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Authors: Jean Baudrillard

La sociedad de consumo (8 page)

En la práctica cotidiana, los beneficios del consumo se viven no como resultado de un trabajo o de un proceso de producción, sino como un
milagro
. Por cierto, hay una diferencia entre el indígena melanesio y el telespectador que se sienta ante su receptor, lo enciende y espera que las imágenes del mundo entero desciendan hasta él: la diferencia estriba en que, por lo general, las imágenes obedecen, mientras que los aviones nunca condescienden a aterrizar por una exhortación mágica. Pero este éxito técnico no basta para demostrar que nuestro comportamiento sea de orden real y el de los melanesios de orden imaginario. Pues es la misma economía psíquica la que hace que, por un lado, nada destruya la confianza mágica de los indígenas (si la cosa no marcha, será porque no hemos hecho bien las cosas) y, por el otro, permite que el milagro de la televisión se haga realidad perpetuamente
sin dejar de ser un milagro
gracias a la técnica que, en la conciencia del consumidor, borra el principio mismo de realidad social, el largo proceso social de producción que lleva al consumo de imágenes. Y lo hace tan bien que el telespectador, como el melanesio, vive la apropiación como una
captación
en la modalidad de eficacia milagrosa.

EL MITO DEL CARGUERO

Los bienes de consumo se proponen pues como
potencia capturada
y no como productos fruto de un trabajo. Y, en general, la profusión de bienes se vive, una vez recortada de sus determinaciones objetivas, como una
gracia de la naturaleza
, como un maná y un favor del cielo. También los melanesios desarrollaron, en contacto con los blancos, un culto mesiánico, el del carguero: los blancos viven en la profusión y ellos no tienen nada; ello se debe pues a que los blancos saben capturar o desviar las mercancías que sus antepasados, retirados a los confines del mundo les tenían destinadas a ellos, los negros. Algún día, cuando éstos lograran hacer fracasar la magia de los blancos, sus antepasados regresarían con la carga milagrosa y los melanesios ya no volverían a pasar necesidades.

Así es como los pueblos «subdesarrollados» viven la «ayuda» occidental como algo esperado, natural y que les era debido desde mucho tiempo antes, como un remedio mágico, sin relación con la historia, la técnica, el progreso continuo ni el mercado mundial. Pero si se observa la situación más cuidadosamente, los beneficiarios occidentales del milagro del crecimiento ¿no se comportan colectivamente de la misma manera? La masa de consumidores ¿no vive acaso la profusión como un
efecto de la naturaleza
, rodeada como está por las fantasías del país de Jauja y persuadida por la letanía publicitaria de que todo le será dado de antemano y de que tiene sobre esa profusión un derecho legítimo e inalienable? La buena fe en el consumo es un elemento nuevo: ahora las nuevas generaciones son herederas, heredan no sólo los bienes, sino también el
derecho natural a la abundancia
. Así, en Occidente revive el mito del carguero mientras en Melanesia declina. Pues, aun cuando la abundancia se haga cotidiana y banal, se vive como un milagro cotidiano, en la medida en que se presenta no como producida y obtenida, conquistada, como fruto del esfuerzo histórico y social, sino como
concedida
por una instancia mitológica benéfica de la que todos somos herederos legítimos: la Técnica, el Progreso, el Crecimiento, etc.

Esto no quiere decir que nuestra sociedad no sea primero, objetivamente y de manera decisiva, una sociedad de producción, un orden de producción y, por lo tanto, el lugar de una estrategia económica y política. Pero esto significa que con ese orden se entrecruza
un orden del consumo
que es un orden de manipulación de signos. En este sentido, podemos trazar un paralelo (aventurado, sin duda) con el pensamiento mágico, pues uno y otro
viven de los signos y protegidos contra los signos
. Cada vez más aspectos fundamentales de nuestras sociedades contemporáneas competen a una lógica de las significaciones, a un análisis de los códigos y de los sistemas simbólicos —aunque ello no implique que sean sociedades primitivas y el problema de la
producción histórica
de esas significaciones y de esos códigos permanece intacto—, con lo cual ese análisis debe articularse partiendo del análisis del proceso de la producción material y técnica como su prolongación teórica.

EL VÉRTIGO CONSUMIDO DE LA CATÁSTROFE

La práctica de los signos siempre es ambivalente, siempre cumple la función de
conjurar
el doble sentido del término: de hacer surgir para capturar mediante signos (las fuerzas, lo real, la felicidad, etc.) y de evocar algo para negarlo y reprimirlo. Sabemos que el pensamiento mágico con sus mitos apunta a conjurar el cambio y la historia. En cierto modo, el consumo generalizado de imágenes, de datos, de informaciones, también apunta a
conjurar lo real en los signos de lo real
, a conjurar la historia en los signos del cambio, etc.

