Read La sociedad de consumo Online
Authors: Jean Baudrillard
Si admitimos esta paradoja estructural del crecimiento, de donde surgen las contradicciones y las paradojas de la abundancia, es ingenuo y engañoso confundir con los pobres al 20% de «menos privilegiados» y de «excluidos», los procesos lógicos del subdesarrollo social. Estos últimos no pueden localizarse en las personas reales, en los lugares reales, en grupos reales. Por consiguiente, tampoco son exorcizables mediante una lluvia de miles de millones de dólares con los que se riega a las clases bajas, a golpe de redistribución masiva destinada a «erradicar la pobreza» e igualar las oportunidades (orquestando todo esto como la «nueva frontera»
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, ideal social capaz de hacer llorar a la muchedumbre). A veces, hay que reconocer que los
greatsocietistas
creen realmente en todo esto, lo cual hace aún más cómico su desconcierto ante el fracaso de su esfuerzo «tenaz y generoso».
Si la pobreza, si el deterioro de la calidad de vida, son irreducibles, ello se explica porque son fenómenos que están presentes en todas partes y no sólo en los barrios pobres, no sólo en los
slums
o en las chabolas, sino en la estructura socioeconómica. Pero esto es justamente lo que hay que ocultar, lo que no debe decirse: para ocultar esta realidad, nunca son demasiados los miles de millones de dólares que se invierten (así, puede ser necesario dedicar enormes cantidades de dólares a gastos médicos y farmacéuticos para no tener que admitir que el mal es, por otra parte, de orden psíquico, por ejemplo, un proceso bien conocido de desconocimiento). Una sociedad, igual que un individuo, puede así arruinarse para escapar al análisis. Aunque, en este caso es cierto que el análisis sería mortal para el sistema mismo. Por lo tanto, no resulta tan caro sacrificar miles de millones inútiles en la lucha contra lo que no es más que el
fantasma visible
de la pobreza, si con ello se consigue salvar el mito del crecimiento. Es necesario ir aún más lejos y reconocer que
esta pobreza real es un mito
que permite exaltar el mito del crecimiento, simular ensañarse contra ella y resucitarla, con gran pesar, siguiendo las finalidades secretas del sistema.
Dicho esto, vale aclarar que ello no implica creer que los sistemas industrial o capitalista resucitan continuamente la pobreza o se identifican con la carrera armamentista porque son
deliberadamente
sanguinarios y odiosos. El análisis moralizante (del que no escapan ni los liberales ni los marxistas) es siempre un error. Si el sistema pudiera equilibrarse o sobrevivir sobre otras bases que no fueran el desempleo, el subdesarrollo y los gastos militares, lo haría. Y en ocasiones lo hace: cuando puede consolidar su poderío gracias a efectos sociales benéficos, gracias a la «abundancia», no deja de hacerlo. No está a priori contra las «consecuencias» sociales del progreso. El bienestar de los ciudadanos y de la fuerza nuclear son, indistintamente y al mismo tiempo, algunos de sus objetivos, pues, en el fondo, los dos le dan lo mismo como contenido, pues su finalidad está en otra parte.
Sencillamente, en el nivel estratégico, ocurre que los gastos militares (por ejemplo) son más seguros, más controlables, más eficaces para la supervivencia y la finalidad del conjunto del sistema que la educación; el automóvil, más que el hospital; la televisión de color más que los espacios de juego, etc. Pero esta discriminación negativa no alcanza los servicios colectivos como tales. La cuestión es aún más grave:
el sistema sólo conoce las condiciones de su supervivencia; ignora los contenidos sociales e individuales
. Esto debe prevenirnos contra ciertas ilusiones (típicas de los reformistas sociales). Me refiero a creer que el sistema puede cambiar modificando sus contenidos (transferir el presupuesto de gastos militares al de educación, etc.). Por lo demás, la paradoja estriba en que el sistema mismo asume y realiza, lenta pero de manera segura, todas estas reivindicaciones sociales, sustrayéndose así de las presiones de quienes sustentan su plataforma política proponiendo esas reformas. Consumo, información, comunicación, cultura, abundancia: hoy el sistema mismo instaura, descubre y organiza todo esto, presentándolo, para su mayor gloria, como las nuevas
fuerzas productivas
. También él se reconvierte (relativamente) de una estructura violenta a una estructura no violenta; sustituye la explotación y la guerra por la abundancia y el consumo. Pero nadie debería agradecérselo pues esa reconversión no implica que el sistema cambie y si lo hace es sólo obedeciendo a sus propias leyes.
