La siembra (2 page)

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Authors: Fran Ray

Todos callan. Isaak se pregunta a qué se referirán, de qué estarán hablando, y cambia de carril.

—¿Alguna vez recordáis que aquí se encuentra la cuna de la humanidad? —pregunta ella de repente, y vuelve a mirar por la ventanilla, sumida en sus pensamientos.

Isaak sigue atento a la conversación, pero entonces aparecen las vistosas banderas de Ubuntu Village. Detiene el coche, se apea y abre la puerta trasera. Y mira directamente a la mujer. De pronto no logra refrenarse, debe hablarle, no puede evitarlo.

—Se lo ruego en nombre de África: no pisotee nuestra alma.

Ella lo mira fijamente hasta que Isaak baja la vista. Sólo ve sus pantorrillas enfundadas en medias de nailon asomadas a la puerta. Lo último que percibe es su perfume. Después se refugia detrás del volante.

Dos asiáticos alzan la mano. Isaak acerca el coche y abre las puertas. Al poner la marcha, vuelve a echar un vistazo hacia atrás, pero la mujer ya ha desaparecido entre la multitud, bajo las banderas multicolores.

Casi diez horas después, tras innumerables trayectos, Isaak Mthethwa conduce el coche con una sola mano y se dirige lentamente a la central. Hace rato que ha oscurecido y está cansado. Muy cansado. El día ha transcurrido, pero él sigue percibiendo la mirada de aquella mujer clavada en la suya. No debería haberle dicho aquello. No le corresponde. Además, no ha comprendido nada de la conversación. Sólo era una impresión... Debe ir a casa y comer algo, a lo mejor su vecina Miriam ha cocinado y le ha guardado un poco.

Demasiado tarde, nota la presencia de un coche oscuro que se acerca lentamente, y también la ventanilla baja y el breve destello metálico. «¡No son los de Fly-Taxi!», piensa. Después sólo oye el disparo, el cristal que se rompe y la explosión en su cabeza.

Seis años después

2

Sábado 22 de Marzo, París

Los afilados bordes de cristal del rascacielos que alberga la Université Pierre et Marie Curie se recortan contra el cielo nocturno. A pesar del viento repentinamente frío y húmedo, aún ahora, a las once y media de la noche, los turistas siguen deambulando por el Barrio Latino, ansiosos por disfrutar cada instante de su viaje de fin de semana. Tres matrimonios, todos de unos cuarenta años y procedentes de una pequeña ciudad de Bélgica, se alojan en una pensión cercana y han postergado irse a la cama lo máximo posible, así que pasan junto a la estación de metro de Jussieu, tiritando y un tanto indecisos, en busca de un bar donde tomar las copas suficientes para conciliar el sueño. No prestan atención al alto edificio del Campus Jussieu en el que se refleja la luna, y tampoco a los cuatro estudiantes que, a sólo unos metros del rascacielos, fuman y discuten a qué club nocturno encaminarse. Nadie, ni los estudiantes ni los turistas belgas, miran hacia los edificios bajos que rodean el rascacielos, donde están situados los departamentos y los laboratorios de biología celular, alimentación e inmunología.

En el ala derecha, detrás de la puerta número 1.378, se encuentra el laboratorio del profesor Jérôme Frost, director del equipo EA 21679. Los tubos de neón iluminan todo el laboratorio casi sin proyectar sombras. El profesor Frost, de más de un metro noventa de estatura, delgado y enjuto, de largos brazos y piernas, cabello rubio rizado y, aunque acaba de cumplir treinta y nueve años, ya encorvado como un viejo investigador, mantiene la vista clavada en las dos ratas blancas que se tambalean por la jaula. Se acaricia las mejillas afeitadas, como si llevara barba. En su alta frente cubierta por dos mechones, las arrugas se marcan más, como siempre que se enfrenta a un problema. Nicolas Gombert, doce años menor y al menos una cabeza más bajo, de pelo oscuro y en excelente forma gracias a sus visitas habituales al gimnasio, está a su lado con las manos en los bolsillos de su bata blanca. Él también observa las ratas, cada vez más desorientadas y débiles.

