Read La sociedad de consumo Online
Authors: Jean Baudrillard
En realidad, debemos invertir los términos de la visión instintiva: la fatiga no es una pasividad que se opone a la hiperactividad social exterior, por el contrario, es
la única forma de actividad
que, en ciertas circunstancias, puede oponerse a la obligación de pasividad general que es la que caracteriza las relaciones sociales actuales. El alumno fatigado es aquel que sufre pasivamente el discurso del profesor. El obrero, el burócrata fatigado, es aquel a quien le han quitado toda responsabilidad en su trabajo. La «indiferencia» política, ese estado catatónico del ciudadano moderno, es el del individuo que no tiene ninguna decisión a su alcance y que sólo conserva la irrisión del sufragio universal. Y es verdad que todo esto pasa también por la monotonía física y psíquica del trabajo, en la cadena de montaje o en el escritorio, por la catalepsia muscular, vascular, fisiológica de los puestos, de pie o sentado, asignados, de los gestos estereotipados, de toda la inercia y del subempleo crónico del cuerpo en nuestra sociedad. Pero, lo esencial no está allí. Y ésta es la razón por la cual la fatiga «patológica» no puede curarse practicando un deporte o haciendo ejercicios musculares, como aconsejan los especialistas ingenuos (y mucho menos consumiendo tranquilizantes o estimulantes). Pues la fatiga es una protesta larvada que se vuelve contra sí misma y se «encarna» en su propio cuerpo porque, en ciertas condiciones, es lo único a lo que puede aferrarse el individuo desposeído, como ocurre en muchas ciudades de los Estados Unidos, cuando los negros se revelan y comienzan por incendiar sus propios barrios.
La verdadera pasividad está en la conformidad alegre al sistema
, en el ejecutivo «dinámico», de mirada vivaz y hombros anchos, perfectamente adaptado a su actividad continua. La fatiga, en cambio, es una actividad, una revolución latente, endémica, no consciente de sí misma. Así queda clara su función: el
slowing dotvn
en todas sus formas es (como la neurosis) la única salida para evitar el
break dotvn
total y verdadero. Precisamente por ser una actividad (latente), puede convertirse súbitamente en rebelión abierta, como lo demostró el mes de mayo en todas partes. El contagio espontáneo, total, el «reguero de pólvora» del movimiento de mayo sólo se comprende atendiendo a esta hipótesis: lo que se tomaba por atonía, por desafección, por pasividad generalizada, en realidad era un potencial de fuerzas
activas
en su resignación misma, en su fatiga, en su reflujo y, por lo tanto, inmediatamente disponibles. No hubo ningún milagro. Y el reflujo que se vivió después de mayo tampoco es una «inversión» inexplicable del proceso, sino que es la
conversión
de una forma de insurrección abierta en una modalidad de protesta, una impugnación, latente (por lo demás, el término «contestatario» sólo debería entenderse en este último sentido: el de las múltiples formas de rechazo mezcladas momentáneamente con una práctica de cambio radical).
Dicho esto, para comprender el sentido de la fatiga nos falta aún, más allá de las interpretaciones psicosociológicas, ubicarla en la estructura general de los estados depresivos. Insomnio, migraña, cefalea, obesidad patológica o anorexia, atonía o hiperactividad compulsiva: formalmente diferentes u opuestos, estos síntomas, en realidad, pueden
intercambiarse
, sustituirse uno por otro, pues la «conversión» somática siempre aparece acompañada y hasta se define por la «convertibilidad» virtual de todos los síntomas. Ahora bien —y ésta es la cuestión capital—, esa lógica de la depresión (a saber, que no estando ya vinculados con lesiones orgánicas ni con disfunciones reales, los síntomas se «pasean») se hace eco de la lógica misma del consumo (a saber, que no estando ya vinculadas a la función objetiva de los objetos, las necesidades y las satisfacciones se suceden, remiten unas a otras, se sustituyen recíprocamente en función de una insatisfacción fundamental). El mismo carácter inasequible, ilimitado, la misma convertibilidad sistemática gobierna el flujo de las necesidades y la «fluidez» de los síntomas depresivos. Para resumir, la implicación total, estructural, del sistema del consumo y el de la abreacción/somatización (del que la fatiga es sólo un aspecto), debemos retornar al principio de ambivalencia, ya abordado a propósito de la violencia. Todos los procesos de nuestras sociedades tienden a una deconstrucción, a una disociación de la ambivalencia del deseo. Totalizada en el goce y la función simbólica, esa ambivalencia se deshace, pero según una misma lógica, en dos sentidos: toda la positividad del deseo pasa por la cadena de las necesidades y las satisfacciones donde se resuelve según una finalidad dirigida, mientras que toda la negatividad del deseo, por su parte, pasa por la somatización incontrolable o por el
acting out
de la violencia. Así queda aclarada la unidad profunda de todo el proceso: ninguna otra hipótesis puede explicar la multiplicidad de fenómenos dispares (abundancia, violencia, euforia, depresión) que caracterizan en su conjunto la «sociedad de consumo» y que, si bien se experimentan como necesariamente ligados entre sí, responden a una lógica que resulta inexplicable en la perspectiva de una antropología clásica.
