Read La sociedad de consumo Online
Authors: Jean Baudrillard
De todas maneras, en esta cultura industrial de la sinceridad, lo que se consume aún son los
signos
de la sinceridad. Y esta sinceridad ya no se opone al cinismo ni a la hipocresía como en el registro del ser y de la apariencia. En el campo de la relación funcional, cinismo y sinceridad
se alternan
sin contradecirse, en la misma manipulación de signos. Por supuesto, el esquema moral (sinceridad = bien/artificiali- dad = mal) continúa rigiendo pero ya no connota cualidades reales, sólo connota la diferencia entre los
signos
de la sinceridad y los
signos
de la artificialidad.
El problema de la «tolerancia» (liberalismo, laxismo,
permissive society
, etc.) se plantea de la misma manera. El hecho de que los que antes eran enemigos mortales hoy se hablen, de que las ideologías más ferozmente opuestas «dialoguen», de que se instale una suerte de coexistencia pacífica en todos los niveles y de que las costumbres se relajen, no significa en modo alguno un progreso «humanitario» en las relaciones humanas, una mayor comprensión de los problemas ni ninguna de esas pamplinas. Todo eso significa sencillamente que, al pasar a ser nada más que material de intercambio y de consumo, las ideologías, las opiniones, en un sentido o en el opuesto, las virtudes y los vicios, son equivalentes en el juego de los signos. En este contexto, la tolerancia no es ya ni un rasgo psicológico ni una virtud:
es una modalidad del sistema mismo
. Es como la elasticidad, la compatibilidad total de los términos de moda: faldas largas y minifaldas «se toleran» perfectamente (y, por lo demás, no significan nada más que su relación respectiva).
La tolerancia connota moralmente la relatividad generalizada de las funciones/signos, de los objetos/signos, de los seres/signos, de las relaciones/signos, de las ideas/signos. En realidad, esto está más allá de la oposición fanatismo/tolerancia, como está más allá de la oposición artificialidad/sinceridad. La tolerancia «moral» no es mayor que antes. Sencillamente, hemos cambiado de sistema y hemos pasado a la compatibilidad funcional.
La sociedad de consumo es, en un mismo movimiento, una sociedad de solicitud y una sociedad de represión, una sociedad pacificada y una sociedad de violencia. Ya vimos que la cotidianidad «pacificada» se alimentaba continuamente de violencia consumida, de violencia «alusiva»: noticias de actualidad, asesinatos, revoluciones, amenaza atómica o bacteriológica, toda la sustancia apocalíptica de los medios de comunicación masiva. También vimos que la afinidad de la violencia con la obsesión de seguridad y de bienestar no es accidental: la violencia «espectacular» y la pacificación de la vida cotidiana son homogéneas entre sí porque son igualmente abstractas y ambas viven de mitos y de signos. También podría decirse que la violencia de nuestros días se inocula en nuestra vida cotidiana en dosis homeopáticas —una vacuna contra la fatalidad— como un modo de conjurar el espectro de la fragilidad
real
de esta vida pacificada. Pues el espectro que se cierne sobre la sociedad de la abundancia ya no es el de la escasez, sino el de la FRAGILIDAD. Y este espectro, mucho más amenazador porque concierne al equilibrio mismo de las estructuras individuales y colectivas, ese espectro que es indispensable conjurar a cualquier precio, en realidad, queda conjurado a través de ese rodeo de la violencia consumida, condicionada, homogeneizada. Esta violencia no es peligrosa, no es más peligrosa que la sangre y el sexo en primera plana que no comprometen el orden social y moral (a pesar del chantaje de los censores que quieren persuadirse y persuadirnos de lo contrario). Esos fenómenos sencillamente atestiguan que este equilibrio es precario, que este orden está hecho de contradicciones.
El verdadero problema de la violencia está en otra parte. Es el de la violencia
real
, incontrolable, que secretan la profusión y la seguridad, una vez que han alcanzado cierto umbral. Ya no se trata de la violencia integrada, consumida con todo lo demás, sino de la violencia incontrolable que secreta el bienestar en su consecución misma. Esta violencia se caracteriza (exactamente como el consumo tal como lo hemos definido y no en su acepción superficial) por el hecho de que
no tiene fin ni objeto
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. Si la violencia eruptiva, inasequible, de las bandas juveniles de Estocolmo, de los desórdenes de Montreal, de los asesinatos de Los Angeles se nos presentan como una manifestación inusitada, incomprensible, aparentemente contradictoria con el progreso social y la abundancia, ello se debe a que vivimos con la idea tradicional de la práctica del bienestar como actividad
racional
. Esa violencia nos parece innominable, absurda, diabólica, porque vivimos con la ilusión
moral
de la finalidad consciente de todas las cosas, de la racionalidad fundamental de las decisiones individuales y colectivas (todo el sistema de valores se funda en este principio: en el consumidor hay un instinto absoluto que lo lleva, por su esencia, a sus fines preferenciales, mito
moral
del consumo heredado totalmente del mito idealista según el cual el hombre tiende naturalmente hacia lo Bello y el Bien). Ahora bien, esa violencia probablemente sólo quiera decir que algo desborda ampliamente los objetivos conscientes de satisfacción y de bienestar mediante los cuales esta sociedad se justifica (a sus propios ojos), a través de los cuales se reinscribe en las normas de racionalidad consciente. En este sentido, esa violencia inexplicada debe hacernos revisar todas nuestras ideas sobre la abundancia: la abundancia y la violencia van a la par, por lo tanto, deben analizarse conjuntamente.
