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Authors: Jean Baudrillard
Este complejo proceso epistemológico lleva a Baudrillard a estudiar el consumo (y las necesidades) desde el punto de vista de sus valoraciones simbólicas —proceso, desde luego, coherente, necesario y fructífero en cuanto a muchos de sus resultados intelectuales y profesionales—, intentando alcanzar un marco teórico que trata de explicar todo el sentido social del consumo por su inclusión en un todopoderoso sistema de signos. Es primero en la obra de Roland Barthes, sobre todo en sus trabajos realizados a finales de los cincuenta y principios de los sesenta, donde nos encontramos con una importante labor de lectura estructural de la vida cotidiana, trabajos que son fundamentales para entender la obra de esta primera época de Baudrillard que estamos visitando. Poseído por la vieja aspiración estructuralista —que desde la tradicional morfología sobre el cuento ruso de Vladimir Propp
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, escrita en 1928, trataba de encontrar estructuras narrativas básicas, mitológicas y ahistóricas que se iban reproduciendo y combinando dando lugar a narraciones concretas—, Barthes emprende una decodificación semejante de «los nuevos ídolos de la tribu burguesa»
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. Donde hay sentido hay sistema y se pueden encontrar modelos de inteligibilidad, los hechos sociales de la cultura de consumo burguesa se pueden entender como una mitología, como un sistema de valores que sin ser una narración en sentido estricto también circunscriben un lenguaje que naturaliza, saca de la historia y convierte en mágicos —como cualquier mito— a los consumibles característicos de la opulenta iconografía de la representación cotidiana moderna
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. La semiología pasa a ser una semiología general, todo es signo en un sistema de signos y se puede decodificar. El consumo y la comunicación comercial para Barthes configuran el lenguaje secundario más potente de la actualidad y, por tanto, se constituyen como un sistema mitológico sobre el que se puede realizar todo tipo de análisis estructural.
El más acabado ejemplo de esta semiología general es su estudio sobre el sistema de la moda. Barthes realiza aquí un concienzudo análisis de los dictámenes de la moda difundidos por las revistas femeninas, y a partir de este primer análisis concluye una teoría general de la moda como sistema de representaciones. Juego de formas infinitamente combinable que da la impresión subjetiva de individualidad y soberanía, pero que cumple la función inconsciente de clasificación y jerarquización social. El código habla a los individuos por medio de los ropajes, que más que ser utilizados por los individuos son ellos los que utilizan a los individuos para representar un sistema de similitudes y diferencias que reproducen el lenguaje de las apariencias más allá de la historia. El juego del cambio constante, de la actualidad permanente, oculta la tendencia a la inmovilidad básica de lo social, a la cristalización de la forma del poder. Esta lógica de la diferenciación es la que ayuda a entender que hoy no haya consumo porque se dé una necesidad objetiva y naturalista de consumir. Lo que hay es producción social de un material de diferencias, de un código de significaciones y de valores de estatus, sobre el cual se sitúan los bienes, los objetos y las prácticas de consumo. Los bienes se convierten en signos distintivos —que pueden ser unos signos de distinción, pero también de vulgaridad, desde el momento en que son percibidos relacionalmente— para ver que la representación que los individuos y los grupos ponen inevitablemente de manifiesto, mediante sus prácticas y sus propiedades, forma parte integrante de la realidad social. Es la capacidad comunicadora que tienen los bienes la que ayuda a realizar esta diferenciación social.
Jean Baudrillard es el autor que realiza el recorrido definitivo de llevar a la sociología del consumo hasta el ámbito metodológico de la semiología, precisamente, en
El sistema de los objetos
, publicado en ese mismo año de 1968, que como decíamos se convirtió pronto en un fetiche tanto de esa generación, como del habitus intelectual y político que presentaba. Le seguirían pronto con éxito y repercusión mundial:
La sociedad de consumo
y
Crítica de la economía política del signo
, todas ellas entregadas a la imprenta en menos de un lustro. Baudrillard desarrollaba en estas primeras obras un análisis del consumo como actividad de manipulación sistemática de signos. Según su opinión, en la sociedad de los años sesenta que describe, los objetos ya no tienen prioritariamente un valor de uso, sobredeterminado por el valor de cambio, es, al contrario, su valor de cambio social (su valor signo) el fundamental y el valor de uso, funcional, no es más que una coartada. Utilizando abundantes juegos del lenguaje, Baudrillard explica que los objetos se convierten en signos, son doblemente el fruto de una producción: 1) son producidos, es decir, fabricados; 2) son presentados (en el sentido de exhibidos), es decir, avanzados como prueba, lo que atestiguan es el lugar de su propietario en la jerarquía social. Es el valor signo el que permite más claramente comprender la estructura sistémica que tiene el consumo porque permite la integración dentro del ámbito de la cultura, permite tener presente un código de interacción y de jerarquización dentro de un sistema de comunicación. Código a partir del cual el valor signo pasa a obtener un lugar hegemónico sobre todas las significaciones sociales.
