La sociedad de consumo (15 page)

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Authors: Jean Baudrillard

En un grupo restringido, las necesidades, como la competencia, sin duda pueden estabilizarse. En él, la escalada de los significantes de estatus y del material distintivo es menor. Esto puede observarse en las sociedades tradicionales o en los microgrupos. Pero, en una sociedad de concentración industrial y urbana, de densidad y de promiscuidad mucho mayores, como la nuestra, la exigencia de diferenciación crece aún más rápidamente que la productividad material. Cuando todo el universo social se urbaniza, cuando la comunicación se vuelve total, las «necesidades» crecen según una asíntota vertical, no por
apetito
, sino por
competencia.

La ciudad es el lugar geométrico de esta escalada, de esta «reacción en cadena» diferencial, que sanciona la dictadura total de la
moda
. (Ahora bien, el proceso refuerza a su vez la concentración urbana, por la aculturación rápida de las zonas rurales o marginales. Por lo tanto, es irreversible. Toda veleidad de bloquearlo es ingenua.) La densidad humana en sí es fascinante, pero sobre todo, el
discurso de la ciudad
es la competencia misma: móviles, deseos, encuentros, estímulos, el veredicto incesante de los otros, erotización continua, información, solicitación publicitaria son todos elementos que componen una suerte de destino abstracto de participación colectiva, sobre un fondo real de competencia generalizada.

Así como la concentración industrial se traduce en una producción siempre creciente de bienes, la concentración urbana produce un incremento ilimitado de las necesidades. Si bien, los dos tipos de concentración son contemporáneos, cada uno tiene, sin embargo, como vimos, su propia dinámica, de modo que no coinciden en sus resultados. La concentración urbana (y con ella la diferenciación) va más rápido que la productividad. Este es el fundamento de la alienación urbana. Con todo, termina por establecerse un equilibrio neurótico que beneficia el orden más coherente de la producción, con lo que la proliferación de las necesidades llega a retroceder hasta el orden de los productos para integrarse, bien o mal, a él.

Todo esto define
la sociedad de crecimiento como lo contrario de una sociedad de abundancia
. Gracias a esta tensión constante entre las necesidades competitivas y la producción, gracias a esta tensión
de carestía
, a esta «pauperización psicológica», el orden de producción se organiza para hacer nacer y «satisfacer» únicamente las necesidades que se ajustan a él. Según esta lógica, en el orden del crecimiento no hay —ni puede haber— necesidades autónomas;
sólo existen las necesidades del crecimiento
. En el sistema no hay lugar para las finalidades individuales; sólo hay lugar para las finalidades del sistema. Todas las disfunciones señaladas por Galbraith, Bertrand de Jouvenel y otros son
lógicas
. Los automóviles y las autopistas son una necesidad del sistema, esto está bastante claro, pero también lo es la formación universitaria de los empleados de nivel medio, de ahí que la «democratización» de la universidad sea una necesidad tan importante como la producción de automóviles
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. Precisamente porque el sistema produce únicamente para sus propias necesidades, se oculta sistemáticamente detrás del pretexto de las necesidades individuales. De ahí la excrecencia gigantesca del consumo privado sobre los servicios colectivos (Galbraith), un fenómeno que no es, en modo alguno, accidental. El culto de la espontaneidad individual y de la naturalidad de las necesidades lleva la carga de la opción productivista. Hasta las necesidades más «racionales» (instrucción, cultura, salud, transporte, entretenimiento), recortadas de su significación colectiva real, se recuperan y se equiparan a las necesidades derivadas del crecimiento en la prospectiva sistemática de este crecimiento.

Por otra parte, la sociedad de crecimiento es lo contrario que la sociedad de la abundancia en un sentido aún más profundo. Me refiero a que, antes de ser una sociedad de producción de bienes es una sociedad de producción de privilegios. Y existe una relación necesaria, definible desde el punto de vista sociológico, entre el
privilegio
y la
carestía
. No podría (independientemente de la sociedad que se trate) haber privilegio sin carestía. Ambos están estructuralmente ligados. De modo que el crecimiento, a través de su lógica
social
, se define paradójicamente por la reproducción de una escasez estructural. Esta carestía no tiene ya el mismo sentido que la carestía primaria (la rareza de los
bienes
). Esta última podía considerarse como algo provisorio que en parte es resorbido, pero la carestía estructural que la sustituye en nuestras sociedades es definitiva pues ha sido
sistematizada
como función de reactivación y estrategia de poder en la lógica misma del orden del crecimiento.