Habría que profundizar un poco más el análisis, pero éste no es el lugar para hacerlo:
1. En primer lugar, habría que analizar el consumo como proceso global de «conversión», es decir, de transferencia «simbólica» de una falta a toda una cadena de significantes/objetos investidos sucesivamente como objetos parciales.
2. Generalizar la teoría del objeto parcial y extenderla a los procesos de somatización —también en este caso transferencia simbólica e investidura— sobre la base de una teoría del cuerpo y de su condición de objeto en el sistema de la modernidad. Hemos visto que esta teoría del cuerpo es esencial para construir la teoría del consumo pues el cuerpo es un compendio de todos esos procesos ambivalentes: investido narcisistamente como objeto de solicitud erotizado y, a la vez, investido «somáticamente» como objeto de preocupación y agresividad.
«Es completamente clásico», comenta un especialista en síntomas psicosomáticos, «la persona se refugia en su cefalea. Pero podría ser en cualquier otra cosa, por ejemplo, un cólico, insomnio, pruritos o eczemas diversos, problemas sexuales, obesidad, dificultades respiratorias, digestivas, cardiovasculares… o, sencillamente y con la mayor frecuencia, una irreprimible fatiga.»
La depresión aflora, significativamente, cuando cesan las presiones laborales y cuando comienza (debería comenzar) el tiempo de la satisfacción (la migraña del ejecutivo, del viernes por la noche hasta el lunes a la mañana, suicidios o muerte temprana de los jubilados, etc.). También es notable que en «el tiempo del ocio» se desarrolle, detrás de la demanda hoy institucional, ritual, de tiempo libre, una demanda creciente de trabajo, de actividad, una necesidad compulsiva de «hacer», de «actuar», una demanda tal que de inmediato ha hecho ver en ella a nuestros piadosos moralistas la prueba de que el trabajo era una «vocación natural» del ser humano. Antes bien, habría que creer que lo que se expresa en esta demanda no económica de trabajo es toda la agresividad insatisfecha en la satisfacción y el ocio. Pero esa agresividad no podría resolverse por esta vía puesto que, surgida del fondo de la ambivalencia del deseo, se reformula así en demanda, en «necesidad» de trabajo y vuelve a integrarse pues en el ciclo de las necesidades que, como sabemos, no ofrece una salida para el deseo.
Como la violencia puede utilizarse, en el plano doméstico, para exaltar la seguridad, también la fatiga y la neurosis pueden convertirse en un rasgo cultural de distinción. Entonces, entra en juego todo el rito de la fatiga y de la satisfacción, preferentemente entre la gente cultivada y los privilegiados (pero este «pretexto» cultural se difunde rápidamente). En este estadio, la fatiga ya no es en modo alguno anémica y nada de lo que acabamos de decir sobre la fatiga se aplica a esta fatiga «obligada»: ésta es fatiga consumida y entra en el rito social de intercambio o de posición social.
El estudiante de Praga
es una vieja película muda de la década de 1930, de la escuela alemana expresionista. Cuenta la historia de un estudiante pobre, pero ambicioso, impaciente por llevar una vida más desahogada. Mientras el joven participa de una juerga en un baile popular al aire libre en las afueras de Praga, se realiza en los alrededores una caza de montería en la que la alta sociedad de la ciudad se distrae como puede. Alguien reina sobre esta sociedad y maneja los hilos de los acontecimientos. Se le ve maniobrar a su antojo la presa y organizar soberanamente las evoluciones de los cazadores. Este hombre se parece a ellos: con chistera, guantes, bastón con puño, ya de cierta edad, luce un vientre ligeramente prominente y la barbilla corta de principios de siglo: es el Diablo. Este personaje se las ingenia para hacer que una de las damas de la cacería se extravíe —encuentro con el estudiante, flechazo instantáneo—, pero la mujer se le escapa, pues es rica. Al volver a su casa, el estudiante se pone a reflexionar sobre su ambición y su insatisfacción, que han tomado un giro sexual.
