Read La sociedad de consumo Online
Authors: Jean Baudrillard
Más allá del amontonamiento que es la forma más rudimentaria, pero la más imponente, de la abundancia, los objetos se organizan en
panoplia o en colección
. Casi todas las tiendas de ropa, de electrodomésticos, etc., ofrecen una
gama
de objetos diferenciados que se llaman, se responden y declinan entre sí. El escaparate del anticuario es el modelo aristocrático, lujoso, de estos conjuntos que no evocan tanto una sobreabundancia de sustancia como un
abanico
de objetos seleccionados y complementarios, librados a la elección, pero también a la reacción psicológica en cadena, del consumidor, quien los recorre, los cataloga y los toma como categoría total. Hoy son pocos los objetos que se ofrecen
solos
, sin un contexto de objetos que les hablen. Y la relación del consumidor con el objeto se ha modificado: el individuo ya no se refiere a tal objeto en su utilidad específica, sino a un conjunto de objetos en su significación total. La lavadora, el frigorífico, el lavaplatos, etc., tienen un sentido, propio de todos ellos, diferente del que tiene cada uno como utensilio. El escaparate, el anuncio publicitario, la firma productora y la
marca
, que en esto cumple una función esencial, imponen una visión coherente, colectiva, como de un todo casi indisociable, como de una cadena, que deja de ser así un encadenamiento de meros objetos para ser un encadenamiento de
significantes
, en la medida en que los objetos se significan recíprocamente como superobjetos más complejos, con lo cual despiertan en el consumidor una serie de motivaciones más complejas. Vemos que los objetos no se ofrecen nunca al consumidor en un desorden absoluto. En algunos casos, pueden
simular
el desorden para seducir mejor pero, siempre, se los ordena para abrir directrices, para orientar el impulso de compra en
redes
de objetos, para atraer ese impulso y llevarlo, según su propia lógica, hasta la inversión máxima y hasta los límites de su potencial económico. La indumentaria, los aparatos, los productos de higiene personal y de belleza constituyen así
hileras
de objetos que suscitan en el consumidor apremios de inercia y éste irá
lógicamente
de un objeto al otro. Quedará sumergido en un
cálculo
de objetos, lo cual es por completo diferente del vértigo de compra y de apropiación que nace de la profusión misma de las mercancías.
La síntesis de la profusión y del cálculo es el centro comercial. El
drugstore
(o el nuevo centro comercial) realiza la síntesis de las actividades consumidoras, entre las cuales no es menor el
shopping
mismo, que el coqueteo con los objetos, el vagabundeo lúdico y las posibilidades combinatorias. En ese sentido, el centro comercial es más específico del consumo moderno que las grandes tiendas, en las cuales la centralización cuantitativa de los productos deja menos margen a la exploración lúdica. En las grandes tiendas, que conservan algo de la época en que nacieron —que fue la del acceso de amplias clases a los bienes de consumo
corriente
—, la yuxtaposición de los sectores, de los productos, impone una marcha más utilitaria. El centro comercial, en cambio, tiene un sentido muy diferente: no yuxtapone categorías de mercancía, practica la
amalgama de los signos
, de todas las categorías de bienes considerados como campos parciales de una totalidad consumidora de signos, en la que el centro cultural deviene parte integrante del centro comercial. Esto no debe dar a entender que, en esos centros, la cultura se ha «prostituido»: es un pensamiento demasiado simple. La cultura se ha
culturalizado
. Simultáneamente, la mercancía (tienda de ropa, tienda de comestibles, restaurante, etc.) también se ha culturalizado pues se ha transformado en sustancia lúdica y distintiva, en accesorio de lujo, en un elemento entre otros de la
panoplia
general de bienes de consumo. «Un nuevo arte de vivir, una nueva manera de vivir, dicen las publicidades, la cotidianidad a la moda: poder hacer
shopping
agradablemente, en un mismo sitio climatizado, comprar de una sola vez las provisiones de alimentos, los objetos destinados al apartamento y a la casa de campo, la ropa, las flores, la última novela o el último aparato, mientras maridos y niños miran una película, cenar juntos en el mismo lugar, etc.» En el centro comercial hay cafetería, cine, librería, auditorio, baratijas, prendas de vestir y muchas otras cosas: el
drugstore
puede abarcarlo todo de manera caleidoscópica. Así como las grandes tiendas dan el espectáculo de feria de la mercancía, el centro comercial, por su parte, ofrece el recital sutil del consumo, donde todo el «arte» está precisamente en pulsar la cuerda de la ambigüedad del signo en los objetos y a sublimar su condición de utilidad y de mercancía en un juego de «ambiente»: neocultura generalizada, en la cual ya no hay diferencia entre una tienda de comestibles finos y una galería de arte, entre el
Play-boy
y un
Tratado de paleontología
. El centro comercial habrá de modernizarse hasta ofrecer también «materia gris». «El hecho de vender productos no nos interesa en sí mismo, queremos poner en ello un poco de materia gris… Tres niveles, un bar, una pista de baile y puntos de venta. Baratijas, discos, libros de bolsillo, libros de cabecera: de todo un poco. Pero no tratamos de halagar interesadamente a la clientela. Realmente le proponemos "algo". En el segundo nivel, funciona un laboratorio de lenguas. Entre los discos y los libros uno encuentra las grandes corrientes que despiertan a nuestra sociedad. Música de investigación, volúmenes que explican la época. Ésta es la "materia gris" que acompaña a los productos. Un centro comercial, pues, pero de nuevo estilo, con algo adicional, tal vez un poco de inteligencia y un poco de calor humano.»