Consumimos lo real por anticipación o retrospectivamente, de todos modos a distancia, la distancia del signo. Ejemplo: cuando
París Match nos
mostró a los agentes secretos encargados de la protección del general entrenándose con metralletas en los sótanos de la prefectura, esta imagen no se leyó como «información», es decir, como una noticia que remite al contexto político y a su elucidación. Para todos nosotros acarreaba la tentación de un atentado tremendo, de un prodigioso acontecimiento de violencia; el atentado se producirá,
tendrá
lugar. La imagen era precursora y goce anticipado de ese evento, todas las perversidades se consumaban. Se produce pues el efecto inverso de la espera de la profusión milagrosa en el mito del carguero. El carguero o la catástrofe siempre son un efecto de vértigo consumado y consumido.

Podría decirse, es verdad, que ésas son nuestras fantasías que cobran significación en la imagen y se consuman en ella. Pero este aspecto psicológico nos interesa menos que lo que viene con la imagen para que se lo consuma y se lo rechace al mismo tiempo: el mundo real, el acontecimiento, la historia.

Lo que caracteriza la sociedad de consumo es
la universalidad de las crónicas
de los medios de comunicación masiva. Toda la información, política, histórica, cultural, adquiere la misma forma, a la vez anodina y milagrosa, de las noticias cotidianas. La información se presenta completamente
actualizada
, vale decir, dramatizada a la manera de un espectáculo y completamente
desactualizada
, o sea, distanciada por el medio de comunicación y reducida a signos. La crónica de actualidad no es pues una categoría entre otras, sino que es
la
categoría cardinal de nuestro pensamiento mágico, de nuestra mitología.

Esta mitología se afianza en la exigencia cada vez más voraz de realidad, de «verdad», de «objetividad». En todas partes se impone el cine-verdad, el reportaje en directo, el
flash
, el
photo shock
, el documento testimonial, etc. En todas partes, lo que se busca es «el corazón del acontecimiento», el «centro del alboroto», «en vivo», el «cara a cara» —el vértigo de la presencia total en el lugar donde ocurren los hechos, el Gran Escalofrío de lo Vivido—, o sea, una vez más el MILAGRO, porque la verdad de lo visto, lo televisado, lo registrado en una cinta, es precisamente
que yo no estaba en el lugar
. Pero lo que cuenta es lo más verdadero que lo verdadero, en otras palabras, el hecho de estar allí sin estar allí, o, para decirlo aún de otro modo, la
fantasía.

La comunicación generalizada nos da, no la realidad, sino
el vértigo de la realidad
. Y hasta, sin juegos de palabras, una realidad sin vértigo, pues el corazón de la Amazonia, el corazón de lo real, el corazón de la pasión, el corazón de la guerra, ese «corazón» que es el lugar geométrico de las comunicaciones de masas y que las dota de esa sensiblería vertiginosa está precisamente
donde no pasa nada
. Es el signo alegórico de la pasión y del acontecimiento y los signos son tranquilizadores.

Vivimos así al abrigo de los signos y en la negación de lo real. Seguridad milagrosa: cuando observamos las imágenes del mundo, ¿quién puede distinguir esta breve irrupción de la realidad del placer profundo de no estar allí? La imagen, el signo, el mensaje, todo eso que «consumimos» es nuestra quietud precintada por la distancia con el mundo y que calma, más de lo que la compromete, la alusión por momentos violenta a lo real.

El contenido de los mensajes, los significados de los signos son en gran medida indiferentes. No nos sentimos implicados y los medios no nos remiten al mundo, nos dan a consumir los signos en tanto que signos, acreditados, sin embargo, por la garantía de lo real. Aquí podemos definir
la praxis de consumo
. La relación del consumidor con el mundo real, con la política, con la historia, con la cultura, no es la del interés, la de la investidura, la de la responsabilidad comprometida, tampoco es una relación de indiferencia total: es una relación de CURIOSIDAD. Siguiendo el mismo esquema, podemos decir que la dimensión del consumo, tal como lo hemos definido aquí, no es la del conocimiento del mundo, pero tampoco la de la ignorancia total: es la dimensión del DESCONOCIMIENTO.

Curiosidad y desconocimiento designan un único y mismo comportamiento de conjunto respecto de lo real, comportamiento generalizado y sistematizado por la práctica de las comunicaciones de masas y, por consiguiente, característico de nuestra «sociedad de consumo»: es la negación de lo real sobre la base de una aprehensión ávida y multiplicada de sus signos.

