dispuesta a seguir hasta el final? —pregunta Ethan.
Como si hiciera una promesa solemne, ella alza la copa.
—Hasta el final.
Un escalofrío le recorre el cuerpo. Ha escrito muchos reportajes en los cuales se involucró a fondo, pero ahora, en retrospectiva, todas esas historias sobre niños maltratados, políticos corruptos e inmigrantes ilegales explotados le parecen una niñería. Esta vez participará en el empeño de un hombre en vengar la muerte de su mujer.
Ethan se ha inclinado hacia atrás y la observa. No: es incapaz de leer el pensamiento.
—Es usted condenadamente ambiciosa, ¿verdad?
Ella se sirve otra copa de vino, bebe un sorbo y luego dice:
—Sí. Pero usted también.
Él se limita a contemplarla.
—¿Cuántas veces la han comprado, Camille?
—¿Qué quiere decir? ¿No confía en mí?
Él sonríe brevemente y deja de contemplarla.
—Por cierto, puede dormir aquí —dice ella, para cambiar de tema—. Es un sofá-cama.
Él mira el sofá de cuero marrón.
—Gracias.
—No hay problema. —Tiene que reprimir esas emociones que surgen de su interior. Le parece que él quiere decirle algo pero que en el último momento cambia de parecer.
Entonces recuerda a su padre. No lo ha llamado en todo el día. ¿Y si le ha ocurrido algo?
De pronto pensó en Aamu. No es un buen psicólogo, se tragó todos los papeles que ella representó: primero el de una estudiante de medicina preocupada y dispuesta a ayudarle, luego el de la joven víctima de circunstancias familiares atroces, y al final... al final el de enamorada, enamorada no correspondida, o si no de enamorada, de mujer que busca protección.
¿Y qué pasa con Camille Vernet? Ella también persigue sus propios objetivos. Es ambiciosa. Quiere incrementar las ventas de la revista, quizá volverse famosa. Temida... y rica. Por eso está interesada en su historia, pero si otra cosa promete ser más interesante, entonces... ¿Cuán leal es? Porque en realidad no sabe nada de ella.
Se quita el jersey, los zapatos, los calcetines y el pantalón y se tiende en el sofá bajo las dos mantas escocesas, con la pistola bajo la almohada. El sofá no es bastante largo pero da igual. Está tan cansado que podría dormir sentado. Oye correr el agua en el baño, después los pasos de ella, pies descalzos en el parqué. Espera oír la puerta de la habitación cerrándose, pero en cambio oye el susurro de un tejido, quizá se está quitando el albornoz o está abriendo la cama. Intenta imaginarse que es Sylvie quien está en la habitación y por un momento se consuela, pero entonces irrumpe la realidad: Sylvie está muerta.
Viernes 4 de Abril, Bali
Al igual que todas las mañanas, una varilla de incienso arde ante la imagen de Buda junto a un cuenco con arroz y flores rojas y amarillas. Las aves cantan en los árboles y anoche oyó el croar de las ranas en el estanque. Nicolas inspira profundamente, se cuelga su bolso de viaje Louis Vuitton del hombro, cruza la terraza y recorre el estrecho sendero hasta la recepción. Pierre le ha pedido un taxi.
Kim se aproxima desde detrás del mostrador, lleva un sarong marrón dorado y el bebé duerme envuelto en un paño a sus espaldas.
—Buenos días, Nicolas —lo saluda con su voz suave—. ¿Por qué te marchas? ¿No ibas a quedarte para siempre?
—Volveré. —Y en ese instante incluso cree que es verdad.
Ella sigue sonriendo y lo saluda con la cabeza.
—Que los dioses te protejan.
Al abrazarla, percibe la delgadez de su cuerpo y el aroma a flores. Ojalá pudiera decirle que lo hace por ella, confesarle su amor. No es la pasión física que le provocan los hombres, sino un amor puro y eterno...
—Podrías haberte quedado. —La voz de Pierre interrumpe el momento mágico.
—Lo sé, pero es mejor así.
