Read La sociedad de consumo Online
Authors: Jean Baudrillard
Por lo tanto, es superficial pretender que hoy la práctica médica (la práctica del médico) se ha «desacralizado», que las personas, porque van con más frecuencia, más libremente, al médico, porque usan y abusan sin complejo (lo cual no es cierto) de esta prestación social democratizada, están más cerca de una práctica «objetiva» de la salud y de la medicina. La medicina «consumida democráticamente» no ha perdido nada de su carácter sacro ni de su funcionalidad mágica. Pero, evidentemente, esta medicina no es la tradicional que se atenía, en la persona del médico sacerdote, del brujo, del curandero, a la operación del cuerpo
práctico
, del cuerpo instrumental acechado por las fatalidades exteriores, tal como aún aparece en la visión campesina y «primaria» en la que el cuerpo no está interiorizado como valor personal, no está «personalizado». En esa visión, el individuo no obtiene su salvación, no firma su estatus, a través del cuerpo. Éste es una herramienta de trabajo y maná, es decir, fuerza eficiente. Si se descompone, el médico restituye el maná del cuerpo. Este tipo de magia y la jerarquía correspondiente del médico tienden a desaparecer. Pero, en la «visión moderna» no ceden su lugar a una representación objetiva del cuerpo, sino que dan paso a dos modalidades complementarias: la investidura narcisista y el hacerse valer. Dimensión «psíquica» y dimensión de estatus. Por su parte, el lugar que ocupan el médico y la salud se reelabora en estos dos sentidos. Y sólo ahora, a través del «redescubrimiento» y la sacralización
individual
del cuerpo, la
medicina adquiere toda su envergadura
(así como la clerecía como institución trascendente adquirió todo su vuelo con la cristalización mítica de un «alma individual»).
Las «religiones» primitivas no conocen el «sacramento», conocen una práctica colectiva. Los sacramentos y los «oficiantes» que están a cargo de ellos se instituyen cuando el principio de salvación (sobre todo en la espiritualidad cristiana) se individualiza. Luego, con la individualización aún más imperativa de la conciencia se instituye la confesión individual, el sacramento por excelencia. Salvando las distancias y teniendo clara conciencia de los riesgos de la analogía, lo que ocurre con el cuerpo y la medicina es prácticamente lo mismo: con la «somatización» (en el sentido más amplio, no clínico, del término) individual generalizada, con el cuerpo entendido como objeto de prestigio y de salvación, como valor fundamental, el médico pasa a ser «confesor», el que oficia, el que absuelve y el cuerpo médico se instala en el superprivilegio social que es el que ocupa actualmente.
En el cuerpo privatizado, personalizado, convergen más y mejor toda clase de conductas sacrificiales de autosolicitud y de conjuro maligno, de gratificación y de represión. Todo un abanico de consumos secundarios, «irracionales», sin finalidad terapéutica práctica y que llegan a transgredir los imperativos económicos (la mitad de las compras de medicamentos se hace sin prescripción médica, incluso entre los que cuentan con seguro social): ¿a qué obedece esta conducta sino al pensamiento profundo de que es necesario (y suficiente) que algo cueste para que,
a cambio
, advenga la salud? Se trata de un consumo ritual, más de sacrificio que de medicación: demanda compulsiva de remedios en las clases «inferiores», demanda del médico en las clases acomodadas, demanda de que el médico sea para estos últimos una especie de «psicoanalista del cuerpo» o, para los primeros, dispensador de bienes y de signos materiales. De todas maneras, médico y medicamento tienen una
virtud
cultural más que una función terapéutica y se consumen como maná «virtual». Esto responde a una ética completamente moderna que, a la inversa de la ética tradicional que sostiene que el
cuerpo sirve
, le ordena a cada individuo que
se ponga al servicio de su propio cuerpo
(véase el artículo de
Elle
). Uno tiene el deber de cuidarse y curarse como de cultivarse: éste es, de algún modo, un rasgo de respetabilidad. La mujer moderna es, a la vez, la vestal y la administradora de su propio cuerpo, se preocupa por conservarlo bello y competitivo. Lo funcional y lo sagrado se mezclan aquí inextricablemente. Y el médico acumula sobre su persona la reverencia debida al experto con la reverencia debida al sacerdocio.
La obsesión de conservar la línea puede comprenderse según el mismo imperativo categórico. Por supuesto (y basta con echar una mirada a las demás culturas), la belleza y la delgadez no tienen ninguna afinidad natural. La grasa y la obesidad también fueron bellas en otras partes y en otros tiempos. Pero
esta
belleza imperativa, universal y democrática, inscrita como el derecho y el deber de todos en el frontispicio de la sociedad de consumo, es
indisociable de la delgadez
. Hoy la belleza no podría ser gorda
o
delgada, pesada
o
esbelta como podía serlo en una definición tradicional basada en la
armonía de las formas
. Sólo puede ser delgada y esbelta, según su definición actual de lógica combinatoria de signos, regida por la misma economía algebraica que la funcionalidad de los objetos o la elegancia de un diagrama. Y hasta será magra y descarnada en el perfil de los modelos y las modelos que son, al mismo tiempo, la negación de la carne y la exaltación de la moda.
