Read La sociedad de consumo Online
Authors: Jean Baudrillard
Pero luego, las dos fábulas recorren caminos muy diferentes: uno poco riguroso, en el caso de Schlemihl, donde Chamisso no profundiza en las consecuencias de la metamorfosis de la sombra en objeto. Adorna su relato de episodios fantásticos o cómicos, como la persecución por la pradera soleada de una sombra errante sin dueño que bien puede ser la del protagonista o el momento en que el Diablo se la devuelve, a prueba, por algunas horas. Pero Schlemihl no sufre directamente por culpa de su sombra alienada, sólo sufre la reprobación social que conlleva carecer de sombra. Una vez separada, su sombra no se vuelve contra él para transformarse en instrumento de la pérdida del ser. Schlemihl está condenado a la soledad, pero
continúa siendo él mismo
. Nadie le ha quitado la conciencia ni la vida, sólo ha perdido la vida en sociedad. De ahí el convenio final, cuando rechaza estoicamente el segundo negocio que le propone el Diablo: devolverle la sombra a cambio de su alma. Schlemihl
pierde su sombra pero salva su alma.
El
Estudiante de Praga
sigue una lógica mucho más ajustada. Tan pronto como vende su imagen, es decir, desde el momento en que el estudiante vende una parte de sí mismo, esa parte lo acorrala en la vida real hasta
llevarlo a la muerte
. Y esto traduce la verdad, no edulcorada, del proceso de alienación: nada de lo que se nos enajena cae en un circuito indiferente, en un «mundo exterior» respecto del cual somos libres, no es que suframos únicamente en nuestro «haber» por cada desposesión y que continuemos disponiendo siempre de nosotros mismos en nuestra esfera «privada» y permanezcamos intactos en el fondo de nuestro ser. No, ésta es la ficción tranquilizadora del «fuero interno» en la que el alma se ha liberado del mundo. La alienación va mucho más lejos. No podemos sustraernos a la parte de nosotros que se nos escapa. El objeto (el alma, la sombra, el producto de nuestro trabajo, todo lo que se ha vuelto objeto)
se venga
. Todo aquello de lo que hemos sido despojados sigue estando ligado a nosotros, pero negativamente, es decir, nos
atormenta
. Esa parte de nosotros, vendida y olvidada, aún forma parte de nosotros o, más precisamente, es la caricatura, el fantasma, el
espectro
, que nos persigue, nos prolonga y se venga.
Encontramos la ambigüedad inquietante de esta inversión del sujeto y del objeto, esta hechicería de la alteridad del sí mismo en las expresiones más corrientes: «Lo seguía como a su sombra.» Lo mismo puede decirse de nuestro culto a los muertos, culto de propiciación de una parte de nosotros definitivamente alienada y de la cual, por eso mismo, sólo puede esperarse que nos haga mal. Ahora bien, es una parte de nosotros mismos por la cual los
vivos
nos sentimos colectivamente atormentados: es la fuerza de trabajo social que, una vez vendida, termina, a través de todo el ciclo social de la mercancía, por desposeernos del sentido del trabajo mismo. Es la fuerza de trabajo que se ha transformado —en este caso, por supuesto, mediante una operación social y no diabólica— en obstáculo materializado por el fruto del trabajo. Todo esto está simbolizado en
El estudiante de Praga
por intermedio de la aparición súbita, viva y hostil de la imagen y por el largo suicidio —porque lo es— que le impone a quien la ha vendido.
Lo esencial que se nos muestra aquí dramáticamente es que el hombre alienado no es solamente un hombre disminuido, empobrecido, pero intacto en su esencia; es un hombre trastornado, echado a perder, que se ha vuelto su propio enemigo, que se levanta contra sí mismo. En otro plano, es el mismo proceso que Freud describe en la represión: lo reprimido resurge a través de la instancia represiva misma. Es el cuerpo de Cristo en la cruz que se transforma en mujer para obsesionar al monje que ha jurado ser casto. En la alienación, lo que se transforma permanentemente son las fuerzas vivas objetivadas del ser,
en él
y
a sus expensas
y lo llevan así a la muerte.
Schlemihl termina por devolverle un sentido relativo a su vida y por morir bellamente: como un gran industrial norteamericano solitario, en un instituto de caridad que él mismo fundó cuando era rico. Salvó su alma rechazando el segundo trato. Esta división de la acción responde necesariamente a la ambigüedad del pensamiento y la fábula pierde todo rigor.
En
El estudiante de Praga
no hay un segundo pacto. Como consecuencia
lógica
del primero, el estudiante muere inexorablemente. Esto quiere decir que, para Chamisso, es posible vender la propia sombra, o sea, estar alienado en cada una de nuestras conductas y,
aun así, salvar el alma
. La alienación sólo lleva a un conflicto en la
apariencia social
y Schlemihl puede perfectamente superarlo
abstractamente
en la soledad. Mientras que
El estudiante de Praga
desarrolla la lógica
objetiva
de la alienación en todo su rigor y muestra que
la única salida es la muerte
. Toda solución ideal de superación de la alienación está destinada a fracasar. La alienación no puede superarse: es la
estructura misma del pacto con el Diablo
. Es la estructura misma de la sociedad mercantil.