La lógica social alcanza no sólo la abundancia, sino también los perjuicios. La influencia del medio urbano e industrial hace que otros elementos se vuelvan escasos: el espacio y el tiempo, el aire puro, los espacios verdes, el agua, el silencio… Ciertos bienes, que alguna vez fueron gratuitos y estuvieron disponibles en profusión se convierten en bienes de lujo accesibles solamente a los privilegiados, mientras que los bienes fabricados o los servicios se ofrecen de manera generalizada.
La relativa homogeneización en el nivel de los bienes de primera necesidad aparece pues acompañada de un «trastrocamiento» de los valores y de una nueva jerarquía de las utilidades. La distorsión y la desigualdad no se reducen, sino que se
transfieren
. Los objetos de consumo corriente llegan a ser cada vez menos significativos del rango social y los ingresos mismos, en la medida en que se atenúan las grandes disparidades, pierden su valor de criterio distintivo. Hasta es posible que el consumo (entendido en el sentido de gasto, de compra y de posesión de objetos visibles) pierda poco a poco el papel eminente que desempeña hoy en la geometría variable del estatus, en provecho de otros criterios y de otro tipo de conductas. Llevando esta idea al límite, podríamos decir que
el consumo será prerrogativa de todos, al tiempo que no significará nada más.
Ya estamos viendo que la jerarquía social se atiene a criterios más sutiles: el tipo de trabajo y de responsabilidades, el nivel de educación y de cultura (la
manera
de consumir los bienes corrientes bien puede ser una especie de «bien raro»), la participación en las decisiones. El saber y el poder son o habrán de ser los dos grandes bienes escasos de nuestras sociedades de la abundancia.
Pero estos criterios abstractos no impiden que ya actualmente advirtamos una discriminación creciente en otros signos concretos. La segregación en el hábitat no es una novedad, pero está cada vez más ligada a una carestía intelectual y a una especulación crónica y tiende a ser decisiva, tanto mediante la segregación geográfica (centro de las ciudades y periferia, zonas residenciales, guetos de lujo, suburbios dormitorio, etc.) como en el espacio habitable (interior y exterior del alojamiento), el desdoblamiento en residencia secundaria, etc. Hoy, los objetos tienen menos importancia que el espacio y que la marcación social de los espacios. Posiblemente el hábitat constituya así una función
inversa
de los demás objetos de consumo. Función homogeneizante de unos, función discriminante del otro, bajo las relaciones de espacio y de localización.
Naturaleza, espacio, aire puro, silencio: la incidencia de la búsqueda de estos bienes escasos y de su precio elevado es lo que se lee en los índices diferenciales de gastos entre dos categorías sociales extremas. La diferencia obreros/personal superior es sólo de 100 a 135 en lo que corresponde a los artículos de primera necesidad, asciende de 100 a 245 para el equipamiento de la vivienda, pasa de 100 a 305 en los gastos dedicados al transporte y se amplía de 100 a 390 cuando se trata del tiempo libre. Estos datos no deben interpretarse como una graduación cuantitativa en un espacio de consumo homogéneo, lo que permiten leer las cifras es la
discriminación
social vinculada con la
calidad
de los bienes demandados.
Se habla mucho del derecho a la salud, del derecho al espacio, del derecho a la belleza, del derecho a las vacaciones, del derecho al saber, del derecho a la cultura. Y, a medida que emergen esos nuevos derechos, nacen, simultáneamente, los ministerios: de Salud, de Deportes y Recreación, ¿por qué no de la Belleza y el Aire Puro? Todo esto, que parece reflejar un progreso individual y colectivo general, que supondría sancionar el derecho a la institución, tiene un sentido ambiguo y puede leerse en cierto modo en el sentido inverso:
sólo hay derecho al espacio a partir del momento en que ya no hay espacio para todos
y a partir del momento en que el espacio y el silencio son privilegio de algunos a expensas de los otros. Del mismo modo en que sólo hubo «derecho a la propiedad» a partir del momento en que ya no hubo tierras para todos, no hubo derecho al trabajo hasta que el trabajo llegó a ser, en el marco de la división del trabajo, una mercancía intercambiable, es decir, cuando dejó de pertenecerle propiamente a los individuos. Uno podría preguntarse si el «derecho a disfrutar del tiempo libre» no está señalando, de manera semejante, el paso del ocio, como antes del trabajo, al estadio de la división técnica y social y, por lo tanto, en los hechos, al fin del tiempo libre.
La aparición de estos nuevos derechos sociales, agitados como eslóganes, como exhibición democrática de la sociedad de la abundancia es pues sintomática del paso de los elementos en cuestión al rango de signos distintivos y de privilegios de clase (o de casta).