Siguiendo el mismo razonamiento, podemos definir
el lugar del consumo
: es la vida cotidiana. Esta última no sólo es la suma de hechos y de gestos cotidianos, la dimensión de la banalidad y de la repetición, sino además un
sistema de interpretación
. La cotidianidad es la disociación de una praxis total en una esfera trascendente, autónoma y abstracta (de lo político, de lo social, de lo cultural) y en la esfera inmanente, cerrada y abstracta, de lo «privado». Trabajo, ocio, familia, relaciones: el individuo reorganiza todos esos ámbitos en un modo involutivo, más acá del mundo y de la historia, en un sistema coherente fundado en la clausura de lo privado, la libertad formal del individuo, la apropiación tranquilizadora del ambiente y el desconocimiento. En la perspectiva objetiva de la totalidad, la cotidianidad es pobre y residual, pero, por otra parte es triunfante y eufórica en su esfuerzo por lograr la autonomía total y la reinterpretación del mundo «para el uso interno». Ahí se da la complicidad profunda, orgánica, entre la esfera de la cotidianidad privada y las comunicaciones de masas.

La cotidianidad como encierro, como retiro, como
Verborgenheit
, sería insoportable sin el simulacro del mundo, sin la
excusa
de una participación en el mundo. Necesita alimentarse de imágenes y de signos multiplicados de esa trascendencia. Su quietud tiene necesidad, como ya vimos, del vértigo de la realidad y de la historia. Además, para exaltarse, su sosiego necesita la perpetua violencia
consumida
. Ésta es su propia obscenidad, golosa de acontecimientos y de violencia, siempre que éstos le sean servidos a temperatura ambiente. En términos caricaturescos, es el telespectador, relajado, observando imágenes de la guerra de Vietnam. La imagen de la televisión, como una ventana invertida, da primero a una habitación y, en esa habitación, la exterioridad cruel del mundo se hace íntima y cálida, de un calor perverso.

En ese nivel de «vivencia», el consumo transforma la exclusión máxima del mundo (real, social, histórico) en el índice máximo de seguridad. El consumo apunta a esa felicidad por defecto que es la resolución de las tensiones. Pero se enfrenta a una contradicción: la contradicción entre la pasividad que implica este nuevo sistema de valores y las normas de una moral social que, esencialmente, continúa siendo la de la voluntad, de la acción, de la eficiencia y del sacrificio. De ahí la intensa culpa que conlleva este nuevo estilo de conducta hedonista y la urgencia, claramente definida por los «estrategas del deseo», de desculpabilizar la pasividad. Aquí es precisamente donde interviene la dramatización espectacular a cargo de los medios de comunicación masiva (la noticia/catástrofe como categoría generalizada de todos los mensajes): para poder resolver esta contradicción entre moral puritana y moral hedonista, es necesario que esa quietud de la esfera privada aparezca como valor
obtenido con esfuerzo
y constantemente amenazado, rodeado por una fatalidad de catástrofe. La violencia y el carácter inhumano del mundo exterior son necesarios, no sólo para experimentar más profundamente como tal la seguridad (esto en la economía del goce), sino además para sentir que elegir la seguridad como tal (esto en la economía moral de la salvación) está
justificado
a cada instante. Es necesario que, alrededor de la zona preservada, florezcan los signos del destino, de la pasión, de la fatalidad, para que la cotidianidad recupere la grandeza, el carácter sublime, cuyo reverso en realidad es. Por todas partes se sugiere, se menciona, la fatalidad para que, frente a ella, la banalidad se alimente y encuentre gracia. La extraordinaria rentabilidad que tienen los accidentes de tráfico en las cadenas de televisión, en la prensa escrita, en el discurso individual y nacional. es una prueba clara: es la vicisitud más bella de la «fatalidad cotidiana» y si se la explota con tal pasión, ello se debe a que cumple una función colectiva esencial. Por lo demás, la única competencia con que debe rivalizar la letanía sobre la muerte en accidentes de tráfico es la letanía de las previsiones meteorológicas. Lo que ocurre es que las dos son una pareja mítica: la obsesión del sol y la letanía de la muerte son inseparables.

La cotidianidad ofrece así esta curiosa mezcla de justificación eufórica mediante el nivel de vida y la pasividad y de «delectación melancólica» de víctimas posibles del destino. El conjunto compone una mentalidad o, más precisamente, una «sensiblería» específica. La sociedad de consumo quiere ser como una Jerusalén situada, rica y amenazada: allí estriba su ideología
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.

2. EL CÍRCULO VICIOSO DEL CRECIMIENTO
GASTOS COLECTIVOS Y REDISTRIBUCIÓN

La sociedad de consumo no se caracteriza únicamente por el crecimiento rápido de los gastos individuales, en ella también se registra el crecimiento de los gastos asumidos por terceros (sobre todo por la administración) en beneficio de los particulares, algunos de los cuales apuntan a reducir la desigualdad de la distribución de los recursos.

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