Desde esta perspectiva, las prácticas de consumo no tienen sentido si se analizan como hechos individuales y separados unos de otros. Manejando el modelo lingüístico, sería equivalente a tratar de entender el significado que tienen las diferentes unidades o partículas lingüísticas aisladas y separadas, sin acudir a las cadenas asociativas y paradigmáticas que le dan sentido. El consumo no se puede considerar, por tanto, como un simple deseo de propiedad de objetos, sino como una organización manipulada de la función significante que transforma al objeto en un signo, el consumo pasa a ser una actividad sistemática de uso expresivo e identificativo de signos. De hecho al consumir se juega y se manipula los signos, se acumula, se cambia y se distribuye los objetos, pero en este uso el objeto y signo acaban obteniendo todo el poder, acaban absorbiendo toda la fuerza de lo social. La lógica del consumo es una lógica de manipulación de signos y no puede ser reducida a la funcionalidad de los objetos. Consumir significa, sobre todo, intercambiar significados sociales y culturales y los bienes/signo que teóricamente son el medio de intercambio se acaban convirtiendo en
el
fin último de la interacción social. Sólo en un sistema que se organiza sobre la significación social, apoyado en los objetos, se puede entender la muerte moral de un objeto, antes de su muerte material. El planteamiento de Baudrillard, por ello, exalta la importancia estructural del código y diagnostica el declive del significado. Cualquier significado queda capturado en la lógica relacional de los signos, sistema funcional del que adquiere todo su sentido y su valor con una lògici absolutamente autónoma. El sistema de objetos nada tiene que ver con el sujeto y sus usos, ni con los significados que puede dar al consumir, sino con la imposición de códigos por parte del sistema simbólico mismo. Aspirar a que existe creación, negociación o uso de significados por parte de los actores sociales, no es más para Baudrillard que caer en el «idealismo del mensaje»: el código está por encima de los objetos y los sujetos, ya que es en su estructura significante donde el significado cobra su auténtico valor. Los seres humanos no utilizan a los objetos de consumo, es el sistema de objetos —como código significante— el que usa a los seres humanos.
Baudrillard anunciaba claramente que las categorías sociales sobre las que se basaba su reflexión para aquella época eran las clases medias, «ascendentes, móviles o movibles» excluyendo a los obreros, agricultores y propietarios. Ofrece una descripción amarga de esta clase media, crudamente presentada en sus rituales de consumo como, a la vez, ansiosa y triunfante, victoriosa y resignada, así como condenada a desear lo que no dura y sacralizar los bienes inmuebles. En un artículo que se convertiría en mítico en el «ambiente de derrota» de 1969, titulado llamativamente «La génesis ideológica de las necesidades» —que luego fue convertido en el núcleo central de toda su argumentación al ser retomado en
Crítica de la economía política del signo
—, Baudrillard acomete allí un ataque conjunto contra economistas, psicólogos y sociólogos como George Katona o el muy valorado en la sociología francesa de los años cincuenta y sesenta, Paul Henry Chombart de Lauwe
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, porque según nuestro autor, al haber erigido la necesidad como concepto explicativo del consumo son incapaces de apreciar que el ajuste entre la necesidad individual del sujeto y la funcionalidad del objeto sólo es una racionalización hecha a posteriori para justificar el consumo y la producción social de signos. Los psicólogos y sociólogos convencionales sólo son capaces de actualizar, según Baudrillard, clasificaciones formales y delirantes de necesidades (primarias y secundarias, biológicas y sociales, instrumentales y relacionales, etc.), clasificaciones que recuerdan los irónicos cuentos de Borges
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, y que no hacen más que confundir el sentido social operante del consumo, porque al consumir no se satisfacen necesidades, sino que se usan y se manipulan signos. La lógica del consumo no se deriva de la realidad de las necesidades ni de la fuerza o prioridad que tengan, tampoco de la funcionalidad y utilidad de los objetos, sino de las aspiraciones simbólicas instituidas por el sistema de signos. Las necesidades no producen el consumo, el consumo es el que produce las necesidades.