El problema más general en que se inscribe la cuestión de esta violencia «sin objeto», aún esporádica en algunos países, pero virtualmente endémica en todos los países desarrollados e hiperdesarrollados, es el de las
contradicciones fundamentales de la abundancia
(y ya no solamente de sus disparidades sociológicas). Me refiero al problema de las múltiples formas de la ANOMIA (para retomar el término de Durkheim) o de ANOMALÍA, según nos refiramos a la racionalidad de las instituciones o a la evidencia vivida de la normalidad, formas que van desde la
destructividad
(violencia, delincuencia) a la tendencia contagiosa
depresiva
(fatiga, suicidios, neurosis), pasando por las conductas colectivas de evasión (drogas,
hippies
, no violencia). Todos estos aspectos característicos de la
affluent society
o de la
permissive society
plantean, cada uno a su manera, el problema de un desequilibrio fundamental.
«No es fácil adaptarse a la abundancia» dicen Galbraith y los «estrategas del deseo». «Nuestras ideas tienen sus raíces en la pobreza, la desigualdad y el peligro económico del pasado» (o bien en siglos de moral puritana en los que el hombre perdió el hábito de la felicidad). Esta dificultad de ser en la abundancia demostraría por sí sola, si hiciera falta, que la supuesta «naturalidad» del deseo de bienestar no es tan natural, pues si lo fuera los individuos no tendrían tantas dificultades para acostumbrarse a él y se lanzarían sin más en la profusión. Esto debería hacernos sospechar que en el consumo hay algo totalmente diferente y hasta probablemente inverso —algo para lo cual es necesario educar, adiestrar y domesticar a las personas—, en realidad, un nuevo sistema de imposiciones morales y psicológicas que no tiene nada que ver con el reino de la libertad. En este sentido, el léxico de los neofilósofos del deseo es significativo. No es cuestión de
enseñarle
al individuo a ser feliz, de enseñarle a
consagrarse
a la felicidad, de
organizar le
los
reflejos
de la felicidad. La abundancia no es pues un paraíso, el salto, por encima de la moral, hacia la inmoralidad soñada de la profusión, es una nueva situación objetiva regida por una nueva moral. Objetivamente hablando, no es un progreso, sino
algo por completo diferente.
La abundancia tiene pues un carácter ambiguo: siempre se vive simultáneamente como un mito eufórico (de resolución de tensiones, de conflictos, de felicidad más allá de la historia y de la moral) y se
soporta
como proceso de adaptación, más o menos forzado, a un nuevo tipo de conductas, de obligaciones colectivas y de normas. La «revolución de la abundancia» no inaugura la sociedad ideal, sencillamente nos introduce en un nuevo tipo de sociedad.
Nuestros moralistas estarían encantados de poder reducir este problema de sociedad a un problema de «mentalidad». Para ellos, lo esencial ya se ha logrado, la abundancia real ya es un hecho, basta pasar de la mentalidad de la carestía a la mentalidad de la abundancia. Y deploran que ese paso sea tan difícil y se escandalizan al ver surgir
resisten cias a la profusión
. Sin embargo, si sólo admitieran, por lo menos un instante, la hipótesis según la cual la abundancia en sí misma no es más que (o al menos es
también
) un sistema de imposiciones de un nuevo tipo, comprenderían de inmediato que, a esta nueva obligación social (más o menos inconsciente) sólo puede responder un nuevo tipo de reivindicación liberadora. En el caso que nos ocupa, el repudio de la «sociedad de consumo», que adquiere la forma violenta y erostrática (destrucción «ciega» de bienes materiales y culturales) o no violenta y dimitente (rechazo al compromiso productivo y consumidor). En efecto, si la abundancia fuera sinónimo de libertad, esta violencia sería impensable. Si la abundancia (el crecimiento) es una obligación, esta violencia se hace comprensible por sí misma, se impone
lógicamente
. Si es una violencia salvaje, sin objeto, informal, ello se debe a que las imposiciones contra las que se revela también son inconscientes, no formuladas, indescifrables: son las mismas de la «libertad», del acceso controlado a la felicidad, de la ética totalitaria de la abundancia.
