La sociedad de consumo (16 page)

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Authors: Jean Baudrillard

Gervasí: «Las personas no eligen al azar; sus elecciones están socialmente controladas y reflejan el modelo cultural en el seno del cual se efectúan. Una sociedad no produce ni consume cualquier bien: éste debe tener alguna significación en relación con un sistema de valores.» Esta idea presenta una perspectiva del consumo entendido desde el punto de vista de la integración: «El objetivo de la economía no es la maximización de la producción
para el individuo
, sino la maximización de la producción en conexión con el sistema de valores de la sociedad.» (Parsons.) Duesenberry dirá, en el mismo sentido, que la única elección es en el fondo variar los bienes en función de la posición de cada uno en la escala jerárquica. Finalmente, lo que nos impone considerar el comportamiento del consumidor como un fenómeno social es la diferencia de las elecciones de una sociedad a otra y su semejanza en el interior de una misma sociedad. Aquí hay una diferencia apreciable con el punto de vista de los economistas: la elección «racional» de los consumidores ha llegado a ser la elección conforme, la elección de conformidad. Las necesidades ya no apuntan tanto a los objetos como a los valores y satisfacerlas tiene primero el sentido de
adherirse a sus valores
. La elección fundamental, inconsciente, automática, del consumidor es aceptar el estilo de vida de una sociedad particular (¡y esto ya no es una elección! Con lo cual queda desmentida la teoría de la autonomía y la soberanía del consumidor).

Esta sociología culmina en la noción de
standard package
, definida por Riesman como el conjunto de bienes y servicios que constituye la especie de patrimonio básico del estadounidense medio. Regularmente creciente, indexado según el nivel de vida nacional, éste es un mínimo ideal de tipo estadístico, modelo conforme de las clases medias. Superada por unos, soñada por otros, ésta es una idea que resume el
american way oflife
65
. Ni siquiera en este caso, el
standard package
designa tanto la materialidad de los bienes (televisión, baño completo, automóvil, etc.) como el
ideal de conformidad.

Pero nada de esto nos permite avanzar un paso. Más allá del hecho de que la noción de conformidad sólo esconde una inmensa tautología (es decir, el estadounidense medio definido por el
standard package
, a su vez definido por la media estadística de los bienes consumidos; o, en el plano sociológico, tal individuo forma parte de tal grupo porque consume tales bienes y consume tales bienes porque forma parte de tal grupo), aquí lo que se hace es transferir el postulado de racionalidad formal que sustenta el análisis de los economistas sobre la relación del individuo con los objetos a la relación del individuo con el grupo. La conformidad y la satisfacción son solidarias: es la misma adecuación de un sujeto a ciertos objetos o de un sujeto a un grupo
presentada como dos actitudes separadas
, según un principio lógico de equivalencia. Los conceptos de «necesidad» y de «norma» son respectivamente la expresión de esta adecuación milagrosa.

Entre la «utilidad» de los economistas y la conformidad de los sociólogos, existe la misma diferencia que la que establece Galbraith entre las conductas que apuntan al mayor provecho, la motivación pecuniaria característica del sistema capitalista «tradicional», y los comportamientos de identificación y de adaptación específicos de la era de la organización y de la tecnoestructura. La cuestión fundamental que resulta, tanto en la proposición de los psicosociólogos de la conformidad como en la de Galbraith y que no aparece (y con razón) en la de los economistas —porque para ellos el consumidor es un individuo idealmente libre en su cálculo final racional— es la del
condicionamiento de las necesidades.

Desde
La persuasión clandestina
de Packard y
La estrategia del deseo
de Dichter (y algunas otras obras), la cuestión del condicionamiento de las necesidades (mediante la publicidad, en particular) se transformó en el tema favorito del discurso sobre la sociedad de consumo. La exaltación de la abundancia y el gran lamento por las «necesidades artificiales» o «alienadas» alimentan juntos la misma cultura de masas y hasta la ideología erudita sobre el asunto. Este enfoque hunde en general sus raíces en una vieja filosofía moral y social de tradición humanista. En Galbraith se basa en una reflexión económica y política más rigurosa. Nos atendremos pues a esta última, desarrollada en sus dos libros:
La era de la opulencia
y
El nuevo Estado industrial.

