Authors: Fran Ray
Es su letra y seguramente las ensangrentadas huellas dactilares también son las suyas. Se enfurece. «¿Por qué habría de perdonarte, Sylvie, cuando te marchas a hurtadillas de la vida? ¿Y por qué has citado la Biblia? ¡No es tu estilo! Y sólo has firmado con una S. Ni siquiera me has dejado tu nombre.» Saca el móvil del abrigo y por fin llama a la policía. Después se deja caer en la silla Luis XIV de imitación y clava la vista en las flores rosadas del cerezo. «Debe de tratarse de un gran error. Una alucinación. Una pesadilla.»
Al salir de la comisaría Nicolas cogió el metro, pero fue un error, como comprobó tras escasos minutos en el andén de la estación Maubert Mutualité. Todas esas personas le dan miedo, pero aun así se quedó, montó en el metro y se obligó a no percatarse de nada del entorno. Mantuvo la vista clavada en sus zapatillas deportivas. En la estación Cluny La Sorbonne está a punto de lanzarse fuera del vagón, pero se aferra a la barra y se obliga a aguantar hasta Odéon, la próxima estación. Gotas de sudor frío le cubren la frente y cuando baja y sale a la superficie a toda prisa tiene las palmas pringosas. Ha ocurrido justo lo que quería evitar: la presencia de la policía lo ha obligado a revivir todo aquel horror. Se siente fatal, exhausto y presa del pánico. Cuando por fin deja las escaleras a sus espaldas y sale a la acera, se detiene y respira hondo. Maquinalmente, se lleva la mano al pecho para serenar los acelerados latidos de su corazón. Una mujer mayor le lanza una mirada ceñuda, pero no se detiene. Es la única que nota su presencia. Podría caerse muerto y la gente pasaría por encima de él. Como las ratas en el laboratorio... No, no quiere recordarlo, tiene que quitarse esas imágenes de la cabeza. ¡Debe hacerlo! O se volverá loco. Nicolas traga saliva.
Antes, en la comisaría, llamó a Jean-Marie y le dijo que se retrasaría un poco. El amigo ya estaba en el apartamento de Nicolas y prometió esperarlo. «¡Vete a casa de una vez!» La autosugestión funciona; sube los peldaños y abre la puerta. Lo recibe el familiar olor a cera y vuelve a sentirse acogido por el orden y la limpieza. Se pregunta si debería llamar al timbre, pero decide abrir la puerta y sorprender a Jean-Marie. Tal vez esté curioseando en su portátil para comprobar qué páginas porno ha visitado y en qué chat participa. Recuerda que ayer pasó un buen rato chateando con Romeo, pero entonces vuelve a recordar la noche pasada. ¿Cómo hará para relajarse, mantener relaciones sexuales y conciliar el sueño?
Abre la puerta.
En la mesilla auxiliar hay un vaso con restos de zumo de naranja.
—¿Jean-Marie? —A veces su amigo lo ha esperado en la cama, desnudo o con ropa de cuero.
Aparta la cortina que da al dormitorio. La negra colcha de satén aparece impoluta, y Jean-Marie no está. «¡Dijo que me esperaría!» Regresa al salón, coge el móvil y lo llama. Entonces suena un timbrazo en alguna parte de la habitación. Se agacha y descubre el destello azul del móvil de Jean-Marie debajo del sofá. «¿Por qué ha dejado el móvil ahí?» Cuando vuelve a mirar en torno, comprueba que su portátil ha desaparecido.
—¿Jean-Marie? —Su voz le resulta extraña.
Aguza el oído, mas sólo oye el rumor del tráfico. Una vez más el corazón le late con fuerza y vuelve a brotarle el sudor, al tiempo que las imágenes de la noche pasada danzan ante sus ojos. No aguanta un segundo más aquí: el asesino todavía no ha acabado, ahora lo comprende, está acechando en alguna parte. A fin de cuentas, ¡él fue un testigo ocular! Corre al dormitorio, saca del armario su maleta Louis Vuitton de imitación, abre cajones, mete ropa interior, camisetas y un jersey, coge tres pantalones de las perchas y un neceser con artículos de tocador, cierra la cremallera, tantea su cartera y comprueba que lleva dinero y las tarjetas de crédito. Coge el pasaporte de un cajón del escritorio y se lo mete en el bolsillo. Cierra la puerta y sale corriendo del edificio. «¡Me largo lejos de aquí!» Sólo al llegar al extremo de la Rue Le Prince se detiene para recuperar el aliento.