—Vaya por mi cámara, Nicolas —pide Frost, impasible pese a las prisas y sin apartar la vista de los roedores.

Nicolas se apresura hacia el cuarto anexo. El profesor Frost es un jefe severo que a menudo lo pone de los nervios, pero Nicolas necesita el dinero, vivir es caro y el puesto de ayudante médico-técnico le permite pagar el alquiler de su apartamento, diminuto pero mono, cerca de la Sorbona. La cámara está en el estante detrás de la puerta. Nicolas la cierra, coge el aparato y, cuando va a abrirla de nuevo, oye un estruendo en el laboratorio principal, como si le hubieran pegado una patada a la puerta de entrada.

Titubea, y a continuación oye otro golpe y retrocede. Nunca ha sido valiente y tampoco lo es ahora; no piensa auxiliar al profesor Frost. Se apoya contra la puerta y oye que algo cae al suelo, más golpes y ruido de cristales rotos. ¡Las jaulas! «¡Muévete! ¡Ve a ayudarle!», grita la voz de su conciencia, pero Nicolas se queda paralizado, incapaz de moverse. Entonces oye gemidos y lamentos, pasos que se arrastran y por fin, de repente, el silencio, sólo interrumpido por el zumbido de los tubos de neón. Nicolas mira la puerta fijamente. Las ideas se arremolinan en su cabeza. Drogadictos en busca de sustancias, vándalos que sólo pretenden divertirse, estudiantes que han cateado los exámenes, defensores de los animales... Contiene el aliento y busca un lugar donde esconderse. A su lado está la mesa y un desvencijado sillón; a la izquierda de la puerta, el lavamanos; delante de él, el estante con los medicamentos y los cajones con las jeringas y los escalpelos, los vasos y los recipientes de comida para los animales. Y junto a él, la puerta que da al laboratorio: esta habitación no dispone de salida al pasillo. Piensa en coger un escalpelo del cajón, pero teme hacer ruido, así que tantea la pared y apaga la luz. Ahora está oscuro, a excepción de la franja de luz que asoma debajo de la puerta y la tenue iluminación exterior que penetra a través de un alto ventanuco. Aguza el oído y oye ruidos extraños. ¿Una taladradora? Después el zumbido de un motor, el choque de metal contra madera, un crujido y por fin un ruido como de un trapo mojado fregando el suelo. Tiembla y el temor lo marea. Entonces decide ocultarse bajo la mesa, arrastra el sillón y se acurruca detrás con la frente pegada al suelo, en posición casi fetal, como solía hacer de niño. Si él no ve a nadie, entonces nadie lo ve a él. «¡Qué tontería!» Pero en ese momento es su único consuelo. De pronto oye un ruido metálico. ¿Un cuchillo al caer?

«¡Jean-Marie pensaba visitarme esta noche!», recuerda. El móvil está en el bolsillo de su chaqueta, y ésta colgada en el armario del laboratorio. «Jean-Marie telefoneará, y entonces sabrán que hay alguien más oculto en el laboratorio.» Nicolas siente náuseas. «¡No llames ahora!» Cuando la puerta se abre de golpe, cierra los ojos. Una franja de luz ilumina el suelo y alguien entra en la habitación. Nicolas vislumbra dos pantorrillas enfundadas en un traje blanco protector y los zapatos cubiertos con fundas de plástico. Los fluorescentes se encienden y Nicolas contiene el aliento. Hilillos rojos resbalan por las perneras blancas y las fundas de los zapatos están manchadas de rojo. «Es sangre. Tiene que ser sangre. No pienses, no estás aquí, no existes.» Las patas metálicas del sillón rozan sus muslos. Nicolas empieza a temblar. El sillón lo delatará, cada vez tiembla más, no puede evitarlo... pero en ese instante se apaga la luz, los pies dan media vuelta y la puerta se cierra.

3

Londres

—Ethan, ¡estamos bien encaminados! ¡Las reservas anticipadas son excelentes y encima está la opción de rodar la película! ¡Esta vez lo lograremos! Sírvete un poco de
biryani.