En conclusión, diremos que de todas maneras hay una contradicción lógica entre la hipótesis ideológica de la sociedad de crecimiento, que es la homogeneización social en el nivel más alto, y su lógica social concreta, fundada en una diferenciación estructural: este conjunto, lógicamente contradictorio, es la base de una estrategia global.

Y señalaremos una vez más, en último lugar, la ilusión mayor, la mitología cardinal de esta falsa sociedad de la abundancia: la ilusión del reparto, según el esquema idealista de los «vasos comunicantes». El flujo de bienes y de productos no se equilibra como el nivel de los mares. La inercia social, a diferencia de la inercia natural, lleva a un estado de distorsión, de disparidad y de privilegio. El crecimiento no es la democracia. La profusión es funcional a la discriminación. ¿Cómo podría entonces ser su correctivo?

EL PALEOLÍTICO O LA PRIMERA SOCIEDAD DE ABUNDANCIA

Debemos abandonar la idea recibida, según la cual una sociedad de abundancia es una sociedad en la cual se satisfacen fácilmente todas las necesidades materiales (y culturales), pues esa idea hace abstracción de toda lógica social. Mucho más acertada parece la idea, retomada por Marshall Sahlins en su artículo sobre la «primera sociedad de abundancia»
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, que sostiene que nuestras sociedades industriales y productivistas —a diferencia de ciertas sociedades primitivas— están
dominadas por la rareza
, por la obsesión de rareza característica de la economía de mercado. Cuanto más se produce, más se destaca, en el seno mismo de la profusión, el alejamiento irremediable del término final que sería la abundancia, definida como el equilibrio de la producción humana y de las finalidades humanas. Puesto que lo que se satisface en una sociedad de crecimiento, y se satisface cada vez más a medida que crece la productividad, son las necesidades mismas del orden de producción y no las «necesidades» del individuo, sobre cuyo desconocimiento reposa, por el contrario, todo el sistema, es evidente que la abundancia retrocede indefinidamente; mejor aún: la abundancia se niega irremediablemente en provecho del reinado organizado de la rareza (la escasez estructural).

Para Sahlins, quienes conocían la verdadera abundancia, a pesar de su absoluta «pobreza», eran los cazadores recolectores (las tribus nómadas primitivas de Australia, del Kalahari, etc.). Los primitivos no poseen nada propio, no están obsesionados por sus objetos, que van descartando para desplazarse más cómodamente. No hay entre ellos ningún aparato de producción ni de «trabajo»: cazan y recolectan «con tranquilidad», podríamos decir, y comparten todo entre sí. La prodigalidad es total: consumen todo de entrada, sin cálculo económico y sin almacenar. El cazador recolector no tiene nada del
homo economicus
de invención burguesa. Desconoce los fundamentos de la economía política. Ni siquiera se acerca a los límites de las energías humanas, de los recursos naturales y de las posibilidades efectivas. Duerme mucho. Confía —y esto es lo que marca su sistema económico— en la riqueza de los recursos naturales, mientras que nuestro sistema está marcado (y, con el perfeccionamiento técnico, cada vez lo está más) por la desesperación ante la insuficiencia de los medios humanos, por una angustia radical y catastrófica que es el efecto profundo de la economía de mercado y de la competencia generalizada.

La «imprevisión» y la «prodigalidad»
colectivas
, características de las sociedades primitivas, son el signo de la abundancia
real
. Nosotros sólo tenemos las
señales
de la abundancia. Acorralamos, mediante un gigantesco aparato de producción, los
signos
de la pobreza y de la escasez. Pero la pobreza no consiste, dice Sahlin, ni en una pequeña cantidad de bienes ni simplemente en una relación entre fines y medios: la pobreza es sobre todo una
relación entre los hombres
. Lo que funda la «confianza» de los primitivos y lo que hace que vivan la abundancia aun pasando hambre es, finalmente, la transparencia y la reciprocidad de las relaciones sociales. Es el hecho de que ninguna monopolización de ninguna especie, ya sea de la naturaleza, del suelo, ya sea de los instrumentos o de los productos del «trabajo», interfiere en los intercambios ni instituye la rareza. Tampoco hay acumulación que siempre es la fuente del poder. En la economía del don y del intercambio simbólico, una cantidad escasa y siempre finita de bienes basta para crear la riqueza general, pues esos pocos bienes pasan constantemente de unos a otros. La riqueza no se basa en los bienes, sino en el intercambio concreto entre las personas, por lo tanto, es ilimitada, ya que el ciclo del intercambio no tiene fin, aunque se dé entre un número limitado de individuos, pues cada momento del ciclo de intercambio agrega valor al objeto intercambiado. En el proceso de competencia y de diferenciación características de nuestras sociedades civilizadas e industriales lo que se advierte es la inversión de esta dialéctica concreta y relacional de la riqueza, que aparece como
dialéctica de la carestía
y de la necesidad ilimitada. Cuando, en el intercambio primitivo, cada relación aumenta la riqueza social, en nuestras sociedades «diferenciales», cada relación social aumenta la carencia individual, puesto que toda cosa poseída queda relativizada con respecto a los otros (en el intercambio primitivo, se
valoriza
por la relación misma con los demás).

