La siembra (7 page)

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Authors: Fran Ray

—¿De verdad teníamos que acudir aquí?

Al oír la voz de David, Irene se da la vuelta. Han llegado demasiado tarde. Contempla los cortes en los sillones de cuero marrón, los libros desparramados en la gruesa alfombra color arena y las palabras garabateadas con pintura verde en la pared de ladrillo:

MUERTE A LOS QUE DESPRECIAN A DIOS

Mete las manos en los bolsillos de la gabardina y sacude la cabeza.

—Casi siempre llegamos demasiado tarde, es nuestro destino. —La camiseta de David vuelve a llamarle la atención—. Además, en este caso me parece inadecuada.

David baja la vista y tarda un instante en comprender a qué se refiere: en su camiseta pone «Salvemos la Tierra».

—Mañana me pondré otra cosa —asegura.

Los que desprecian a Dios. ¿Se trata de un nuevo indicio de quiénes son los asesinos? ¿Fanáticos religiosos? Recuerda al iraquí. «Tonterías. "Los que desprecian a Dios" también forma parte del vocabulario cristiano.»

—¿Ha encontrado algo? —Señala la empinada escalera de metal que conduce a la planta superior, donde se encuentran el baño y el dormitorio.

—Nada en especial. Pero me parece que aquí hay algo. —Se acerca con un paquete en la mano, y entonces suena el móvil de Lejeune.

—¡Estamos de suerte, Irene! —Es Olivier, uno de los técnicos de huellas dactilares.

—¿Ah sí? —Olivier convierte cada información en una novela.

—Una joven oyó un ruido extraño en un contenedor de basura y descubrió una bolsa de plástico...

—¿Y? —«¿Qué diablos había en la bolsa de plástico, Olivier?» Lejeune sabe que no debe meterle prisa porque se ofendería; ha de sacarle cada palabra con tirabuzón.

—¡Un perrito blanco!

Cree oír su risa.

—¡Vamos, Olivier!

—Vale. Había otra bolsa grande y la chica creyó que contendría otro perro, tal vez uno más grande, pero no era un perro sino otra cosa. —Lejeune inspira profundamente—. Las cosas de nuestro asesino.

—¿Qué cosas?

—Un mono manchado de sangre, un cuchillo eléctrico, guantes de goma, fundas protectoras para los zapatos. ¡Estaba todo ahí! Debido a las manchas de sangre entregaremos el mono...

Ella lo interrumpe, ahora no hay tiempo para un informe prolongado.

—Llamadme en cuanto sepáis algo nuevo.

Cuando cuelga, David le lanza una mirada inquisitiva y ella resume lo que le ha informado Olivier.

—Estamos de suerte —dice David, y le enseña un puñado de cartas—. Sin sello. Tal vez las echaron directamente en su buzón.

—¿Dónde estaban?

—Arriba, debajo del colchón.

Lejeune extrae una hoja del primer sobre. «Quita las manos de la creación de Dios, o lo lamentarás», lee, escrito a máquina. Abre el segundo sobre. «Deja el trabajo o lo lamentarás.» Las tres siguientes son parecidas, sólo la última es distinta: «Date por muerto.»

—Las ignoró todas, jamás informó a la policía —dice David, y desliza las cartas en la bolsa transparente para conservar huellas y la cierra.

Por enésima vez, le parece a Lejeune, recorre la habitación con la vista. Algo le resulta ilógico, algo no encaja.

«"Muerte a los que desprecian a Dios"... "Bonito nuevo mundo de los investigadores genéticos"... "O lo lamentarás"...»

¿Quién escribe cosas semejantes? ¿Quién utiliza semejantes palabras? ¿Qué ha hecho el profesor Frost para que lo asesinaran por ello? ¿Quién lo odiaba?

David contempla los cojines destrozados, los montones de libros en la alfombra, y se rasca la cabeza.

—Lo revisaron todo, pero no movieron los colchones.

—Sí, curioso, ¿no? Usted no ocultaría cartas amenazadoras anónimas bajo el colchón, ¿verdad?