Se acerca la placa luminosa de un taxi libre. Se desploma en el asiento trasero y sólo entonces echa un vistazo hacia atrás. No sabe si la figura envuelta en ropas oscuras que se desliza entre los coches ha salido de su edificio o del anexo. Se gira hacia el otro lado pero ya no la ve, como si la figura hubiera desaparecido al cruzar la calle. Un temblor le recorre el cuerpo y trata de controlarlo. «¡Te lo estás imaginando todo!»
—¡Arranque! —le dice al conductor, que se limita a asentir, poner la marcha y acelerar—. ¡Vamos, deprisa!
Piensa en Marc, él lo comprenderá, sabe lo que es tener miedo tras un viaje chungo con las drogas. Acabó por sentir miedo de una hormiga diminuta, a la que veía gigantesca. El recuerdo se abre paso, emerge como una corriente subterránea que surge a la luz, imparable: regresa a casa con Marc tras asistir a una fiesta privada, no hay taxis y ambos recorren las calles absolutamente colocados. De repente oyen un chillido y se detienen. Apesta a basura y ante ellos se elevan las sombras de los sacos de basura de un restaurante asiático. Y allí está: una rata grande y gorda, posada sobre un saco. Está a punto de atacarles con las fauces abiertas. Marc empieza a gritar y echa a correr, tan rápido que Nicolas a duras penas logra seguirlo. En algún momento Marc tropieza y se queda tendido en el suelo, inmóvil. Un año de desintoxicación, después se hizo cargo de la granja de sus padres y ahora cultiva verduras biológicas, cría vacas ídem y fabrica queso biológico.
—¿Ya sabe adónde quiere ir? —La voz del taxista lo saca de su ensimismamiento.
—A la estación de ferrocarril.
—¿A cuál,
monsieur
?
—Debo ir a Caen. —Que Marc lo vaya a buscar.
Tantea la chaqueta buscando el móvil y entonces sus dedos rozan un objeto. «¡El lápiz de memoria!» El objeto de plástico plateado no contiene nada secreto. Nicolas asistió a todos los ensayos, ensayos inocuos para comprobar la tolerancia frente a diversos alimentos. «Maldita sea. En una ciudad como París es imposible vivir decentemente sin dinero.» Sería una oportunidad, nada peligroso, dijo aquel individuo. «A fin de cuentas, el profesor Frost no está desarrollando una bomba atómica, ¿verdad?» Nicolas asintió con la cabeza. Los pagos llegaban puntualmente cada mes cuando él aparecía con un lápiz de memoria que contenía nuevos datos. Era un estudiante de gafas y coleta, como esos que trabajan en las empresas punto.com de California, al menos en las películas. «Llámame Paul, ¿vale?» Nicolas sólo asintió y cogió el sobre con dinero. Ocho veces. Durante ocho meses. Vuelve a deslizar el lápiz de memoria en el bolsillo. Su propia copia de las copias. Porque él siempre hace copias. Porque le quitaron sus juguetes, porque siempre tuvo demasiado poco de todo. Bueno, y puede que lo que para alguien vale mil quinientos euros mensuales algún día le resulte útil a él, fue lo que pensó.
¿Será por eso por lo que lo persiguen?
Faltan unos minutos para las cinco de la tarde. Un haz de sol pálido penetra en el dormitorio a través de la puerta de la terraza y roza un ángulo de la cama. Ethan está sentado en la silla Luis XIV, los codos apoyados en los muslos, la cabeza entre las manos y la vista clavada en las motas de polvo que flotan en los rayos de sol.