Pierre se encoge de hombros.
—Como quieras, pero en realidad no comprendo por qué te marchas.
—Asuntos de negocios. Pero estaré en contacto, lo prometo. —Abraza a Pierre y no puede evitar lanzarle una última mirada a Kim.
Después sube al taxi, su vuelo a Ginebra sale dentro de dos horas y media.
Dos millones de euros por el lápiz de memoria fue lo que acordaron. Para una empresa como Edenvalley dos millones no son nada. Un millón puede salvarle la vida a Kim y el otro le servirá para desaparecer.
El taxi recorre la calle llena de baches, en la radio suena música
gamelan.
Anoche presenció la danza de los kejak en el patio del templo de Ubud y cuando las llamas se elevaron al cielo y la repetitiva melodía alcanzó el punto culminante, supo que al enviarle aquel e-mail a Edenvalley y proponerles el trato había hecho lo correcto. No hubiera soportado presenciar la muerte de Kim tras todo lo ocurrido. Ya carga con demasiadas culpas, es hora de reparar algunos errores. Junto al borde de la carretera las mujeres balancean en la cabeza grandes cestas llenas de frutas y flores multicolores, y más allá, por encima de los arrozales, hombres y niños remontan cometas. Un cielo azul claro se eleva por encima del paraíso. Por primera vez se siente en paz consigo mismo. Y satisfecho.
En el aeropuerto, Nicolas se abre paso entre la multitud de nativos, tour operadores y turistas hasta el mostrador.
Dos millones. Bien. La entrega será un asunto delicado, un momento peligroso, pero ya tiene un plan: echará mano de un intermediario. Todo se desarrollará en el aeropuerto de París y después piensa desaparecer. América del Sur, o México... siempre quiso ir allí.
Entre el gentío choca contra codos y mochilas, y de repente, durante un segundo, su mirada se cruza con la de unos ojos oscuros: no es un hecho casual, esa mirada lo ha buscado a él, a Nicolas, en medio de la multitud, y lo ha encontrado. Nicolas se vuelve, procura ocultarse tras las espaldas y las maletas. «¿Paranoia?» Mira por encima del hombro. ¿Dónde está ese individuo? ¿Qué aspecto tiene? Esa mirada lo ha impresionado: su frialdad, su férrea determinación.
¿Es que realmente le han seguido el rastro hasta aquí? ¿Tan rápidamente? Entonces recuerda la dirección de internet. ¿Cómo pudo...?
El corazón se le dispara y el sudor le perla la frente. El aire pesado y húmedo es casi irrespirable y toda esa gente que lo rodea... ¡Allí! El individuo que está detrás del policía y su ridículo cinturón blanco. ¡Lo está observando, no cabe duda! ¿Y eso que cree haber visto brillar en su mano? ¿Un cuchillo? ¡Dios mío! Nicolas se dirige a la derecha, hacia los mostradores de las compañías, y se sumerge en la multitud, pero el tipo le sigue los pasos. ¡Le cortará la garganta y nadie lo notará!
«Edenvalley resuelve el problema expeditivamente», piensa, y después echa a correr, salta por encima de maletas y bolsos, se abre paso a través de las colas hasta la salida. Allí aún está el taxi, pero por si acaso coge otro.
—Go, go, go! As fast and as far as you can!
Mete un billete de cincuenta dólares en el bolsillo del joven conductor, que sólo vacila un momento antes de pisar el acelerador del destartalado Toyota.
Uganda
A mediodía hace más calor que nunca, todo permanece inmóvil.
A través de las laminillas de la persiana, Henrik ve los dos hombres tumbados bajo el árbol, esos que ayer acompañaron a sus mujeres. Una no tardó en sufrir un ataque. «Está poseída», gritó una de las pacientes, y lo mismo creían los hombres y fueron a pedir ayuda a un curandero. La mujer dijo que tenía animales en la cabeza que cazaban, devoraban y correteaban sin parar, que sus rugidos le hacían estallar el cráneo.