El estudiante de Praga
es una notable ilustración de los procesos de alienación, es decir, del esquema generalizado de la vida individual y social regida por la lógica de la mercancía. El Pacto con el Diablo es, por otra parte, desde la Edad Media, el mito central de una sociedad embarcada en el proceso histórico y técnico de dominación de la naturaleza, un proceso que siempre es simultáneamente un proceso de domesticación de la sexualidad. El «aprendiz de brujo» occidental ha reflejado constantemente en el tema de las fuerzas del Mal, personificado en el Diablo, la inmensa culpa asociada a la empresa puritana y prometeica del Progreso, de sublimación y de trabajo, de racionalidad y de eficiencia. Por ello, el tema medieval del resurgimiento de lo reprimido, del tormento que implica la reaparición de lo reprimido y de la venta de la propia alma (donde el «pacto» refleja la irrupción de los procesos de mercado en la primera sociedad burguesa) fue resucitado por los románticos desde los comienzos de la «era industrial». Desde entonces, el tema corre siempre (paralelamente al «milagro de la técnica») detrás del mito de la
fatalidad de la técnica
. Aún hoy impregna toda nuestra ciencia ficción y toda la mitología cotidiana, desde el peligro de la catástrofe atómica (el suicidio técnico de la civilización) hasta el tema mil veces machacado del fatal desajuste entre el progreso técnico y la moral social de los hombres.
Podemos pues decir que la era del consumo, al ser el resultado histórico de todo el proceso de productividad acelerada bajo el signo del capital, también es la era de la alienación radical. La lógica de la mercancía se ha generalizado y hoy gobierna, no sólo el proceso de trabajo y los productos materiales, sino también la cultura en su conjunto, la sexualidad, las relaciones humanas, hasta las fantasías y las pulsiones individuales. Esta lógica lo abarca todo, no sólo en el sentido de que se objetivan y manipulan todas las funciones, todas las necesidades, atendiendo al provecho, también en el sentido más profundo de que todo se vuelve
espectáculo
, es decir, todo se presenta, se evoca, se orquesta en imágenes, en signos, en modelos consumibles.
Pero entonces, la pregunta que debemos hacer es la siguiente: ese esquema (o ese concepto) de la alienación, en la medida en que gira alrededor de la
alteridad del sí mismo
(esto es, alrededor de una esencia del hombre alienada, trastornada), ¿puede ser aún aplicable en un contexto en el que el individuo ya nunca vuelve a confrontarse con su propia imagen desdoblada? El mito del pacto del aprendiz de brujo es además un
mito demiúrgico
, el del Mercado, del Oro, de la Producción, cuyo objetivo trascendente se vuelve contra los hombres mismos. El consumo, por su parte, no es prometeico; es hedonista y regresivo. El suyo no es ya un proceso de trabajo y de superación, sino que es un
proceso de absorción de signos y de absorción por obra de los signos
. Se caracteriza pues, como dice Marcuse, por
el fin de la trascendencia
. En el proceso generalizado de consumo, ya no hay alma, ni sombra, ni doble, ni imagen en el sentido especular. Ya no hay contradicción del ser ni de la problemática del ser y de la apariencia. Sólo hay emisión y recepción de signos y, en esa combinación y ese cálculo de signos, el ser individual queda abolido… El hombre del consumo nunca está ante sus propias necesidades, como tampoco está ante el propio producto de su trabajo y tampoco está nunca frente a su propia imagen:
es inmanente a los signos que ordena
. No más trascendencia, no más finalidad, no más objetivo: lo que caracteriza a esta sociedad es la ausencia de «reflexión», de perspectiva de sí misma. Por lo tanto, tampoco hay ya una
instancia maléfica
como la del Diablo, con la cual firmar un pacto faustiano para adquirir riqueza y gloria, porque todo esto nos es dado por un
ambiente benéfico
y maternal, la sociedad de abundancia misma. O habrá que suponer que la sociedad entera, la «Sociedad Anónima», la SRL, que pactó con el Diablo, le vendió toda trascendencia, toda finalidad a cambio de la abundancia y desde entonces vive atormentada por la ausencia de fines.