Vinieron a buscarla, se llevaron su cuerpo, le hicieron preguntas acerca de su matrimonio y del estado mental de Sylvie. Se mire como se mire, el hecho es que se suicidó y le dejó una misteriosa carta de despedida. Una referencia a una cita bíblica. Pero ella no era religiosa, al menos no lo que se suele considerar una religiosa. No asistía a misa ni hablaba del Paraíso ni de Dios. Creía... ¿en qué creía? De vez en cuando habían hablado de ello, de lo que acontece después de la muerte, si es que acontece algo. Sobre todo tras la muerte de su padre en diciembre pasado, Sylvie había mencionado el tema un par de veces. Puede que antes del fin, el padre se hubiese vuelto religioso una vez más. Al final todos regresan a Dios, había dicho su madre.
«¡No me amabas lo bastante, Sylvie, de lo contrario jamás lo hubieras hecho!» La mirada de uno de los policías bastó para dejar claro qué pensaba: que Ethan había engañado a Sylvie, que su matrimonio había llegado a su fin hacía tiempo... El policía no olvidó mencionar que habría una exhaustiva investigación.
¿Había pasado por alto algo? ¿Depresiones, quizás? ¿Acaso estaba tan ocupado con su trabajo? Pero si ella hubiera sufrido una enfermedad incurable se lo habría dicho, ellos siempre hablaban de todo. Excepto en los últimos meses, ha de reconocer, cuando estaba absorto en revisar el libro y después cayó en un abismo profundo.
El alma de Sylvie ocupaba toda la habitación, lo percibe. Tiene el cerebro vacío, todas las conexiones neuronales interrumpidas. No ha preparado un programa de acción. Ha de llamar a la madre de Sylvie en Marbella. Mathilde. «Primero Vincent, ¡y ahora Sylvie! —exclamará—. ¿Qué he hecho para merecer esto, Ethan?» Después le soltará reproches. Se imagina cómo lo mirará, como siempre lo ha mirado. «¿Qué estás haciendo, Ethan? ¿Escribes? Sí, sí, quien escribe perdura, ¿verdad?» Su risa falsa, demasiado sonora, demasiado clara, su pestañeo, su pelo teñido de rubio, el rostro y el cuello estirados. «No lo comprendo, Ethan, no comprendo que un esposo...», dirá y, como siempre, lo que más le gustará a él es agarrarla de los hombros bronceados y sacudirla, para que escupa el resto de la frase. «Y yo tampoco comprendo cómo tú, que eres su madre y con quien hablaba por teléfono casi todos los días, no supieras nada.» Ella se llevará los dedos a las sienes como si sintiera el efecto de unas dolorosas ondas radioeléctricas procedentes del más allá. No, ahora no puede llamar a Mathilde. Más tarde.
En alguna parte suena su móvil. Tarda unos segundos en encontrarlo en su chaqueta.
—¿Es el número de la doctora Sylvie Harris? —pregunta una voz masculina de deje suave.
—¿Quién lo pregunta?
—Jean Ercilla, del restaurante Néctar.
«¿Qué quiere este individuo? ¡Yo no he reservado una condenada mesa!» Tiene ganas de gritar que lo dejen en paz, que su mujer acaba de morir, pero dice:
—¿Sí?
—Madame Harris se dejó algo aquí el viernes por la noche. Puede pasar a recogerlo. Ayer teníamos cerrado y la limpiadora acaba de encontrarlo.
—¿Madame Harris? ¿Está seguro? —Debe de ser un error, un número equivocado. Sylvie no estuvo... «¿Qué estaba haciendo Sylvie en ese restaurante, sola?»—. ¿Sylvie Harris?
—Bien,
monsieur,
sólo tengo el nombre y este número de teléfono.
Las imágenes se agolpan en su cabeza. ¿Cómo, y sobre todo con quién, fue a cenar Sylvie?
—Gracias, se lo diré. ¿Cuál es la dirección?
—Rue Tangerine.