El Diablo aparece entonces en la lastimosa habitación donde sólo hay libros y un espejo de cuerpo entero. Le ofrece al joven un montón de dinero a cambio de su imagen reflejada en el espejo. Negocio cerrado. El Diablo separa la imagen especular como si fuera un grabado o una hoja de papel carbón, la enrolla, se la mete en un bolsillo y se retira, obsequioso y sardónico como corresponde. Aquí comienza el argumento real de la película. El estudiante, gracias al dinero obtenido, vuela de éxito en éxito, evitando como un gato pasar delante de los espejos, de los cuales, desgraciadamente, la sociedad mundana que frecuenta se rodea de buena gana. Al comienzo, sin embargo, no siente ningún cargo de conciencia, no le preocupa no verse. Pero un día se ve a sí mismo en carne y hueso. Frecuentando a la misma gente que él, interesándose visiblemente en él, su doble lo sigue y ya no le da respiro. Ese doble, adivina el espectador, es su propia imagen vendida al Diablo, resucitada y puesta nuevamente en circulación por obra del maligno. Como buena imagen que es, permanece adherida a su modelo, pero, como mala imagen que se ha vuelto, lo acompaña, ya no sólo en los encuentros fortuitos con los espejos, sino en la vida misma, por todas partes. A cada instante, el joven corre el riesgo de que su imagen lo comprometa, en caso de que alguien los vea juntos. Ya se han producido algunos incidentes menores. Y si el estudiante huye de la sociedad para evitar estos peligros, la imagen toma su lugar y obra por él desfigurando sus acciones hasta el crimen. Un día en que el joven ha sido retado a duelo y decide presentar sus excusas en el campo, llega a la cita al alba, pero es demasiado tarde: su doble se le ha adelantado y el adversario ya está muerto. El estudiante se esconde, pero su imagen lo acorrala como si quisiera vengarse por haber sido vendida. Se le presenta en todas partes. Se le aparece detrás de las tumbas, en los alrededores del cementerio. El estudiante ya no tiene vida social ni existencia posible. En medio de su desesperación hasta rechaza un amor sincero que se le ofrecía y concibe, para terminar con su tormento, el proyecto de matar su propia imagen.
Una noche, la imagen lo persigue por la habitación. Durante un violento forcejeo la imagen pasa ante el espejo de donde salió. Al recordar esta primera escena, la nostalgia de su imagen mezclada con la furia por lo que está sufriendo a causa de ella llevan al estudiante al extremo. Le dispara. Por supuesto, el espejo se despedaza y el doble, devuelto a su condición de fantasma que era, se volatiliza. Pero, al mismo tiempo, el estudiante se derrumba: es él quien muere. Pues al matar su imagen, se mata a sí mismo, ya que casi imperceptiblemente ella se ha vuelto viva y real en su lugar. Sin embargo, durante su agonía, toma uno de los fragmentos del espejo roto esparcidos por el suelo y se da cuenta
de que puede volver a verse
. El cuerpo se le escapa, pero pagando el precio de ese cuerpo, recobra su efigie
normal
, un instante antes de morir.
La imagen especular representa aquí simbólicamente el sentido de nuestros actos, que componen alrededor de nosotros un mundo
a nuestra imagen
. La transparencia de nuestra relación con el mundo se expresa claramente en la relación inalterada del individuo con su reflejo en el espejo: la fidelidad de ese reflejo atestigua, de alguna manera, una reciprocidad real entre el mundo y nosotros. Simbólicamente, pues, si esta imagen nos falta, significa que el mundo se hace opaco, que nuestros actos se nos escapan y entonces perdemos la perspectiva de nosotros mismos: me convierto para mí en otro, estoy
alienado.
Esta es la idea fundamental presentada en la película que, sin embargo, no se contenta con una afabulación general, sino que da de inmediato el sentido concreto de la situación: la imagen no se ha perdido ni ha quedado abolida fortuitamente, ha sido
vendida
. Podríamos decir que cae en la esfera de la mercancía y tal es precisamente el sentido de la alienación
social concreta
. Al mismo tiempo, el hecho de que el Diablo pueda meterse la imagen en el bolsillo, como si fuera un
objeto
, también ilustra de manera fantástica el proceso real de fetichismo de la mercancía: desde el momento en que se los produce, nuestro trabajo y nuestros actos caen fuera de nuestro alcance, se nos escapan, se objetivan, caen literalmente en manos del Diablo. Así, en
Peter Schlemihl, el hombre que perdió su sombra
, de Chamisso, la sombra también se ha separado de la persona por un maleficio y se convierte en una cosa, en una prenda de vestir que uno puede olvidar en casa si no presta suficiente atención, que puede quedar pegada al suelo si hiela mucho. Schlemihl, que ha perdido la suya, sueña con que un pintor le dibuje otra que lo siga. Las leyendas egipcias cuentan que no hay que andar muy cerca del agua porque los caimanes son aficionados a las sombras que pasan. Las dos afabulaciones son iguales: ya se trate de imagen, ya se trate de sombra, siempre lo que se quiebra es la transparencia de nuestra relación con nosotros mismos y con el mundo y entonces la vida pierde todo sentido. Pero Schlemihl y el estudiante de Praga tienen en su fábula algo más fuerte que muchos otros pactos con el Diablo y es el hecho de que en el centro de la alienación está el Oro y nada más que el Oro, es decir, la lógica de la mercancía y del valor de intercambio.