14

«Néctar.» Letras blancas sobre fondo negro. Orquídeas en las ventanas. Dos altas antorchas titilando al viento iluminan la entrada y la cortina de terciopelo negro, de las ventanas alargadas surge una luz dorada y cálida. «Nadie cena a solas en semejante restaurante. ¿Quién acompañaba a Sylvie?» Ethan paga y se apea del taxi. Titubea un instante antes de apartar la cortina, un breve instante en el que teme descubrir algo acerca de Sylvie que prefiere no saber. Pero ahora está aquí, y las fantasías son peores que la realidad. Entra con paso decidido y percibe el voluptuoso aroma de las especias indias. Ya no duda: «Sylvie me engañaba.»

—Monsieur?
—La voz pertenece a un elegante hombre de cabello negro azulado y tez oscura. ¿Jean Ercilla?

—Acabamos de hablar por teléfono. Mi mujer me rogó... —empieza Ethan pero se interrumpe: no puede decirle que se ha suicidado, eso no le importa a nadie.

—Comprendo. Un momento,
monsieur.
—Jean Ercilla se dirige a la barra y regresa.

—Aquí tiene,
monsieur.
—Hace una reverencia y le entrega algo. Ethan esperaba un Notebook, un bolso, el chal verde de Sylvie con hilos dorados... pero ¿esto?

—Salúdela de mi parte y vuelvan pronto.

Ethan sólo asiente con la cabeza. Aturdido, desconcertado, sorprendido. Furioso: guantes de cuero marrón, guantes masculinos. «Sylvie se citó con un hombre.»

En el estanco al otro lado de la calle compra Gauloises y un mechero barato. Hasta hace seis años, él y Sylvie de vez en cuando fumaban un cigarrillo después de comer. Disfrutaban repantigándose, observando los anillos de humo y soñando con el próximo viaje, con un vestido nuevo, con una excursión. Ya no recuerda cuál de los dos quiso dejar de fumar. A solas no tiene gracia y, junto con los cigarrillos, se apagaron los sueños.

La llama es demasiado pequeña, el viento la apaga. Ethan vuelve a darle a la ruedita y ahora sí enciende. Guantes de hombre. Camina calle arriba, pasa junto a las mesas y sillas dispuestas en las terrazas de los cafés pese a la temperatura fresca. Altas estufas de butano proyectan una luz rojiza sobre las cabezas.

En aquel entonces optó por una vida diferente, abandonó la anterior, se trasladó de Sídney a París cuando ya nada lo retenía, cuando abandonó a Ruth y al niño. Y ahora debe reconocer que vuelve a estar solo.

¿Quién era ese hombre? No acaba el cigarrillo, lo arroja a la alcantarilla. ¿Con quién se encontró Sylvie? ¿En quién confió? Necesita hablar con alguien. Piensa en Scout, pero a estas horas ya estará borracho.

Se da cuenta de que está en la Rue Suger, casi delante de la casa de Sarah. A lo mejor Sylvie le contó algo, al fin y al cabo la consideraba su mejor amiga y de vez en cuando salían juntas de noche.

El botón del timbre, negro y rayado, se diferencia de los otros cinco, nuevos y lisos.

—¿Sí?

—Soy Ethan.

No hay respuesta. «¿Soy inoportuno?» Cuando está a punto de marcharse, oye el zumbido del portero automático.

Sube los peldaños de tres en tres. Cuando alcanza la segunda planta, ella está apoyada en la puerta entreabierta. Más delgada y pálida de lo que él recuerda, el pelo rubio largo hasta los hombros desgreñado, el mentón afilado, los labios pálidos. Lleva un chándal y una sudadera con capucha desgastados. Cuando se arregla tiene un aspecto muy diferente, guapa y seductora; es obvio que no esperaba visita.

—Lamento aparecer de improviso...

Ella no sonríe y tampoco abre la puerta del todo. De pronto aparece el gato atigrado, un animal hirsuto y cojo de una pata trasera que se sienta y lo mira fijamente.

—¿Qué pasa con vosotros? —pregunta ella.