El viernes por la noche, la última noche de Sylvie. Al parecer, murió el sábado, a eso de las diecinueve horas, dijo el policía. Así que el viernes salió a cenar, sin él. El abismo al que se asoma se vuelve más oscuro y profundo. Uno no sale a cenar solo, en todo caso, no Sylvie. «Quizás ocurrió algo ese viernes por la noche, y por eso se quitó la vida.» Se pone en pie, se le ha dormido la pierna izquierda, le hormiguea. «¿Con quién cenó?»
Minutos después baja a la calle y busca un taxi. Podría coger el coche, pero ahora le resulta imposible. Es el de Sylvie, el que usa todos los días para ir a la clínica. Ha de ir hasta la esquina para encontrar un taxi. En cuanto cierra la puerta comprende que su vida se ha dividido en dos, un antes y un después. Y sólo ahora, después, comprende poco a poco cuántas oportunidades dejaron pasar. Cuántas veces se pelearon por nimiedades...
¿Por qué se quitó la vida? ¡Tendría que haberlo llamado! Hubiera acudido de inmediato; ¿o quizá no? Cuando se tragó las pastillas, él estaba en medio de la lectura. ¿Se habría puesto de pie, habría conducido inmediatamente hasta el aeropuerto y volado a París? Ethan mira por la ventanilla: domingo por la noche. En las estrechas calles del Barrio Latino la gente deambula entre las tiendas y los cafés con aspecto jovial y festivo. Eso lo enfurece. ¿Cómo pueden mostrarse felices mientras él sufre? ¿Por qué lo ha golpeado así el destino?
¿Se debía a aquel viaje, a que él no la comprendió? Uganda. Se había opuesto. «¿Qué se te ha perdido allí? También aquí trabajas como médica. ¿Por qué allí? ¡En un lugar así arriesgarás tu vida! ¿Y si un loco te contagia el sida? ¡Allí abajo todos tienen sida!»
En la terraza ajardinada, ella permaneció en silencio junto al cerezo japonés que aún no tenía hojas. Ya lo había dispuesto todo para partir en abril. La conversación se limitaba a una formalidad. Ella lo había decidido por su cuenta. «¿Por qué lo haces?», le había preguntado él. «Porque alguien tiene que asumir la responsabilidad», había contestado ella. Luego se giró, entró en el apartamento y poco después Ethan oyó el portazo. Era un domingo por la mañana, recuerda, el aire frío y húmedo anunciaba nieve, una bruma gris mezclada con el monóxido de carbono de los coches y el olor a butano de las calefacciones. La vio subir al coche y, como siempre, dar topetazos al vehículo de atrás al maniobrar; incluso lo había esperado y, al verla chocar, podría haber gritado de rabia y dolor. Algo se había interpuesto entre ellos, algo tozudo y transparente que los separaba. Ojalá supiera qué era. Esa noche no le preguntó dónde había estado. Calló y fingió que ni siquiera notaba su regreso.
El apartamento del profesor Jérôme Frost de la Rue des Saints Pères en el sexto
arrondissement
se encuentra en la tercera planta de un edificio restaurado del siglo XIX, cuyo cuadrado patio interior el propietario ha convertido en un jardín zen. La gravilla clara forma líneas onduladas y en el centro crece un nogal.
A través de la alta ventana, la inspectora Irene Lejeune contempla las ramas retorcidas, el viento agita las suaves hojas verdes. Un rayo de sol ilumina los tejados de ladrillos y se quiebra en el pequeño estanque donde flotan hojas de nenúfares. «Muy bonito.» Quizás el sábado por la mañana, de pie en el mismo lugar, Jérôme Frost todavía disfrutaba de la tranquilidad. La jornada de trabajo que le esperaba lo alegró, porque su trabajo lo satisfacía, definía su vida y la completaba. «Tal vez era una persona feliz.» No hubiera sospechado que se trataba de su último día de trabajo. Tras ver el apartamento amueblado con gusto y el entorno culto, a Lejeune la profanación de su cadáver le parece aún más cruel. La imagen de la diminuta cabeza de rata dispuesta encima del cuerpo del profesor Frost, los ojos rojos, se desliza como una diapositiva ante sus ojos.