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Authors: Jean Baudrillard

La sociedad de consumo (32 page)

LA MUÑECA SEXUADA

Es un juguete nuevo. Pero, los juguetes que se dirigen a los niños a partir de las fantasías del adulto afectan a toda una civilización. Esta nueva muñeca atestigua la generalidad de nuestra relación con el sexo, como con todo lo demás, en la sociedad de consumo, relación que está gobernada por un
proceso de simulación y de restitución
. El principio es aquí un vértigo artificial de realismo: la sexualidad se confunde pues con la realidad «objetiva» de los órganos sexuales.

Si se observa con atención, puede decirse lo mismo de los colores en la televisión, de la desnudez del cuerpo en la publicidad o en otras partes, como de la participación en las fábricas o de la participación «orgánica y activa» de los espectadores en el espectáculo «total» del teatro de vanguardia: en todas partes, se trata de restituir artificialmente una «verdad» o una «totalidad», de restituir
sistemáticamente
una totalidad sobre la base de la división previa del trabajo o de las funciones.

En el caso de la muñeca sexuada (equivalente del sexo como
juguete
, como manipulación infantil), es necesario haber disociado la sexualidad como totalidad en su función simbólica de intercambio total, para poder circunscribirla a los
signos sexuales
(órganos genitales, desnudez, atributos sexuales secundarios, significación erótica generalizada de todos los objetos) y
asignarlos al individuo
como propiedad privada o como atributos.

La muñeca «tradicional» cumplía plenamente su función simbólica (y, por consiguiente,
también
sexual). Revestirla con el signo sexual especificado, de alguna manera, equivale a clausurar esa función simbólica, a restringir el objeto a una función espectacular. Este no es un caso particular: ese sexo
agregado
a la muñeca como atributo secundario, como afabulación sexual y, en realidad, como
censura
de la función simbólica, equivale, en el nivel del niño, a la afabulación nudista y erótica de la exaltación de los signos del cuerpo con la que se nos bombardea en todas partes.

La sexualidad es una estructura de intercambio total y simbólico:

1. Se la
destituye en su aspecto simbólico
sustituyéndola por las significaciones realistas, evidentes, espectaculares del sexo y las «necesidades sexuales».

2. Se la
destituye en su condición de intercambio
(esto es fundamental) individualizando el Eros, asignando el sexo al individuo y el individuo al sexo. Esta es la culminación de la división técnica y social del trabajo. El sexo se vuelve función parcelaria y, en el mismo movimiento, se lo asigna al individuo como propiedad «privada» (lo mismo que en el caso del inconsciente).

Podemos ver que, en el fondo, se trata de una única cosa: la denegación de la sexualidad como intercambio simbólico, es decir, como proceso total, más allá de la división
funcional
(es decir, como elemento subversivo).

Una vez deconstruida y perdida su función total y simbólica de intercambio, la sexualidad cae en el doble esquema
valor de uso/valor de intercambio
(que juntos son característicos de la noción de
objeto
). La sexualidad se objetiva como función separada a la vez:

1. Valor de uso para el individuo (a través de su propio sexo, su «técnica sexual» y sus «necesidades sexuales», pues esta vez se trata de técnica sexual y de necesidad, no de deseo).

2. Valor de intercambio (ya no simbólico, sino o bien económico y comercial —la prostitución en todas sus formas—, o bien, mucho más significativo hoy, valor/signo de ostentación, el
standing
social).

Esto es lo que nos dice, bajo su apariencia progresista, la muñeca sexuada. Como las nalgas desnudas de una mujer ofrecidas de más por una publicidad de grabadoras o de Air-India, ese sexo sonrosado es una aberración
lógica
. Es tan grotesco como un sujetador en una niña impúber (que podemos ver en las playas). Bajo apariencias inversas, se transmite el mismo sentido. Uno cubre, el otro «descubre», pero los dos responden a una misma afectación y a un mismo puritanismo. En uno y otro caso, hay una
censura
que actúa a través del artefacto, a través de la
simulación
ostentosa, fundada siempre en una
metafísica del realismo
, en la que lo real es lo reificado y lo inverso de lo verdadero.

Cuanto más se agregan signos/atributos de lo real, cuanto más se perfecciona el artefacto, tanto más se censura la verdad desviando la carga simbólica hacia la metafísica cultural del sexo reificado. Así es como todo —y no solo las muñecas— se sexualiza hoy artificialmente con el propósito de exorcizar lo libidinal y la función simbólica. Pero el caso particular de la muñeca es admirable, pues aquí son los padres quienes, de buena fe (?) y con el pretexto de la educación sexual, operan en la niña una verdadera
castración
, mediante una sobreexposición de signos sexuales donde no tienen nada que hacer.