Esta interpretación sociológica deja lugar a una interpretación psicoanalítica —y hasta creo que se articula profundamente con ella— de estos fenómenos aparentemente aberrantes de las sociedades «ricas». Los moralistas de los que hablábamos antes, que también pretenden ser psicólogos, hablan de la
culpa
. Y entienden por culpa una culpabilidad residual, venida de las épocas puritanas y que, según su lógica, sólo puede estar en vías de resorción. «Aún no estamos maduros para la felicidad.» «Los prejuicios nos envenenan.» Ahora bien, está claro que esa culpa (aceptemos el término), por el contrario, se profundiza al ritmo de la abundancia. Un gigantesco proceso de acumulación primitiva de angustia, de culpa, de represión, corre paralelo al proceso de expansión y de satisfacción y este litigio es lo que alimenta la subversión violenta, impulsiva, el
acting out
asesino contra el orden mismo de la felicidad. Por lo tanto, no es el pasado, la tradición ni algún otro estigma del pecado original lo que nos hace frágiles ante la felicidad, desarticulados en la abundancia misma y, de vez en cuando, nos provoca levantarnos contra ella. Aun cuando esta hipótesis todavía tenga su peso, lo esencial ya no está allí. La culpa, el «malestar», las incompatibilidades profundas están en el corazón del sistema
actual
mismo y es ese sistema el que las produce con el correr de su evolución
lógica.
Forzada a adaptarse al PRINCIPIO DE NECESIDAD, al PRINCIPIO DE UTILIDAD (principio de realidad económica), es decir, a la correlación siempre plena y
positiva
entre un producto cualquiera (objeto, bien, servicio) y una satisfacción, valorando siempre cada uno de estos términos en función del otro, obligada, decíamos, a adaptarse a esa finalidad concertada, unilateral y siempre positiva,
toda la negatividad del deseo
, otra vertiente de la AMBIVALENCIA [economistas y psicólogos viven de equivalencia y de racionalidad: postulan que todo se cumple en la orientación positiva del sujeto hacia el objeto en la necesidad. Si ésta se satisface, está todo dicho. Olvidan que no hay tal «necesidad satisfecha», es decir, algo logrado en lo que sólo haya positividad. Esto no existe. Sólo hay deseo y el deseo es ambivalente], toda esa postulación inversa, queda pues
dejada de lado, censurada por la satisfacción misma
(que no es el goce, pues el goce es ambivalente) y, al no encontrar ya donde investirse, se cristaliza en un gigantesco potencial de angustia.
Así queda aclarado ese problema fundamental de la violencia que surge en una sociedad de abundancia (e, indirectamente, todos los síntomas anómalos, depresivos o dimitentes). Esta violencia, radicalmente diferente de la que engendran la pobreza, la carestía y la explotación, es la aparición en acto de la negatividad del deseo, omitida, ocultada, censurada por la positividad total de la necesidad. Es el modo adverso de la ambivalencia que resurge en el seno mismo de la equivalencia, la equivalencia que implica creer que el hombre alcanza su placidez y la de su entorno en la satisfacción. Es, contra el imperativo de productividad/consumismo, la aparición de la
destructividad
(pulsión de muerte) para la cual no puede haber estructuras de recepción burocráticas, puesto que, en ese caso, éstas entrarían en un proceso de satisfacción planificada y, por lo tanto, en un sistema de instituciones positivas
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. Veremos, sin embargo, que, así como existen modelos de consumo, la sociedad sugiere o instaura «modelos de violencia» a través de los cuales procura drenar, controlar y
massmediatizar
esas fuerzas que irrumpen.
En efecto, para impedir que ese potencial de angustia acumulada a causa de la
ruptura de la lógica ambivalente del deseo
y, por consiguiente, de la
pérdida de la función simbólica
, desemboque en esta violencia anémica e incontrolable, la sociedad actúa en dos niveles:
1. Por un lado, trata de resorber esa angustia mediante la proliferación de instancias de solicitud: roles, funciones, incontables servicios colectivos; inyecta por todas partes lenitivos, sonrisas, desculpabilizantes, lubrificantes psicológicos (como se le agrega detergente al jabón para la ropa). Enzimas que devoran la angustia. También se venden tranquilizantes, relajantes, alucinógenos, terapias de todo pelo y color. Callejón sin salida en el que la
sociedad de abundancia, productora de satisfacciones sin fin, agota sus recursos en producir también el antídoto contra la angustia nacida de esa satisfacción
. Un presupuesto cada vez más abultado pasa a consolar de su satisfacción angustiosa a quienes reciben los milagros de la abundancia. Este proceso puede asimilarse al del déficit económico (que, por otra parte, no es contabilizable) debido a los factores de deterioro de la calidad de vida que provoca el crecimiento (contaminación, obsolescencia acelerada, promiscuidad, escasez de los bienes naturales), aunque sin duda lo supera ampliamente.2. La sociedad puede tratar —y lo hace sistemáticamente— de recuperar esa angustia como elemento reactivador del consumo o de recuperar esa culpabilidad y esa violencia y presentarlas a su vez como mercancías, como bienes consumibles o como signo cultural distintivo. Estamos entonces ante un lujo intelectual de la culpa, característico de ciertos grupos, un «valor de intercambio/culpa». Y hasta «el malestar en la cultura» se ofrece como un producto más de consumo, se resocializa como mercancía cultural y objeto de delectación colectiva, lo cual no hace sino remitir más profundamente a la angustia, puesto que ese metaconsumo cultural equivale a una censura nueva y realimenta el proceso. Sea como fuere, la violencia y la culpa pasan aquí a través de
modelos
culturales y retornan a la violencia consumida de la que hablábamos al comienzo.