La sociedad de consumo (31 page)

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Authors: Jean Baudrillard

Ciertamente, esta explosión, esta proliferación, es contemporánea de cambios profundos en las relaciones mutuas de los sexos, en la relación individual con el cuerpo y con el sexo. Además, traduce la urgencia real y nueva en muchos aspectos, de los problemas sexuales. Pero tampoco es seguro que esta «exhibición» sexual de la sociedad moderna no sea una gigantesca excusa de esos problemas mismos que, al «oficializarlos» sistemáticamente, les da una evidencia engañosa de «libertad» que en realidad oculta las contradicciones profundas.

Sentimos que esta erotización es desmesurada y que esta desmesura tiene un sentido. ¿Refleja solamente una crisis de sublimación, de descompresión de los tabúes tradicionales? En ese caso, podría pensarse que, una vez alcanzado el umbral de saturación, una vez calmada esta sed de los herederos del puritanismo, la sexualidad liberada recobraría su equilibrio y se volvería autónoma y separada de la espiral industrial y productivista. También podría pensarse que la escalada así fomentada habrá de continuar como la del PNB, como la de la conquista del espacio, como la de la innovación en materia de moda y de objetos
y por las mismas razones
(J.-F. Held): desde esta perspectiva, la sexualidad
está definitivamente implicada en el proceso ilimitado de producción de diferenciación marginal
, pues lo que la ha «liberado» en cuanto
sistema erótico
y en cuanto función, individual y colectiva de consumo es la lógica misma de ese sistema.

Recusamos toda especie de censura moral: no se trata aquí de «corrupción» y, por otra parte, sabemos que la peor «corrupción» sexual puede ser signo de vitalidad, de riqueza, de emancipación: pues entonces es revolucionaria y manifiesta el florecimiento histórico de una clase nueva consciente de su victoria, tal como fue el Renacimiento italiano. Esa sexualidad es signo de fiesta. Pero esta otra no es de la misma índole, es su espectro que resurge de la decadencia de una sociedad con el signo de la muerte. La descomposición de una clase o de una sociedad siempre termina con la dispersión individual de sus miembros y (entre otras cosas) con un verdadero contagio de la sexualidad como móvil individual y como ambiente social: tal como fue el fin del Antiguo Régimen. Parece que una colectividad profundamente disociada, porque ha cortado lazos con su pasado y carece de imaginación sobre el futuro, renace a un mundo casi puro de pulsiones mezclando en la misma insatisfacción febril las determinaciones inmediatas de la ganancia y del sexo. La agitación de las relaciones sociales, esta colusión precaria y esta competencia encarnizada que hacen que el ambiente del mundo económico repercute en los nervios y en los sentidos y la sexualidad, al dejar de ser un factor de cohesión y de exaltación común, se transforma en un frenesí individual de beneficio. Aisla a cada sujeto obsesionándolo. Y, rasgo característico, al exacerbarse, se vuelve
ansiosa
de sí misma. Sobre ella ya no pesa la vergüenza, el pudor ni la culpa, marcas de los siglos y el puritanismo; éstas desaparecen poco a poco con las normas y las prohibiciones oficiales. Lo que sanciona esta liberación sexual es la instancia individual de represión, la
censura
interiorizada. La censura ya no está
instituida
(religiosa, moral ni jurídicamente) en oposición formal a la sexualidad, ahora se sumerge en el inconsciente individual y se alimenta de las mismas fuentes que la sexualidad. Todas las gratificaciones sexuales que nos rodean llevan en sí mismas su propia censura continua. No hay más (hay menos) represión, pero la censura ha llegado a ser una función de la cotidianidad.