El hecho puede parecer extraño: pues si definimos el consumo, entre otras cosas, como una generalización de los procesos combinatorios de la moda, sabemos que la moda puede jugar sobre todo con los términos inversos, indiferentemente con lo antiguo y lo nuevo, lo «bello» y lo «feo» (en su definición clásica), lo moral y lo inmoral. Pero la moda
no puede jugar con la gordura y la delgadez
. En esto hay como un límite absoluto. ¿Será que en una sociedad de sobreconsumo (alimentario) la esbeltez llega a ser un signo distintivo en sí mismo? Aun cuando la delgadez cuente como tal en relación con todas las culturas y las generaciones anteriores, en relación con las clases campesinas e «inferiores», sabemos que no hay signos distintivos
en sí mismos
, sino solamente signos formales inversos (lo antiguo y lo nuevo, el largo y el corto [de las faldas]) que se
revelan
como signos distintivos y se alternan para renovar el material, sin que ninguno desaloje definitivamente al otro. Ahora bien, en el terreno de la «línea», dominio por excelencia de la moda, paradójicamente, el ciclo de la moda ya no interviene. Necesariamente tiene que haber algo más determinante que la distinción y que
debe
estar ligado al modo mismo de complicidad con el propio cuerpo que, como vimos, se ha instituido en la era contemporánea.
La «liberación» del cuerpo tiene el efecto de constituirlo en objeto de solicitud. Pues bien, esa solicitud, como todo lo referente al cuerpo y a la relación con el cuerpo, es
ambivalente
, nunca solamente positivo, sino simultáneamente negativo. El cuerpo está siempre «liberado» como objeto simultáneo de esta
doble solicitud
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. En consecuencia, el inmenso proceso de solicitud gratificante que describimos antes como institución moderna del cuerpo, se duplica en una investidura igual e igualmente considerable de
solicitud represiva.
Y esa solicitud represiva es lo que se expresa en todas las obsesiones colectivas modernas relativas al cuerpo. La higiene en todas sus formas, con sus fantasías de esterilidad, de asepsia, de profilaxis —o, a la inversa, de promiscuidad, de contaminación—, que tienden a conjurar el cuerpo «orgánico» y, en particular, las funciones de excreción y de secreción, apunta a una definición del cuerpo negativa, por eliminación, como de un objeto liso, sin defecto, asexuado, sustraído a toda agresión externa y, por eso mismo, protegido contra sí mismo. La obsesión de la higiene no es, sin embargo, la heredera directa de la moral puritana. Ésta negaba, reprobaba, reprimía el cuerpo. De manera más sutil, la ética contemporánea lo santifica en su abstracción higiénica, en toda su pureza de significante desencarnado. ¿De qué? Del deseo olvidado, censurado. Es por ello que la compulsión higiénica (fónica, obsesiva) está siempre cerca. En el conjunto, sin embargo, la preocupación higiénica no funda una moral patética, sino una moral lúdica que «elude» los fantasmas profundos a favor de una religión superficial, cutánea, del cuerpo. Prodigándole cuidados «amorosos» a éste, se evita toda colusión del cuerpo y del deseo. En suma, es una moral que se asemeja más a las técnicas sacrificiales de «preparación» del cuerpo, técnicas lúdicas de control y no de represión, de las sociedades primitivas que a la ética represiva de la era puritana.
Pero, mucho más que en la higiene, la pulsión agresiva hacia el cuerpo, pulsión «liberada» al mismo tiempo que el cuerpo mismo, se refleja en la ascesis de los «regímenes» alimentarios. Las sociedades antiguas tenían sus prácticas rituales de ayuno. Eran prácticas colectivas ligadas a la celebración de fiestas (antes o después: ayuno de la comunión, ayuno de Adviento, la Cuaresma después del Martes de carnaval) que tenían la función de drenar y resorber en la observancia colectiva toda esta pulsión agresiva difusa hacia el cuerpo (toda la ambivalencia de la relación con la comida y con el «consumo»). Ahora bien, estas diversas instituciones de ayuno y de mortificación cayeron en desuso como otros tantos arcaísmos incompatibles con la liberación total y democrática del cuerpo. Evidentemente, nuestra sociedad de consumo no soporta ya —y hasta excluye— por principio toda norma restrictiva. Al liberar el cuerpo en todas sus posibilidades virtuales de satisfacción, ha creído liberar una relación armoniosa, naturalmente preexistente entre el ser humano y su cuerpo, pero en esto hay un
error fantástico
. Toda la pulsión agresiva antagonista liberada al mismo tiempo y no canalizada por instituciones sociales refluye hoy en el corazón mismo de la solicitud universal por el cuerpo. Esa pulsión agresiva es lo que anima la verdadera empresa de autorrepresión que afecta hoy a un tercio de la población adulta de los países hiperdesarrollados (y al 50% de las mujeres. Según una encuesta estadounidense, de 446 adolescentes, 300 siguen un régimen). Esta pulsión es la que, más allá de las determinaciones de la moda (digámoslo una vez más, indiscutibles), alimenta este encarnizamiento autodestructivo irreprimible, irracional en el que la belleza y la elegancia, que constituían la meta original, ya no son sino un pretexto para un ejercicio disciplinario cotidiano, obsesivo. El cuerpo llega a ser, en una reinversión total, ese objeto amenazante que es necesario vigilar, reducir, mortificar con fines «estéticos», con la mirada fija en las modelos escuálidas, descarnadas, de
Vogue
, en las que es posible descifrar toda la agresividad inversa de una sociedad de abundancia respecto de su propio triunfalismo del cuerpo, toda la denegación vehemente de sus propios principios.