Por lo tanto, un objeto de consumo es a un tiempo un útil (lógica de la utilidad), una mercancía (lógica del mercado), un símbolo (lógica del don) y un signo (lógica del estatus). Pero el objeto de la sociedad de consumo es precisamente el que se define sólo por la última lógica. El Baudrillard de esta época reconoce todo lo que su análisis debe a Thorstein Veblen, quien hizo de la voluntad de distinguirse de los demás el fundamento de las relaciones sociales y quien describió —exactamente en 1899— los fenómenos de consumo como formas de diferenciación y aspiración o, si se quiere, como procesos de consumo conspicuo y emulativo
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. Pero Baudrillard va mucho más allá de Veblen, cuando avanza la idea de que las necesidades son necesarias, no para las personas, sino, sobre todo, para el buen funcionamiento del sistema de signos, según una fórmula autorreferencial: sólo hay necesidades porque el sistema necesita que las haya. Dicho de otro modo, detrás de cada trabajador asalariado, hay un «consumidor saturado»: la necesidad es un modo de explotación igual que el trabajo. El consumo, al ser producción de signos, es pues un «mecanismo de poder»: estaríamos de alguna manera obligados a consumir sin saberlo. «Esto explica que no haya límites al consumo. Si el consumo fuera eso por lo que lo tomamos ingenuamente: una absorción, un devorar, se debería llegar a una saturación. Si fuera relativo al orden de las necesidades, deberíamos encaminarnos hacia una satisfacción. Ahora bien, sabemos que nada de esto es así: queremos consumir cada vez más. Esta compulsión en el consumo no se debe a ninguna fatalidad psicológica (el que ha bebido, beberá, etc.), ni a una simple coacción de prestigio. Si el consumo parece irresistible, es que precisamente es una práctica idealista total que ya no tiene que ver (más allá de un determinado umbral) con la satisfacción de las necesidades ni con el principio de realidad. Es que es dinamizado por el proyecto siempre frustrado y sostenido en el objeto. El proyecto inmediatizado en el signo transfiere su dinámica existencial a la posesión sistemática e indefinida de objetos/signos de consumo. Ésta sólo puede a partir de entonces ir más allá o reiterarse continuamente para seguir siendo lo que es: una razón para vivir. El mismo proyecto de vida, parcelado, frustrado, significado, se retoma y es abolido en los objetos sucesivos. "Atemperar" el consumo o querer establecer una tabla de necesidades propia para normalizarla manifiesta pues un moralismo ingenuo o absurdo. Es la exigencia frustrada de totalidad la que está en el fondo del proyecto que surge del proceso sistemático e indefinido del consumo. Los objetos/signos en su idealidad son equivalentes y pueden multiplicarse infinitamente: deben hacerlo para colmar en todo momento una realidad ausente. Al final es porque el consumo se basa en una carencia que es irreprimible.»
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Este punto de vista de Baudrillard es de hecho una respuesta implícita a la tesis del clásico Maurice Halbwachs que alega la aparición cíclica de las crisis de superproducción como prueba que las necesidades no son creadas artificialmente
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. La conclusión de obras como
El sistema de los objetos
y
La sociedad de consumo
sostiene radicalmente la tesis contraria: la de un consumo sin fin o justificación, o que el consumo compulsivo no tiene su origen en una «carencia» o necesidad real, lo que, en buena medida, no deja de recordamos la formulación del deseo según Lacan: el objeto dado como respuesta a una demanda puede saciar la necesidad, pero no puede llenar el espacio entre la necesidad y la demanda, que es demanda de amor y a la que los demás no pueden responder completamente a causa del carácter simbólico del lenguaje humano. Por esta razón, las tesis de Baudrillard apelan ampliamente a la semiología, ya que, según hemos visto, el predominio del valor de cambio sobre el valor de uso referente a los objetos es comparable al del significante sobre el significado en la producción del discurso. En
La sociedad de consumo
, se muestra cómo la mercancía se hace signo, mientras que el signo se hace mercancía. Pero la omnipresente excusa actual del valor de uso, proclamando lo que nos sirven las cosas y cantando las ventajas de los nuevos productos (la búsqueda, por ejemplo, del objeto funcional y útil a cualquier precio) sólo es una artimaña del sistema para camuflar la dominación del valor de cambio. Incluso Baudrillard va más allá al propugnar una «economía política del signo»; el valor de cambio económico queda transmutado en la sociedad actual en valor de cambio/signo: la mercancía adquiere la forma signo, la economía se transforma en un sistema de signos y el poder económico es ahora dominación social a través del control minoritario de las necesidades, y, por tanto de las significaciones: «Es a partir del momento (teóricamente aislable) en el que el cambio no es ya puramente transitivo, cuando el objeto (la materia del cambio) se inmediatiza en cuanto a tal, reificándose como signo […]. El objeto/signo ya no es dado ni cambiado: es apropiado, poseído y manipulado por los sujetos individuales como signos, es decir, como diferencia codificada. Es él, el objeto de consumo y él es siempre relación social abolida, refinada, "significada" en un código.»
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