El centro comercial puede llegar a ser una ciudad entera: es
Parly 2
, con su
shopping-center
gigante donde «las artes y el ocio se mezclan con la vida cotidiana», donde cada grupo de residencias se sitúa equidistante del club de piscina, transformado en polo de atracción. Iglesia formando un círculo, canchas de tenis («es la menor de las comodidades»),
boutiques
elegantes, biblioteca. Cualquier estación de deportes de invierno retoma este modelo «universalista» del centro comercial: allí están resumidas todas las actividades, sistemáticamente combinadas y concentradas alrededor del concepto fundamental de «ambiente». Así, Flaine-la-Prodigue ofrece todo simultáneamente, una existencia total, polivalente, combinatoria: «Nuestro Mont Blanc, nuestros bosques de abetos, nuestras pistas olímpicas, nuestra "meseta" para los niños, nuestra arquitectura biselada, tallada, bruñida como una obra de arte, la pureza del aire que respiramos, el ambiente refinado de nuestro foro (a semejanza de las ciudades mediterráneas… Allí es donde florece la vida al regreso de las pistas de esquí. En el foro se reúnen los cafés, los restaurantes, las
boutiques
, las pistas de patinaje, el
night-club
, el cine, el centro de cultura y de distracciones para ofrecerle a usted una vida más allá del esquí particularmente rica y variada), nuestro circuito interior de televisión, nuestro futuro a escala humana (pronto el ministerio de Asuntos Culturales nos dará la clasificación de monumento de arte).»
Hemos llegado al punto en que el «consumo» abarca toda la vida, en el que todas las actividades se encadenan según un mismo modo combinatorio, en el que el canal de las satisfacciones ha sido trazado de antemano, hora por hora, en el que el «ambiente» es total, está totalmente climatizado, totalmente organizado, totalmente culturalizado. En la fenomenología del consumo, esta climatización general de la vida, de los bienes, de los objetos, de los servicios, de las conductas y de las relaciones sociales representa el estadio consumado, «consumido», de una evolución que va de la abundancia pura y simple, a través de las redes articuladas de objetos, hasta el condicionamiento total de los actos y del tiempo, hasta la red de ambiente sistemático inscrita en las ciudades futuras que son los centros comerciales, los
Parly 2
o los aeropuertos modernos.
«El mayor centro comercial de Europa.»
«¡El Printemps, el B. H. V., Dior, Prisunic, Lanvin, Frank e hijos, Hédiard, dos salas de cine, un centro comercial, un supermercado, Suma, otras cien tiendas, agrupados en un mismo punto!»
Para la elección de los comercios, desde la tienda de comestibles hasta los de alta costura, hay dos imperativos: el dinamismo comercial y el sentido de la estética. El famoso eslogan «la fealdad no vende» aquí ha sido superado. Podría reemplazarse por «la belleza del marco es la primera condición de la felicidad de vivir».
Estructura de dos pisos… organizada alrededor del
mall
central, arteria principal y vía triunfal a dos niveles. Conciliación del pequeño y del gran comercio… conciliación del ritmo moderno y del antiguo paseo ocioso y sin rumbo.
Es la comodidad nunca antes conocida de deambular a pie entre tiendas que ofrecen sus tentaciones a la altura del paseante, sin que medie siquiera la pantalla de un escaparate, sobre el
mall
, a la vez calle de la Paz y Campos Elíseos, adornado con juegos de agua, árboles mineralizados, quioscos y bancos, totalmente liberado de las estaciones y de la intemperie: un sistema de climatización excepcional que requiere trece kilómetros de tuberías de aire acondicionado y hace que allí reine la primavera perpetua.
Allí, no sólo puede uno comprarlo todo, desde un par de cordones de zapatos hasta un billete de avión y encontrar compañías de seguros y salas de cine, bancos o servicios médicos, club de
bridge
y exposición de arte, además, es un lugar donde el paseante no es esclavo de la hora. El
mall
, como toda calle, es accesible los siete días de la semana, tanto de día como de noche.