«Implantaremos un libertinaje inusitado», decía Rimbaud en sus «Ciudades». Pero el ascenso del erotismo, la liberación sexual no tienen nada que ver con el «tumulto de todos los sentidos». El libertinaje orquestado y la angustia sorda que lo impregna, lejos de «cambiar la vida», componen apenas un «ambiente» colectivo en el cual la sexualidad llega a ser, en realidad, un asunto
privado
, es decir, ferozmente consciente de sí misma, narcisista y hastiada de sí: la ideología misma de un sistema coronado por ella en las costumbres y del que constituye un engranaje
político
. Porque, más allá de los publicitarios que ponen en juego la sexualidad para vender más, el orden social existente «pone en juego» la liberación sexual (aun cuando la condene moralmente) contra la dialéctica amenazante de la totalidad.

SÍMBOLOS Y FANTASÍAS EN LA PUBLICIDAD

Fundamentalmente, no hay que confundir esta censura generalizada que define la sexualidad
consumida
con la censura
moral
. Es una censura que no sanciona los comportamientos sexuales conscientes en nombre de imperativos conscientes: en este terreno, el laxismo aparente es de rigor, todo lo provoca y lo alienta; hasta las perversiones pueden cumplirse libremente (todo esto es relativo, pero ésa es la tendencia). La censura que instituye nuestra sociedad en su hiperestesia sexual es más sutil:
juega en el nivel de las fantasías mismas y de la función simbólica
. Contra esta censura, todas las acciones militantes contra la censura tradicional son ineficaces: combaten a un enemigo obsoleto, del mismo modo que las fuerzas puritanas (aún virulentas) esgrimen, con su censura y su moral, armas obsoletas. El proceso fundamental se desarrolla en otra parte y no en el nivel consciente y manifiesto de los prestigios, benéficos o maléficos, del sexo. Tanto entre los adversarios como entre los defensores de la libertad sexual, de derecha y de izquierda, hay una terrible ingenuidad.

Tomemos algunos ejemplos publicitarios del
champagne
Henriot (J.-F. Held): «Una botella y una rosa. La rosa se ruboriza, se entreabre, avanza en la pantalla, se amplía, se vuelve tumescente; el sonido amplificado de un corazón que late llena la sala, se acelera, afiebrado, enloquecido; el corcho comienza a separarse del cuello de la botella, lenta, inexorablemente, se agranda, más cerca de la cámara, mientras los hilos del precinto ceden uno a uno; el corazón late, late, la rosa se inflama, otra vez el corcho… ¡ah! De pronto el corazón se detiene, el corcho salta, la espuma del
champagne
fluye en cortas pulsaciones a lo largo del gollete, la rosa palidece y vuelve a cerrarse, la tensión decrece.»

Recordemos también esa publicidad de grifería en la que una atractiva mujer hace la pantomima, con sugerentes contorsiones y planos cada vez más cercanos, de un orgasmo progresivo con manivelas y tuberías, toda una maquinaria fálica y espermática y miles de ejemplos semejantes en los cuales, en el fondo, se pone en juego la llamada «persuasión clandestina», una persuasión que «manipula tan peligrosamente» nuestras «pulsiones y fantasías» y que seguramente hacen más la comidilla de la crónica intelectual que alimentar la imaginación de los consumidores. Punzante y culpabilizadora, la publicidad erótica nos provoca agitaciones sumamente profundas. Una rubia desnuda con unos tirantes negros. Ya está. Victoria completa. El comerciante de tirantes es rico. Y, aunque comprueba que «basta con levantar hacia el cielo el más anodino de los paraguas para convertirlo en símbolo fálico», Held no pone en duda que se trata de un símbolo, ni de la eficacia de ese símbolo en cuanto tal en la demanda solvente. Luego, el mismo autor compara dos proyectos publicitarios para la lencería Weber: los fabricantes eligieron el primero y tuvieron razón pues, según dice: «El muchacho extasiado aparece como inmolado. Y, para la mujer, la tentación de ser dominadora es grande… pero también es una tentación que le da temor… Si la joven esfinge y su víctima inmolada se hubiesen impuesto como la imagen de marca de Weber, la culpabilidad ambigua de las eventuales dientas habría sido tan grande que éstas habrían preferido comprar sujetadores menos comprometedores.»