Ethan Harris se pregunta cuándo fue la última vez que su lector ha demostrado semejante euforia. Leon Woolfe nunca había estado tan convencido del éxito y tan relajado, ni siquiera tras la publicación del primer libro de Ethan, calurosamente elogiado por la crítica, aunque en aquella ocasión también habían abierto una botella de champán.

—Has estado genial. El silencio era absoluto. Ni siquiera una tos.

—Bueno, estaba bastante nervioso, y ahora estoy agotado —dice Ethan. Antaño solía tomar un
gin-tonic
antes de una lectura, para entonarse. Antes se tomaba todo más a la ligera, cuando treinta mil ejemplares vendidos ya le suponían un éxito sin esfuerzo, no duramente conquistado con su fuerza de voluntad. Lo peor es cuando los oyentes se muestran agresivos, hacen preguntas provocadoras. Le agrada cuando todo resulta armónico, cuando logra seducir al público (y no cabe duda de que el aforo del Southbank Center londinense es muy grande), cuando guardan silencio y se dejan transportar a otro mundo por su voz. Por eso acuden, ¿verdad? Y no para atacarlo, para acabar con él.

—¿Sabes qué me ha dicho Patty? Que habías invitado a toda la jauría de la sala a montarse en tu canoa, que les ofreciste algo bueno, que los entretuviste estupendamente y que después, de un solo golpe, ¡acabaste con ellos! —ríe Leon—. He llevado la cuenta: sólo tardaron seis segundos en aplaudir como posesos.

Sí, lo disfrutó, pero al mismo tiempo le dio miedo. El silencio se convirtió en un abismo que se volvía cada vez más profundo y oscuro, hasta que por fin el aplauso lo salvó.

Hace nueve años que forman un equipo, Leon de calva brillante y siempre con un jersey negro de cuello alto —Ethan se pregunta qué lleva en verano— y él, Ethan, con un cabello rubio todavía espeso pese a sus cuarenta y dos años; le gusta llevarlos un poco más largos aunque no esté de moda. Son mojones y al mismo tiempo recuerdos de su juventud en Sídney, cuando abandonó la granja de sus padres para conocer algo diferente de la selva, los rodeos, el miedo a la sequía y los precios de las ovejas que volvían a caer. Sus años más despreocupados, así los denomina, cuando junto con sus compañeros recorría la costa en su furgoneta Volkswagen hasta la playa siguiente, hasta el próximo oleaje, para volar por encima de las olas y sentirse libre de cualquier responsabilidad. Durante dos años eternos, y sin embargo demasiado breves.

Leon le indica al camarero indio que se acerque.

—Tráiganos lo que acaba de servirles a los de esa mesa.

El camarero asiente y Leon le sonríe a Ethan.

—Hay que probar algo nuevo de vez en cuando, ¿no?

A lo largo de los años, la cena en la Brasserie Bombay para celebrar el final de la Feria del Libro se ha convertido en un ritual compartido.

—Oye, Ethan —dice Leon, con la boca llena—, después de la Feria deberíamos emprender un viaje de lecturas. Hamburgo, Berlín, Leipzig, Colonia, Munich, además de Viena y Berna. Sylvie tendrá que pasar dos semanas sin ti.

Sylvie. Ethan saca el móvil de la chaqueta y pulsa la tecla correspondiente. Incluso antes de la lectura, quiso llamar para decirle que la sala estaba repleta y la editorial, satisfecha.

Pero vuelve a salirle el contestador automático. Hoy estaba de guardia, ¿verdad? Lo había olvidado. Últimamente ha olvidado muchas cosas relacionadas con ella, demasiado atareado consigo mismo y con su trabajo. Era hora de tomarse unas buenas vacaciones. ¿Quizás en Estados Unidos? «Hace tiempo que tienes ganas de ir a San Francisco, Sylvie.»

—¿Ethan? —La voz de Leon interrumpe sus pensamientos—. ¿Todo en orden?

—Claro. —De pronto siente un cansancio infinito. Como si la tensión de años por fin se hubiera desvanecido.