Naturalmente, el centro ha instaurado, para quien lo desee, la forma de pago más moderna: la «tarjeta de crédito» que libera de los cheques, del dinero líquido… y hasta de los fines de mes difíciles… Ahora, para pagar, uno presenta su tarjeta y firma la factura. Eso es todo. Todos los meses recibe usted el extracto de la cuenta que puede pagar de una vez o en mensualidades.
En esta alianza de la comodidad, la belleza y la eficiencia, los
parlysienses
descubren las condiciones materiales de la felicidad que nuestras ciudades anárquicas les negaban…
Allí estamos en el hogar del consumo como organización total de la cotidianidad, homogeneización total, donde todo se recobra y se supera en la facilidad, la traslucidez de una «felicidad» abstracta, definida por la sola resolución de las tensiones. El
drugstore
ampliado a las dimensiones del centro comercial y de la ciudad futura es la
sublimación
de toda vida real, de toda vida social objetiva, donde quedan abolidos, no sólo el trabajo y el dinero, sino también las estaciones, ¡lejano vestigio de un ciclo que finalmente también se ha homogeneizado! Trabajo, tiempo libre, naturaleza, cultura, todo esto, alguna vez disperso y generador de angustia y de complejidad en la vida real, en nuestras ciudades «anárquicas y arcaicas», todas esas actividades separadas y más o menos irreductibles entre sí, quedan finalmente mezcladas, amasadas, climatizadas, homogeneizadas en el mismo
travelling
de un
shopping
perpetuo, ¡todo queda finalmente asexuado en el mismo ambiente hermafrodita de la moda! Todo queda por fin
digerido
y convertido en la misma materia fecal homogénea (por supuesto, bajo el signo precisamente de la desaparición del
dinero «líquido
», símbolo todavía demasiado visible de la fecalidad
real
de la vida real y de las contradicciones económicas y sociales que la atormentaron alguna vez), todo eso ha terminado: la fecalidad
controlada
, lubricada,
consumida
, ahora ha pasado a las cosas, difundida en todas partes en la indistinción de las cosas y de las relaciones sociales. Así como en el panteón romano convivían sincréticamente los dioses de todas las regiones en un inmenso «digesto», en nuestro
shopping center
, que es nuestro panteón, nuestro pandemonio, se reúnen todos los dioses, o los demonios, del consumo, allí donde se han abolido en una misma abstracción todas las actividades, todos los trabajos, todos los conflictos y todas las estaciones. En la sustancia de la vida así unificada, en ese digesto universal, ya no puede haber
sentido
; ya no es posible todo aquello que hacía el trabajo del sueño, el trabajo poético, el trabajo del sentido, es decir, los grandes esquemas del desplazamiento y de la condensación, las grandes figuras de la metáfora y de la contradicción, que se asientan en la articulación viva de elementos distintos. Allí reina únicamente la eterna sustitución de elementos homogéneos. Ya no hay ninguna función simbólica: una eterna combinación de «ambiente» en una primavera perpetua.
Los indígenas melanesios se quedaban fascinados al mirar el cielo y ver pasar los aviones. Pero esos objetos nunca descendían hasta ellos. Los blancos, en cambio, lograban atraerlos. Y esto era así porque los blancos colocaban en el suelo, en ciertos espacios, objetos semejantes que llamaban la atención de los que estaban en el aire. Por lo tanto, los indígenas decidieron construir un simulacro de avión con ramas y lianas, delimitaron un terreno que desbrozaban cuidadosamente durante la noche y se pusieron a esperar pacientemente a que los verdaderos aviones se posaran en él.
Sin acusar de primitivismo (
¿y
por qué no hacerlo?) a los cazadores recolectores antropoides que en nuestros días deambulan por la jungla de las ciudades, podría uno ver en el caso de los melanesios una fábula de la sociedad de consumo. El fenómeno milagroso del consumo también instaura todo un dispositivo de objetos simulacro, de signos característicos de la felicidad y luego aguarda (desesperadamente, diría un moralista) que la felicidad descienda.
No es cuestión de ver en ello un principio de análisis. Se trata simplemente de la
mentalidad
consumidora, privada y colectiva. Pero en ese nivel bastante superficial, podemos arriesgar la siguiente comparación: el consumo está regido por un pensamiento mágico, hay una mentalidad milagrosa que rige la vida cotidiana y ésta es una mentalidad de espíritus primitivos, en el sentido en que se la ha definido, vale decir, fundada en creer en la omnipotencia de los pensamientos. Estamos aquí ante la creencia en la omnipotencia de los signos. En efecto, la opulencia, la «afluencia», no es más que la acumulación de
signos
de felicidad. Las satisfacciones que confieren los objetos mismos son el equivalente del avión simulacro, del modelo reducido de los melanesios, o sea, el reflejo anticipado de la Gran Satisfacción virtual, de la Opulencia Total, del Júbilo último de milagros definitivos, cuya esperanza loca alimenta la banalidad cotidiana. Esas satisfacciones menores son además prácticas de encantamiento, medios de captar, de conjurar, el Bienestar total, la Beatitud.