Malaria cerebralis,
diagnosticó el doctor Bleibtreu.
Henrik bebe un sorbo de té frío y vuelve a posar los dedos en el teclado.
Nada es casual. Los demonios y los brujos provocan acontecimientos, eso es lo que cree la gente de aquí.
¿Y él? ¿Cree en la casualidad? ¿Por qué fue él quien tuvo que matar a Sam? ¿Por qué éste sufrió un ataque justo cuando él, Henrik, estaba solo? ¿Acaso ha llegado la hora de perder la inocencia, de tener que implicarse, de actuar? Durante un momento está tentado de escribirlo en su blog, pero algo se lo impide, una especie de vergüenza... ¿O sólo se trata del temor de revelar algo personal? Entonces decide escribir:
Alisha sigue con vida, pero ¿durante cuánto tiempo? Ya no parece reconocer a su hermana, sólo está tendida en su cama, presa de la apatía.
Ya han muerto ocho niños de una enfermedad que, al principio, todos creyeron que era sida. Pero la sangre de cuatro de ellos no contenía anticuerpos. Dado que los pacientes sólo llegan aquí cuando ya están gravemente enfermos, hemos de obtener información sobre el inicio de la enfermedad de los familiares, lo que no siempre resulta sencillo ni concluyente. Pero hasta ahora hemos observado lo siguiente: los primeros síntomas consisten en delirios y estados de pánico, a los que se añaden problemas de memoria y un gran cansancio. Poco después se presentan trastornos de la percepción, náuseas y mareos.
La siguiente fase de la enfermedad se reconoce debido a una dificultad en los movimientos, parálisis, contracción muscular e incontinencia.
Se produce una pérdida total de la memoria, el enfermo sufre alucinaciones y ya no reconoce a sus familiares. Todas las funciones cerebrales degeneran. Cinco de los ocho pacientes que entretanto han muerto cayeron en coma un día antes de morir y por fin murieron por parálisis del sistema respiratorio. Sus cuerpos se vieron afectados por una parálisis espástica total, por el «entumecimiento cerebral».
Como carecemos de la técnica de laboratorio necesaria, no podemos realizar el examen histológico necesario para determinar las causas.
Henrik pulsa
enter
para que todo el mundo tenga acceso a esta información, a menos que un gobierno impida el acceso o clausure la página web. Piensa en China, donde el nombre de los usuarios de un cibercafé queda registrado con el fin de vigilar lo que hacen en internet, o un servidor se somete a las condiciones impuestas por el Estado y no muestra ciertas páginas. Hay muchas maneras de prohibir la información, eliminarla o falsearla. Y lo que no figura en internet no existe... Pero su texto, sí. Cliquea en el vínculo que le permite acceder a los comentarios sobre su blog.
¡Un escenario aterrador! —Tú te has inventado todo eso, ¿no?— Parece sacado de una novela, es una auténtica locura, pero si todo lo que escribes es cierto, es un auténtico bombazo. —¡Estoy ansioso por seguir leyendo!
Hasta ahora, ninguno de sus compañeros de estudios de Múnich ha manifestado su opinión desde un punto de vista científico, y tampoco ningún médico. Es como si nadie se tomara en serio lo que escribe, porque África está muy lejos o porque la gente está acostumbrada a los mensajes sobre atrocidades. Y además, nadie quiere saber nada del sida ni de África. Henrik abre el archivo donde guarda sus anotaciones.
Betty y Ruth, cuyos maridos las trajeron aquí ayer, viven en la misma aldea de la que era oriundo Sam.
Echa una ojeada a sus notas. Todos los niños muertos vivían en una aldea situada a sólo un kilómetro de la de Sam. Y otros tres, que entretanto también han muerto, vivían a dos kilómetros de distancia de esa misma aldea. Las ha marcado en un pequeño mapa. En esas aldeas viven alrededor de trescientas personas.
¿Qué provoca la enfermedad? ¿Por qué no enferman todos? Quizás estos casos aislados sólo sean el principio.