Esta conjunción de la belleza y de la represión que se da en el culto de la línea —en la que el cuerpo, en su materialidad y en su sexualidad, ya no tiene en el fondo nada que ver sino que hace las veces de soporte de dos lógicas por completo diferentes de la lógica de la satisfacción: el
imperativo de la moda
, principio de organización social y el
imperativo de la muerte
, principio de organización psíquica— es una de las grandes paradojas de nuestra «civilización». La mística de la línea, la fascinación de la delgadez influyen tan profundamente porque son formas de la VIOLENCIA, porque en ella se
sacrifica
propiamente el cuerpo, a la vez que se lo congela en su perfección y se lo vivifica violentamente como en el sacrificio. En esta mística de la línea, todas las contradicciones de la sociedad actual se resumen en el nivel del cuerpo.
El Scandi-Sauna, «por su notable acción», torneará su talle, sus caderas, sus muslos, sus pantorrillas, le dará a usted un vientre plano, tejidos regenerados, carnes firmes, piel lisa y una nueva silueta.
«Después de utilizar durante tres meses el Scandi-Sauna… perdí los kilos superfluos y al mismo tiempo, obtuve una forma física y un equilibrio nervioso extraordinarios.»
En los Estados Unidos, los alimentos «bajos en calorías», los edulcorantes artificiales, las mantequillas sin grasa animal, los regímenes lanzados con gran apoyo publicitario hacen la fortuna de sus inversores o de sus fabricantes. Se estima que treinta millones de estadounidenses son obesos o se consideran obesos.
Sexualización automática de los objetos de primera necesidad.
«Independientemente de que el artículo que se lance al espacio comercial sea una marca de neumáticos o un modelo de ataúd, siempre se apunta al mismo lugar del cliente eventual: por debajo de la cintura. El erotismo para la élite, la pornografía para el gran público.» (Jacques Sternberg,
Toi ma nuit
, Losfeld).
Teatro desnudo (Broadway,
Oh, Calcuta
): la policía autorizó las representaciones con la condición de que en el escenario no hubiera erección ni penetración.
Primera feria de la pornografía en Copenhague: «Sex 69». Se trata de una «feria» y no de un festival, como lo habían anunciado los periódicos, es decir, de una manifestación esencialmente comercial destinada a permitir que los fabricantes de material pornográfico emprendan la conquista de los mercados… Parece que los dirigentes de Christiansborg, pensando que, al levantar las barreras quitarían generosamente todo misterio a este dominio y, por lo tanto, gran parte de su atractivo, subestimaron el aspecto financiero del asunto. Personas sagaces, al acecho de inversiones fructíferas, no tardaron en comprender qué negocio redituable podía ser la explotación estimulada de ese sector de consumo que desde entonces pasó a pertenecer al comercio libre. Organizados rápidamente, están haciendo de la pornografía una de las industrias más rentables de Dinamarca (según los periódicos).
Ni un milímetro de zona erógena desatendida (J.-F. Held).
Por donde uno mire, hay una «explosión sexual», una «escalada del erotismo». La sexualidad está en «primera plana» de la sociedad de consumo ultradeterminando espectacularmente toda la esfera significante de las comunicaciones de masas. Todo lo que se ofrece a la vista y al oído toma ostensiblemente el
vibrato
sexual. Todo lo que se da a consumir está afectado del exponente sexual. Y, al mismo tiempo, por supuesto,
lo que se da a consumir es la sexualidad misma
. Aquí se produce nuevamente la misma operación que señalábamos a propósito de la juventud y la rebeldía, de la mujer y la sexualidad: al valorar cada vez más sistemáticamente la sexualidad en relación con los objetos y los mensajes comercializados e industrializados, se desvirtúa la racionalidad objetiva de éstos, al tiempo que se desvirtúa la finalidad explosiva de aquella. La mutación social y sexual se produce así siguiendo vías abiertas, cuyo terreno experimental sigue siendo el erotismo «cultural» y publicitario.