El «derecho al aire puro» significa la pérdida del aire puro como bien natural, implica su paso a la condición de mercancía y su desigual distribución social
. No deberíamos tomar por progreso social objetivo (que se lo inscriba como derecho en las tablas de la ley) lo que en realidad es un progreso del sistema capitalista, es decir, la transformación progresiva de todos los valores concretos y naturales en formas productivas, o sea, en fuentes de:
1. provecho económico,
2. privilegio social.
El consumo no homogeneiza más el cuerpo social de lo que lo hace la escuela en lo tocante a las oportunidades culturales. En realidad, acusa aún más la disparidad. Uno hasta siente la tentación de plantear el consumo, la participación creciente a los mismos (?) bienes y a los mismos (?) productos, materiales y culturales, como un correctivo de la disparidad social, de la jerarquía y de la discriminación cada vez mayor del poder y de las responsabilidades. En realidad, la ideología del consumo, como la de la escuela, cumple precisamente esa función (es decir, la representación que se tiene de una igualdad total frente a la maquinilla de afeitar eléctrica o el automóvil, como la que se tiene de una igualdad total frente a la lectura o la escritura). Por supuesto, hoy prácticamente todo el mundo sabe leer y escribir, todo el mundo tiene (o tendrá) la misma lavadora y compra los mismos libros de bolsillo. Pero esta igualdad es sólo formal: al referirse únicamente a lo más concreto, es, en realidad, abstracta. Y es precisamente a la inversa, sobre esta base homogénea abstracta, sobre esta
democracia abstracta de la ortografía y del aparato de televisión
, donde podrá operar, y mucho mejor, el verdadero sistema de discriminación.
En realidad, ni siquiera es verdad que los productos de consumo, los signos de esta institución social, instauren esta plataforma democrática primaria, pues, en sí mismos y uno por uno (el coche, la maquinilla, etc.) no tienen sentido. Sólo adquiere un sentido su constelación, su configuración, la relación que se establece con esos objetos y su «perspectiva» social de conjunto. Y siempre con un sentido distintivo. Los objetos mismos se hacen eco, en su materialidad de signos (en sus diferencias sutiles), de esta determinación estructural.
Por lo demás, no podemos ver por qué milagro estarían libres de ella
. Como la escuela, obedecen a la misma lógica social que las demás instituciones, hasta en la imagen inversa que transmiten.
El consumo es una institución de clase como lo es la escuela: no sólo hay desigualdad frente a los objetos en el sentido económico (la compra, la elección, la práctica del consumo están organizadas por el poder adquisitivo y el grado de instrucción que, a su vez, está en función de la ascendencia de clase, etc.). Es decir, no todos tienen los mismos objetos, del mismo modo que no todos tienen las mismas oportunidades escolares. En un plano más profundo, hay una discriminación radical en el sentido en que sólo algunos tienen acceso a una lógica autónoma, racional, de los elementos del ambiente (uso funcional, organización estética, aptitud cultural): esos individuos no se relacionan con los objetos ni «consumen» en el sentido pleno del término; mientras los otros están condenados a una economía mágica, a valorar los objetos como tales y todo lo que hace las veces de objeto (ideas, pasatiempos, saber, cultura),
esta lógica fetichista es propiamente la ideología del consumo.
Lo mismo puede decirse del saber y la cultura que, para aquellos que no tienen la clave, es decir, el código que da acceso a su uso legítimo, racional y eficaz, no son más que una oportunidad de segregación cultural más aguda y más sutil, puesto que, a sus ojos y de acuerdo con el uso que les dan, el saber y la cultura se les presentan como un maná suplementario, una reserva de poder mágico, en lugar de constituir lo contrario: un aprendizaje y una formación objetiva
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.
Además, por su número, su redundancia, su superfluidad, su prodigalidad de formas, por el juego de la moda, por todo aquello que excede en ellos la función pura y simple, los objetos sólo
simulan la esencia social
—el ESTATUS—, esa gracia de predestinación que se les da, únicamente por el nacimiento, a unos pocos y que la mayoría, por destino inverso, nunca podría alcanzar. Esta legitimidad hereditaria (ya sea de sangre, ya sea de cultura) está en el fondo del concepto mismo de estatus que orienta toda la dinámica de la movilidad social. En el fondo de todas las aspiraciones está este fin ideal de un estatus de nacimiento, de una condición social de gracia y de excelencia que ronda asimismo alrededor de los objetos. Es el estatus lo que suscita ese delirio, ese mundo enloquecido de cacharros, de aparatos, de FETICHES que todos buscan para señalar la eternidad de un valor y para dar
prueba de una salvación a través de las obras a falta de una salvación a través de la gracia.