8. EL DRAMA DEL OCIO O LA IMPOSIBILIDAD DE PERDER EL TIEMPO

En la profusión real o imaginaria de la «sociedad de consumo», el tiempo ocupa una especie de lugar privilegiado. La demanda de ese bien particular equivale a casi todos los demás juntos. Por supuesto, no hay más igualdad de oportunidades ni más democracia del tiempo libre de la que hay para los demás bienes y servicios. Por otra parte, se sabe que la contabilización del tiempo libre en unidades cronométricas, si bien es significativa de una época a otra o de una cultura a otra, de ningún modo lo es para nosotros en valor absoluto: la
calidad
de ese tiempo libre, su ritmo, sus contenidos, si es residual en relación con las obligaciones laborales o si es «autónomo», son todas cuestiones que se vuelven significativas de un individuo, de una categoría, de una clase a otra. Y hasta el exceso de trabajo y la falta de ocio puede llegar a constituir el privilegio del gerente o del hombre de negocios. A pesar de estas disparidades, que no adquirirían todo su sentido sino en una teoría diferencial de los signos de estatus (del que el tiempo libre «consumido» forma parte), lo cierto es que el tiempo conserva un valor mítico particular de igualación de las condiciones humanas, valor en alto grado retomado y tematizado en nuestros días por el tiempo dedicado al ocio. El viejo adagio donde antes se concentraba toda la reivindicación de justicia social, según el cual «todos los hombres son iguales ante el tiempo y ante la muerte», sobrevive hoy en el mito, cuidadosamente mantenido, de que todos somos iguales en el ocio.

«La pesca submarina y el vino de Samos que compartían despertaron entre ellos una profunda camaradería. En el barco que los llevaba de regreso, se dieron cuenta de que lo único que cada uno conocía del otro era su nombre de pila y, al querer intercambiar sus direcciones, descubrieron con estupor que trabajaban en la misma fábrica, el primero como director técnico y el segundo como vigilante nocturno.»

Este delicioso apólogo, donde se resume toda la ideología del
Club Méditerranée
, implica varios postulados metafísicos:

1. El ocio es el reino de la libertad.

2. Todo hombre es, por naturaleza, sustancialmente libre e igual a los demás; basta con volver a colocarlo en estado de «naturaleza» para que recupere esa libertad, esa igualdad, esa fraternidad sustanciales. Así, las islas griegas y los fondos submarinos llegan a ser los herederos de los ideales de la Revolución francesa.

3. El tiempo es una dimensión a priori, trascendente, preexistente a sus contenidos. Está allí, lo espera a uno. Si es un tiempo alienado, esclavizado en el trabajo, entonces «uno no tiene tiempo». Si es tiempo fuera del trabajo o fuera de las obligaciones, «uno tiene tiempo». Dimensión absoluta, inalienable, como el aire, el agua, etc., se convierte durante el ocio en propiedad privada de todo el mundo.

Este último punto es esencial: deja entrever que el tiempo bien podría ser el producto de cierta cultura y, más precisamente, de cierto modo de producción. En ese caso, está
necesariamente
sometido a la misma condición que todos los bienes producidos o disponibles en el marco de ese sistema de producción: la de la propiedad privada o pública, la de la apropiación, la del OBJETO, poseído y alienable, alienado o libre y que participa, como todos los objetos producidos según ese modo sistemático, de la abstracción reificada del valor de intercambio.

Además, podemos decir que la mayor parte de los objetos tienen, a pesar de todo, cierto valor de uso, disociable en teoría de su valor de intercambio. Pero, ¿el tiempo lo tiene? ¿Dónde está su valor de uso, definido por alguna función objetiva o práctica específica? Pues en el fondo del tiempo «libre» hay una exigencia:
restituirle al tiempo su valor de uso
, liberarlo como dimensión vacía, para llenarlo de la propia libertad individual. Ahora bien, en nuestro sistema, el tiempo sólo puede ser «liberado» como objeto, como
capital
cronométrico de años, de horas, de días, de semanas, que cada uno deberá «invertir» «a su gusto». Por lo tanto, en realidad, ya no es «libre» puesto que está gobernado en su cronometría por la abstracción total que es la del sistema de producción.

La exigencia que está en el fondo del ocio queda pues atrapada en contradicciones insolubles y propiamente desesperadas. Su esperanza violenta de libertad da testimonio del poderío del sistema de las imposiciones que, en ninguna otra parte, es tan completo, precisamente, como lo es en el nivel del tiempo. «Cuando hablo del tiempo, es porque ya no lo tengo», decía Apollinaire. Del ocio podría decirse: «Cuando uno "tiene" tiempo, es porque ya no es tiempo libre.» Y la contradicción está, no en los términos, sino en el fondo. Esta es la paradoja
trágica
del consumo. En cada objeto poseído, consumido, como en cada minuto de tiempo libre, cada hombre quiere satisfacer o cree haber satisfecho su deseo, pero de cada objeto apropiado, de cada satisfacción obtenida, como de cada minuto «disponible», el deseo ya está ausente, necesariamente ausente. No queda allí más que un «consumo» del deseo.