En el modo específico del consumo ya no hay ninguna trascendencia,
ni siquiera la trascendencia fetichista de la mercancía
; sólo existe la inmanencia del orden de los signos. De la misma manera en que ya no hay desmembramiento ontológico y sólo hay relación lógica entre el significante y el significado, tampoco hay ya desmembramiento ontológico entre el ser y su doble (su sombra, su alma, su ideal) divino o diabólico, sólo hay cálculo lógico de signos y absorción en el sistema de signos. En el orden moderno ya no hay espejo ni cristal en el que el hombre se enfrente con su imagen, con lo bueno y lo malo que ese careo pueda implicar, sólo existe el
escaparate
: lugar geométrico del consumo donde el individuo ya no se refleja, sino que se absorbe en la contemplación de los objetos/signos multiplicados, se absorbe en el orden de los significantes del estatus social, etc. Ya no se refleja en el cristal, se absorbe en él y queda abolido en él.
El sujeto del consumo es el orden de los signos
. Ya sea que se lo defina, estructuralmente, como la instancia de un código, ya sea, empíricamente, como el ambiente generalizado de los objetos, de cualquier manera, la implicación del sujeto no es ya la de una esencia «alienada», en el sentido filosófico y marxista del término, es decir, desposeída, capturada por una instancia alienante, que se ha vuelto ajena a sí misma. Pues ya no hay un sí mismo propiamente dicho, un Sujeto Mismo, ni tampoco, por lo tanto, alteridad del sí mismo, ni alienación en el sentido propio. Podríamos ilustrarlo con el niño que besa su imagen en el espejo antes de irse a la cama: no se confunde enteramente con ella, puesto que ya la ha «reconocido». Pero tampoco es un doble extraño en el que se refleja: «juega» con ella,
entre el sí mismo y el otro
. Esto es lo que le ocurre al consumidor: «juega» su personalización de un término al otro, de un signo al otro. Entre los signos no hay contradicción, como no la hay entre el niño y su imagen ni tampoco hay oposición excluyente: colusión e implicación ordenada. El consumidor se define por un juego de modelos y por su elección, es decir, por su implicación combinatoria en ese juego. En ese sentido, el consumo es lúdico y
lo lúdico del juego sustituye progresivamente lo trágico de la identidad.
Sin embargo, nosotros no tenemos, como tienen el mito del Pacto o el del Aprendiz de Brujo, que representan la contradicción fatal entre el ser y su Doble, un mito actual cuyo tema sea la coexistencia pacífica, bajo el signo de la declinación paradigmática, de los términos sucesivos que definan el modelo «personal». La dualidad trágica (que los situacionistas restituyen todavía en el concepto de «espectáculo», de «sociedad espectacular» y de alienación radical) ha tenido sus grandes mitos, todos vinculados con una esencia del hombre y con la fatalidad de la pérdida, con el Ser y su ESPECTRO. Pero la desmultiplicación lúdica de la persona en un ESPECTRO de signos y de objetos, de matices y de diferencias, que constituye el fundamento del proceso de consumo y redefine totalmente al individuo, no como sustancia alienada, sino como diferencia cambiante, ese nuevo proceso que no puede analizarse atendiendo a la persona (admirable anfibología del término francés
personne
que significa «persona» y también «nadie». ¡Ya no hay nadie!) y a la alteridad de la persona, no ha encontrado ningún mito equivalente que represente la Metafísica del Consumo, ningún mito metafísico equivalente al del Doble y de la Alienación para el orden de producción.
Esto no es casual
. Los mitos, como la facultad de hablar, de reflexionar y de transcribir, son solidarios de la trascendencia y desaparecen cuando ésta desaparece.
Si la sociedad de consumo ya no produce mitos, ello se debe a que
es en sí misma su propio mito
. La Abundancia pura y simple ha sustituido al Diablo que aportaba el oro y la riqueza (a cambio del alma). El contrato de la Abundancia reemplazó el pacto con el Diablo. Así como el aspecto más diabólico del Diablo no ha sido nunca existir sino hacer creer que existe, la Abundancia
no existe
, pero le basta con hacer creer que existe para ser un mito eficaz.
El consumo es un mito. Es decir, es
una palabra de la sociedad contemporánea sobre sí misma
, es la manera en que nuestra sociedad habla de sí. Y, de algún modo, la única realidad objetiva del consumo, es la
idea
del consumo, es esta configuración reflexiva y discursiva, retomada indefinidamente por el discurso cotidiano y el discurso intelectual, y que ha adquirido fuerza de
sentido común.
Nuestra sociedad se concibe y se define como sociedad de consumo. Al menos tanto como consume,
se
consume en cuanto sociedad de consumo, en
idea
. La publicidad es el canto triunfal de esta idea.
Ésta no es una dimensión suplementaria: es la dimensión fundamental pues es la del mito. Si sólo consumiéramos (acaparar, devorar, digerir), el consumo ya no sería un mito, es decir, un discurso pleno, autoprofético, que la sociedad profiere sobre sí misma, un sistema de interpretación global, un espejo en el que goza superlativamente de sí misma, una utopía en la cual se refleja por anticipado. En este sentido, la abundancia y el consumo —repitámoslo, no el de los bienes materiales, los productos y los servicios, sino la imagen consumida del consumo— constituyen nuestra nueva mitología tribal, la moral de la modernidad.