Sacude la cabeza ante la mirada irritada de Ethan.

—Estaba citada con Sylvie el viernes por la noche, y de repente anula la cita, dice que tomaremos una copa el sábado y después no aparece. ¡Ni siquiera contesta al móvil!

—Sylvie se suicidó. —Es la primera vez que lo dice en voz alta.

—¿Qué...? —Sarah lo mira fijamente—. Pero ¡qué dices!... ¿Cómo? —Con frecuencia, la mirada de sus ojos demasiado juntos lo ha rozado de manera desagradable. Con excesiva insistencia, como la del gato, que sigue mirándolo.

—Pastillas. Las venas de la muñeca. —Ethan señala la puerta—. ¿Puedo entrar?

Aturdida, ella da un paso a un lado; el gato sale corriendo. El estrecho pasillo de baldosas blancas y negras plastificadas conduce a la cocina, un tubo corto en el que apenas cabe una encimera a un lado y una mesa plegable con dos sillas al otro. Todo en el apartamento es de Ikea.

—¿Quieres...? —le ofrece, indicando la tetera junto a una taza y un libro abierto en la encimera. Ethan nota que le tiemblan las manos.

—No, no; gracias.

—Siéntate.

Aparta una silla y toma asiento. La lámpara de la cocina proyecta un círculo claro sobre la mesa blanca, en cuyo centro reposa el libro. De pronto se nota exhausto. Ella se sienta delante de su taza. El gato salta al regazo de su ama y vuelve a mirar a Ethan fijamente como si fuera un intruso indeseable. Él percibe olor a hinojo.

—Pero ¿cómo es posi...? —pregunta Sarah.

Él la contempla. La luz cenital aumenta su expresión de angustiado. Los círculos oscuros que le rodean los ojos se han vuelto más pronunciados desde la última vez que la vio, en el cumpleaños de Sylvie, en febrero. Sabe que trabaja demasiado, y sobre todo por las noches. Traducciones: filosofía, esoterismo... temas de los que él lo ignora todo. Al francés, del polaco y el alemán. No recuerda dónde se conocieron ambas. Ella cubre la mano de él con la suya, fría y rígida, aunque pretende consolarlo. Él reprime las ganas de retirarla. En cierta ocasión, los tres estaban en un bar, recuerda, y tras el tercer o cuarto cóctel Sarah se acercó cada vez más, se restregó contra él... Sylvie simuló no notarlo y después él jamás lo mencionó. Pero ahora retira la mano.

—¿Sylvie te habló alguna vez de un amante? —le pregunta.

La mirada compasiva desaparece, los ojos grises lo contemplan con escepticismo, igual que los del gato.

—¿Por qué lo preguntas?

—El viernes por la noche cenó con un hombre en un restaurante.

—Por eso canceló la cita... —murmura Sarah.

«Se siente engañada. Engañada por Sylvie, como yo.»

—¿No dejó una nota?

—No.

—Era mi mejor amiga, pese a que últimamente no nos veíamos tan a menudo como antes.

Él apenas la oye, habla en voz muy baja. Ethan mantiene la vista clavada en la mesa blanca, observa las marcas secas de las tazas de té y una grieta provocada por la madera hinchada, tal vez por la humedad de líquidos derramados.

—¿Alguna vez te dijo algo de mí...? —quiere saber—. ¿No estaba contenta con... con la vida que llevábamos?

Sarah encoge los hombros angulosos. Sylvie le contó que todos los días corre siete kilómetros con el auricular del iPod en la oreja y que participa en demenciales maratones a través del desierto...

—No lo sé... —Sarah interrumpe sus pensamientos—. No —repite, y se remete un mechón detrás de la oreja con gesto cansino—. Bueno, de vez en cuando se quejaba de que no la escuchabas, que siempre estabas enfrascado en tus libros. —Se coge la mano izquierda con fuerza, como un escalador a una roca. Entonces recuerda que en cierta ocasión los invitó a participar en una escalada, pero ambos rehusaron aduciendo que sufrían de vértigo.