Así, los analistas se inclinan doctamente, con un delicioso escalofrío, sobre las fantasías publicitarias, sobre lo que puede haber de oralidad devoradora, de analidad o de fálico aquí y allá, todo esto conectado con un inconsciente del consumidor que sólo lo estaba esperando para dejarse manipular (por supuesto, se supone que este inconsciente ya está allí, puesto que Freud lo dijo: una esencia oculta cuyo alimento preferido es el símbolo o la fantasía). Aquí se da la misma circularidad viciosa entre el inconsciente y las fantasías que antes se daba entre el sujeto y el objeto en el nivel consciente. Uno se evalúa en relación con el otro, se define por el otro, un inconsciente estereotipado como función individual y fantasías entregadas como productos terminados por las agencias publicitarias. Por esta vía, se eluden todos los problemas verdaderos que plantea la lógica del inconsciente y la función simbólica, materializándolos espectacularmente en un proceso mecánico de significación y de eficacia de los signos: «Está el inconsciente y luego aparecen fantasías que se le acoplan y esta conjunción milagrosa hace vender.» Esta es la misma ingenuidad de los etnólogos que creían en los mitos que les contaban los indígenas y los tomaban al pie de la letra, así como la superstición indígena en la eficacia mágica de esos mitos y esos ritos, todo con el propósito de poder mantener, a su vez, el mito racionalista de la «mentalidad primitiva». Hoy ya hay quienes dudan del impacto directo de la publicidad en las ventas, también sería tiempo de poner radicalmente en tela de juicio esta mecánica fantasmática ingenua: excusa tanto de los analistas como de los publicitarios.

A grandes rasgos, la pregunta sería la siguiente: ¿participa verdaderamente libido en todo esto? ¿Qué tiene de sexual, de libidinal, el erotismo ostentado? La publicidad (pero también todos los demás sistemas mediáticos masivos) ¿es una verdadera «escena fantasmática»? Este contenido simbólico y fantasmático
manifiesto
, en el fondo, ¿debe tomarse más literalmente que el contenido manifiesto de los sueños? Y la exhortación erótica, en el fondo, ¿no tiene tan poco valor o eficacia simbólica como tiene poca eficacia mercantil la exhortación comercial directa? ¿De qué estamos hablando?

En realidad, en toda esta cuestión, estamos ante una mitología de un nivel secundario que se las ingenia para hacer pasar por
fantasía
lo que no es más que
fantasmagoría
, para hacer caer a los individuos, a través de un simbolismo falso, en el mito de su inconsciente individual y hacer que lo invistan como función de consumo. Es necesario que las personas crean que «tienen» un inconsciente, que ese inconsciente está allí, proyectado, objetivado en el simbolismo «erótico» publicitario: prueba de que existe, de que tienen razón en creer en él y, por lo tanto, en querer asumirlo, primero en el nivel de la «lectura» de los símbolos y luego a través de la apropiación de los bienes designados por esos «símbolos» y cargados de esas «fantasías».