En las sociedades primitivas no hay tiempo. La cuestión de saber si uno tiene o no tiene tiempo carece de sentido. El tiempo no es más que el ritmo de las actividades colectivas repetidas (rito de trabajo, de fiestas). No se lo puede disociar de esas actividades para proyectarlo en el futuro, para preverlo y manipularlo. No es individual, es el ritmo mismo del intercambio que culmina en el acto de la fiesta. No hay una palabra para nombrarlo, se confunde con los verbos del intercambio, con el ciclo de los hombres y de la naturaleza. Está «ligado» pero no obligado y esta «ligazón» (
Gebundenheit
), no se opone a cierta «libertad». El tiempo es propiamente simbólico, es decir, no puede aislárselo abstractamente. Por lo demás decir que «el tiempo es simbólico» tampoco tiene sentido pues no existe, tan sencillamente como no existe el dinero.

La analogía del tiempo con el dinero es, en cambio, esencial para analizar «nuestro» tiempo y lo que puede implicar el gran corte significativo entre tiempo de trabajo y tiempo libre, corte decisivo pues sobre él se fundan las opciones fundamentales de la sociedad de consumo.

Time is money
: esta divisa inscrita en letras de fuego en las máquinas de escribir Remington, también lo está en las fábricas, en el tiempo esclavizado de la cotidianidad, en la noción que se hace gradualmente más importante del «tiempo presupuestado» que rige hasta —y esto es lo que más nos interesa— el ocio y el tiempo libre. Esta noción es además la que define el tiempo vacío y que se inscribe en el cuadrante solar de las playas y en la fachada de los clubes de vacaciones.

El tiempo es una mercancía rara, preciosa, sometida a las leyes del valor de intercambio. Esto está muy claro cuando se trata del tiempo de trabajo, puesto que se lo vende y se lo compra. Pero cada vez más se da la situación de que también el tiempo libre, para poder ser «consumido», debe comprarse directa o indirectamente. Norman Mailer analiza el cálculo de producción aplicado al zumo de naranja, entregado congelado o líquido (en envase de cartón). Este último cuesta más porque en el costo se incluyen los dos minutos que gana el consumidor al no tener que preparar el producto congelado:
así es como se le vende al consumidor su propio tiempo libre
. Y es lógico, puesto que el tiempo «libre», en realidad, es tiempo «ganado», capital rentable, fuerza productiva virtual y para poder disponer de él es necesario volver a comprarlo. Si alguien se sorprende o se siente irritado por esto, es sólo porque cree aún en la hipótesis ingenua de un tiempo «natural», idealmente neutro y disponible para todos. La idea nada absurda de que poniendo un franco en la
jukebox
puede uno «recomprar» dos minutos de silencio, ilustra la misma verdad.

El tiempo recortable, abstracto, cronometrado, se vuelve así homogéneo del sistema del valor de intercambio: entra en él en la misma condición que cualquier otro objeto. Objeto de cálculo temporal, puede y debe intercambiarse por cualquier otra mercancía (el dinero en particular). Por lo demás, la noción de tiempo/objeto tiene un valor reversible: así como el tiempo es un objeto, todos los objetos producidos pueden considerarse tiempo cristalizado, no solo tiempo de trabajo en el cálculo de su valor comercial, sino también tiempo de ocio, en la medida en que los objetos técnicos «economizan» tiempo de quienes los utilizan y se pagan en función de esa ventaja. La lavadora es tiempo libre para el ama de casa, tiempo libre virtual transformado en objeto para que pueda vendérselo y comprárselo (tiempo libre que eventualmente servirá para mirar televisión y ¡la publicidad que aparecerá en ella de otras lavadoras!).

Esta ley del tiempo entendido como valor de intercambio y como fuerza productiva no se detiene en el umbral del ocio, como si milagrosamente éste pudiera sustraerse a todas las obligaciones que rigen el tiempo de trabajo. Las leyes del sistema (de producción) no se toman vacaciones, sino que reproducen continuamente y en todas partes, en las carreteras, en las playas, en los clubes,
el tiempo como fuerza productiva
. El aparente desdoblamiento en tiempo de trabajo y tiempo de ocio, en el que este último inaugura la esfera trascendente de la libertad, es un mito. Esa gran oposición, aunque cobra cada vez más importancia en el nivel vivido de la sociedad de consumo, no deja de ser puramente formal. Esta gigantesca orquestación del tiempo anual en un «año solar» y un «año social», en la que las vacaciones son el solsticio de la vida privada y el comienzo de la primavera es el solsticio (o el equinoccio) de la vida colectiva, ese gigantesco flujo y reflujo es sólo aparentemente un ritmo estacional. No
es en modo alguno un ritmo
(sucesión de momentos naturales de un ciclo), sino que es
un mecanismo funcional
. Se trata de un mismo proceso sistemático desdoblado en tiempo de trabajo y tiempo de ocio. Veremos que, en función de esta lógica común objetiva, las mismas normas y obligaciones que rigen el tiempo de trabajo se transfieren al tiempo libre y a sus contenidos.

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