Por todo lo dicho, no es paradójico sostener que en nuestras sociedades «afluentes», la abundancia se ha
perdido
y que no podrá recobrarse aumentando al infinito la productividad ni liberando nuevas fuerzas productivas. Puesto que la definición estructural de la abundancia y de la riqueza está en la organización social, únicamente podría reinstaurarla una revolución de la organización social y de las relaciones sociales. ¿Retornaremos algún día, más allá de la economía de mercado, a la prodigalidad? En lugar de la prodigalidad, tenemos el «consumo», el consumo forzado a perpetuidad, hermano gemelo de la escasez. La lógica social dio a conocer a los primitivos la «primera» (y única) sociedad de abundancia. Nuestra lógica social nos condena a una carestía lujosa y espectacular.

4. POR UNA TEORÍA DEL CONSUMO
LA AUTOPSIA DEL
HOMO ŒCONOMICUS

Esto es un cuento: «Había una vez un hombre que vivía en la escasez. Después de muchas aventuras y de un largo viaje a través de la ciencia económica, conoció la sociedad de la abundancia. Se casaron y tuvieron muchas necesidades.» «La belleza del
homo œconomicus
, decía A. N. Whitehead, consistía en que sabíamos exactamente lo que buscaba.» Ese fósil humano de la Edad de Oro, nacido en la era moderna de la feliz conjunción de la Naturaleza Humana y los Derechos del Hombre, está dotada de un intenso principio de racionalidad formal que lo lleva a:

1. buscar en la sombra de una vacilación su propia felicidad;

2. dar preferencia a los objetos que le darán el máximo de satisfacción.

Todos los discursos, profanos o científicos, sobre el consumo, están articulados siguiendo esta secuencia que es la secuencia, mitológica, de un cuento: un Hombre «dotado» de necesidades que lo «llevan» hacia objetos que le «dan» satisfacción. Como, a pesar de todo, el hombre nunca está satisfecho (cosa que, por lo demás, se le reprocha), la misma historia vuelve a comenzar indefinidamente, con la evidencia difunta de las viejas fábulas.

En algunos aflora la perplejidad: «Las necesidades son el aspecto más obstinadamente desconocido de todas las incógnitas de que se ocupa la ciencia económica» (Knight). Pero ese desconocimiento no impide que todos los partidarios de las disciplinas antropológicas, de Marx a Galbraith, de Robinson Crusoe a Chombart de Lauwe, continúen recitando fielmente la letanía de las necesidades. Para el economista es la «utilidad»: el deseo de poseer tal bien específico a fin de consumirlo, es decir, de destruir su utilidad. Por lo tanto, los bienes disponibles, las preferencias orientadas por el desglose de los productos ofrecidos en el mercado, determinan ya la finalidad de la necesidad. Ésta es en el fondo la
demanda solvente
. Para el psicólogo, es la «motivación», teoría un poco más compleja, menos orientada al objeto y más orientada al instinto, de una especie de necesidad preexistente, mal definida. Para los sociólogos y los psicosociólogos, que son los últimos en perseguir el rastro, hay un componente «sociocultural». Éstos no ponen en duda el postulado antropológico de un ser
individual
que tiene necesidades y que, impulsado por la naturaleza, busca satisfacerlas, ni la noción de que el consumidor sea un ser libre, consciente y que supuestamente sabe lo que quiere (los sociólogos desconfían de las «motivaciones profundas»), pero, sobre la base de ese postulado idealista, admiten que hay una «dinámica social» de las necesidades. Y para sostener sus argumentaciones hacen referencia a modelos de conformidad y de competencia (
Keep up with the Joneses
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) sacados del contexto de grupo o a los grandes «modelos culturales» integrados en la sociedad global o en la historia.

A grandes rasgos, podemos determinar tres posiciones:

1. Para Marshall, las necesidades son interdependientes y racionales.

2. Para Galbraith (volveremos sobre esta posición), la persuasión determina e impone las elecciones.

3. Para Gervasí (y otros), las necesidades son interdependientes y resultan de un aprendizaje (más que de un cálculo racional).

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