—¿Crees que se suicidó por eso? —replica él—. ¿Por mí?

—¡No, claro que no, Ethan! —Sacude la cabeza, desconcertada y asustada—. Lo siento, ha de ser terrible para ti.

—Sí.

En el apartamento de arriba mueven sillas, en el de abajo se oyen ruidos. Recuerda que la cocina da al patio interior, donde están los cubos de basura. Debería marcharse.

—He de irme.

—Espera, Ethan. Puedes... dormir aquí, si quieres.

—Gracias, pero... —Se pone en pie. El gato brinca del regazo de Sarah.

—¿Estás seguro?

—Sí.

Ella lo sigue a lo largo del pasillo. Por primera vez él presta atención a las fotografías colgadas de las paredes: icebergs resplandecientes en aguas azules, un paisaje de la sabana africana con una manada de ñus, manglares reflejados en el agua, cactus en flor en un desierto. Ethan se vuelve hacia ella.

—Ningún ser humano.

Ella recorre las fotos con mirada ausente.

—No, ningún ser humano —dice en voz baja.

Algo lo impulsa a abrazarla, pero ella no se detiene. Mejor. No quiere llorar, no en los brazos de ella, no en los brazos de cualquiera. Sabe que si llora todo se derrumbará. Así que se dirige a la puerta.

—¿Ha intervenido la policía? —pregunta ella.

Esa pregunta lo sorprende, incluso lo irrita.

—Claro —dice, asintiendo con la cabeza.

Ella lo imita.

—Si necesitas ayuda... —dice cuando él sale al rellano, pero con tono de circunstancia, como si supiera que él jamás aceptará su ofrecimiento.

Sólo al llegar a la planta baja oye como ella cierra la puerta. No, no quiere creer que Sylvie se quitó la vida porque él no le dedicó el tiempo suficiente. Los condenados guantes aún reposan en el bolsillo de su abrigo. Encontrará a ese individuo y entonces...

En la calle choca contra un borracho vacilante.

—¡Ten cuidado! —lo increpa.

—¡Tú ten cuidado! —gruñe el otro, y sigue caminando.

Pero Ethan lo coge del hombro, lo obliga a darse la vuelta y lo aferra del cuello del abrigo; percibe su aliento a alcohol. Ese hombre lo vuelve agresivo, desencadena algo en su interior, lo enfurece...

—¡Cierra el pico! —sisea Ethan. Lo sacude, quiere abofetearlo, pegarle un puñetazo en el estómago y, cuando se desplome, darle en la nuca con el borde de la palma y patearlo... pero sus manos aún aferran el cuello del abrigo, como si ya no le pertenecieran. Entonces algo húmedo le da en la cara. «¡Este tipejo me ha lanzado un escupitajo!»

—¡Lárgate! —grita Ethan, y le pega un empujón. El individuo se tambalea y cae contra la pared del edificio.

Tras doblar la esquina, Ethan se golpea la cabeza contra el muro, una y otra vez. Después rompe a llorar, su vida se derrumba, él tiene la culpa de todo. Fue incapaz de hablar con Sylvie, lo dio todo por hecho, el amor, la felicidad de haber encontrado a una persona a la que uno se siente próximo, con la que puede compartirlo todo... ¿Y Sylvie? ¿Acaso dejó de confiar en él, si es que alguna vez lo hizo? La áspera pared le araña la piel, le escuece, le duele, pero Ethan no se detiene. ¿Por qué se dejó llevar?

Ha tocado fondo. El fondo del abismo.

15

Irene Lejeune conduce ensimismada a través de la lluvia y la oscuridad, de manera mecánica en medio del tráfico nocturno. Ya no disfruta de la vida, apenas recuerda algo agradable, sólo trabajar, dormir, organizar... y tener sentimientos de culpa. Cuando llegue a casa, a la Rue d'Alésia, los niños ya estarán durmiendo en su minúscula habitación, no podrán contarle nada de la excursión: también Roland estará acostado en el dormitorio conyugal, igual de minúsculo. Durante la semana ya estaría trabajando y mañana todo seguirá igual.

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