4

Domingo 23 de Marzo, París

En algún momento, Nicolas osa girar la muñeca para echar un vistazo a los dígitos luminosos del reloj. Son las dos y media. Hace casi dos horas que permanece acurrucado y ya no aguanta más. Le hormiguean las piernas, se le han quedado dormidas y no le extrañaría que no respondan. Jean-Marie no ha llamado. Si las circunstancias fueran otras, se habría enfadado muchísimo. Aguza el oído: nada, absolutamente nada. Lentamente aparta el sillón, se arrastra y se pone de pie con dificultad. En el laboratorio contiguo no se oye nada. Poco a poco recupera la sensibilidad en las piernas, se desliza hasta la puerta y apoya la oreja. El silencio es total. Traga saliva y las imágenes inundan su mente: tubos de ensayo rotos, estanterías en el suelo... ¿Y el profesor Frost? Vuelve a recordar la sangre. A lo mejor sólo lo imaginó, quizá sólo era pintura roja que utilizaron para embadurnar las paredes. Una consigna estúpida o algo así. ¿Por qué sintió tanto miedo? Nicolas acciona el picaporte y titubea, pero como no oye nada entreabre la puerta. El laboratorio está a oscuras, han apagado la luz. Las persianas están bajas, él mismo las bajó esta tarde a las seis, cuando empezaron a trabajar. Una luz tenue penetra entre las láminas de aluminio. Vuelve a aguzar el oído. «¿Y si alguien se ha ocultado aquí y me está esperando?» Pero en ese caso, ya habría aparecido. Nicolas tantea la pared junto a la puerta, percibe el plástico frío del interruptor, duda por última vez y lo acciona. Los tubos de neón titilan y se encienden. Lo primero que ve son las jaulas tumbadas en el suelo, vacías, no se ve ninguna rata por ningún lado. «¡Libertad para las ratas y los ratones!» Suelta una carcajada y el sonido de su propia voz lo asusta. Pero ahí hay algo más, charcos oscuros en el suelo gris. Sangre, eso es sangre, el cerebro le funciona con lentitud. Lo que manchaba el traje protector y los zapatos era sangre... lo recuerda como si hubieran pasado años. De pronto no se atreve a alzar la vista, la mantiene clavada en los charcos de sangre. Sangre humana, sí, demasiada para un par de ratas. No sabe cuántos mililitros de sangre contienen sus cuerpos. «¡Es imposible que no lo sepa! ¡Debería saberlo!» Pero esos juegos imaginarios ya no le sirven, recorre la habitación con la mirada y se detiene en una imagen. ¿Durante cuántos segundos, sin que su cerebro pueda asimilar lo que están viendo sus ojos? Por fin comprende lo que ve y suelta un grito. Abre la puerta, corre por los pasillos solitarios, pasa junto a la entrada, tropieza con un cuerpo tendido en el suelo y quiere introducir la tarjeta en la ranura para abrir la salida. «Maldición, está en la chaqueta», al igual que todo lo demás: la cartera, las llaves, el móvil. Tiene que volver, volver al infierno. Se pone rígido, pero se obliga a regresar al laboratorio, donde abre el armario, coge la chaqueta, vuelve a recorrer el pasillo y por fin logra salir a la fría noche. Pasa junto a unos estudiantes que fuman, uno observa como cruza corriendo la calle y casi choca con los tres matrimonios de turistas.

—¡Eh, cuidado! —grita alguien a sus espaldas.

5

«¡Dios mío!» Hace sólo quince minutos, cuando la inspectora Irene Lejeune arrancó de la Comisaría Central de la Rue de la Montaigne Sainte junto con David Hazan, aún creía que tras veinticinco años de servicio estaba preparada para enfrentarse a todo. El jefe del servicio de limpieza del laboratorio de bioingeniería le había comunicado por teléfono —sin que le temblara la voz— que en las dependencias de la universidad había sido ejecutado un hombre. Eso acabó con los planes de Irene de pasar un fin de semana tranquilo, una tarde y noche del domingo —aunque frío y lluvioso— con Roland y los niños. Un poco de normalidad. Pero lo que ahora contempla supera lo imaginable.

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