Lo cierto es que, en todo este festival erótico, no hay símbolo ni fantasía y uno se bate contra molinos de viento acusándolo de «estrategia del deseo». Hasta cuando los mensajes fálicos o de otro tipo no estén ironizados, no se presenten como un guiño ni sean francamente lúdicos, podemos admitir sin riesgo de equivocarnos, que todo el material erótico que nos rodea está por entero
culturalizado
. No es un material fantasmático ni simbólico, es un material
de ambiente
. No nos habla de Deseo ni de Inconsciente, sino de la cultura, de la subcultura psicoanalítica caída en el lugar común, en el repertorio, en la retórica de feria. De la afabulación en el segundo nivel, propiamente de la
alegoría
. Aquí no habla el inconsciente, todo remite sencillamente al psicoanálisis tal como se lo ha instituido, integrado y recuperado actualmente en el sistema cultural, por supuesto, no al psicoanálisis como práctica analítica, sino a la función/signo del psicoanálisis culturalizado, estetizado, mediatizado masivamente. Con todo, no habría que confundir una combinatoria formal y alegórica de temas mitologizados con el discurso del inconsciente, como no hay que confundir el fuego de leña artificial con el símbolo del fuego. Ese fuego «significado» no tiene nada en común con la sustancia poética del fuego analizada por Bachelard. Ese fuego de leña es un signo cultural, nada más, y sólo tiene un valor de
referencia
cultural. Así, toda la publicidad y todo el erotismo modernos están hechos de signos, no de sentido.

No hay que dejarse engañar por la escalada erótica de la publicidad (como tampoco por la escalada de la «ironía» publicitaria, del juego, de la distancia, de la «contrapublicidad» que, significativamente va a la par de ella): todos estos contenidos no son más que signos yuxtapuestos que culminan en el supersigno que es la MARCA, que a su vez es el único mensaje verdadero. En ninguna parte hay lenguaje y, sobre todo, no hay inconsciente: por ello son posibles los cincuenta culos femeninos groseramente superpuestos por Airborne en su reciente publicidad («Y sí, todo está allí… él es nuestro primer terreno de estudio y en todas las actitudes en que tiene la obligación de presentarse, pues pensamos, con Madame de Sévigné, etc.»), esos cincuenta culos y muchos otros: no atentan contra nada ni despiertan nada «en profundidad». Son sólo connotaciones culturales, un metalenguaje de connotaciones: expresan el mito sexualista de una cultura «que está en el aire» y no tienen nada que ver con la analidad real. Por eso mismo son inofensivos y consumibles inmediatamente en imágenes.

La verdadera fantasía, el fantasma, no es representable; si
pudiera
ser representable, sería insoportable. La publicidad de las hojas de afeitar Gillette que representa dos aterciopelados labios de mujer enmarcados por una hoja de afeitar sólo puede mirarse porque no habla realmente del fantasma de la vagina castradora al que hace «alusión», fantasía insostenible, sólo puede mirarse porque se limita a asociar signos vaciados de su sintaxis, signos aislados, catalogados, que no suscitan ninguna asociación inconsciente (que, por el contrario, las eluden sistemáticamente), sino solamente asociaciones «culturales». Es el museo Grévin de los símbolos, una vegetación petrificada de fantasías/signos que ya no conservan nada del
trabajo
pulsional.

En resumen, entablar un proceso a la publicidad por manipulación afectiva es hacerle un gran honor. Pero, sin duda, este gigantesco artificio en el que participan a porfía censores y defensores tiene una función muy precisa que es la de hacer olvidar el verdadero proceso, es decir, el análisis radical de los procesos de censura que actúan muy eficazmente detrás de toda esta fantasmagoría. El verdadero condicionamiento al que estamos sometidos por el dispositivo erótico publicitario no es la persuasión «abismal», la sugestión inconsciente, sino que es
por el contrario
la censura del sentido profundo, de la función simbólica, de la expresión fantasmática en una sintaxis articulada, en suma, de la emanación viva de los significantes sexuales. Todo esto es lo que se tacha, se censura, queda abolido en un juego de signos sexuales codificado, en la evidencia opaca de lo sexual desplegado en todas partes, pero donde la desestructuración sutil de la sintaxis sólo deja lugar a una manipulación cerrada y tautológica. En este terrorismo sistemático que actúa en el nivel mismo de la significación, toda sexualidad queda vaciada de su sustancia y se transforma en material de consumo. Allí es precisamente donde tiene lugar el «proceso» de consumo y éste es mucho más grave que el exhibicionismo ingenuo, el falismo de feria y el freudismo de vodevil.

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