Resumiendo brevemente, diremos que el problema fundamental del capitalismo contemporáneo ya no es la contradicción entre «maximización de la ganancia» y «racionalización de la producción» (en el nivel del empresario), sino entre una productividad virtualmente ilimitada (en el nivel de la tecnoestructura) y la necesidad de dar salida a los productos. En esta fase, es vital para el sistema controlar no sólo el aparato de producción, sino además la demanda de consumo, no sólo los precios, sino además lo que será demandado a ese precio. El efecto general que se produce, ya sea por medios anteriores al acto mismo de producción (encuestas, estudios de mercado), ya sea por medios posteriores (publicidad, mercadotecnia, condicionamiento), es «quitarle al comprador —ámbito en el cual escapa a todo control— el poder de decisión para transferírselo a la empresa, donde puede ser manipulado». De manera más general, «una característica natural del sistema (y aquí convendría decir una característica
lógica
) es adaptar el comportamiento del individuo respecto del mercado y adaptar las actitudes sociales en general a las necesidades del productor y a los objetivos de la tecnoestructura. La importancia de esa característica crece con el desarrollo del sistema industrial». Esto es lo que Galbraith llama el
canal invertido
, en oposición al canal jerárquico clásico, en el cual se supone que la iniciativa le corresponde al consumidor y luego repercute, a través del mercado, en las empresas de producción. Aquí, por el contrario, la empresa de producción controla los comportamientos del mercado, dirige y modela las actitudes sociales y las necesidades. Es, o al menos tiende a ser, la dictadura total del orden de producción.

Este «canal invertido» destruye —por lo menos tiene este valor crítico— el mito fundamental del canal jerárquico clásico según el cual, en el sistema económico, el individuo es quien ejerce el poder. El hecho de poner el acento en el poder del individuo contribuía en gran medida a confirmar la organización existente: todas las disfunciones, los factores de deterioro de la calidad de vida, las contradicciones inherentes al orden de producción se justifican porque amplían el campo donde se ejerce la soberanía del consumidor. Es evidente, por el contrario, que todo el aparato económico y psicosociológico de estudios de mercado, de motivaciones, etc., mediante los cuales se pretende hacer creer que en el mercado reina la demanda real, las necesidades profundas de consumo, existe con el único propósito de inducir esa demanda a fin de colocar la mercancía producida, pero ocultando continuamente ese proceso objetivo poniendo en escena el proceso inverso. «El hombre sólo llegó a ser objeto de la ciencia para el hombre cuando se hizo más difícil vender los automóviles que fabricarlos.»

Así es como, en todo momento, Galbraith denuncia la sobrecarga de la demanda inducida por «aceleradores artificiales», instaurados por la tecnoestructura en su expansión imperialista y que hace imposible estabilizar la demanda
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. Ingresos, compra de prestigio y trabajo adicional forman un círculo vicioso y enloquecido, la ronda infernal del consumo, basada en la exaltación de las necesidades llamadas «psicológicas» que se diferencian de las necesidades «fisiológicas» en que aparentemente aquellas se fundan en el «ingreso discrecional» y la libertad de elección, con lo que se hacen fácilmente manipulables. Aquí, evidentemente, la publicidad cumple una función esencial (otra idea que ya es convencional). Aunque parece ajustarse a las necesidades del individuo y a los bienes, en realidad, dice Galbraith, se acomoda al sistema industrial: «Parece darle gran importancia a los bienes cuando en realidad se la da al sistema, de ese modo sostiene además la importancia y el prestigio de la tecnoestructura desde el punto de vista social.» A través de la publicidad, el sistema captura para sí los objetivos sociales e impone sus propios objetivos como objetivos sociales: «Lo que es bueno para la General Motors…»

Una vez más, cuesta no coincidir con Galbraith (y otros) cuando afirma que la libertad y la soberanía del consumidor no son más que un engaño. La mística de la satisfacción y de las decisiones individuales, cultivada cuidadosamente (en primer lugar, por los economistas), donde culmina toda una civilización de la «libertad», es la ideología misma del sistema industrial que justifica lo arbitrario y todos los perjuicios que el mismo provoca: desperdicios, contaminación, aculturación. En realidad, el consumidor es soberano en una jungla de fealdad, donde
se le ha impuesto la libertad de elección
. El canal invertido (es decir, el
sistema
del consumo) completa así ideológicamente el sistema electoral con el cual se alterna. El centro comercial y la cabina electoral son dos lugares geométricos de la libertad individual y también las ubres del sistema.

Nos hemos extendido en el análisis del condicionamiento «tecnoestructural» de las necesidades y del consumo porque hoy ese análisis se ha vuelto todopoderoso, porque constituye, tratado de todas las maneras posibles en la seudofilosofía de la «alienación», una verdadera representación colectiva que, a su vez, forma parte del consumo. Pero, se justifican algunas objeciones fundamentales, todas ellas referidas a sus postulados antropológicos idealistas. Para Galbraith, las necesidades del individuo pueden estabilizarse. En la
naturaleza
del hombre hay una especie de
principio económico
que lo incitaría —si no actuaran los «aceleradores artificiales»— a imponer límites a sus objetivos, a sus necesidades, así como a sus esfuerzos. Sería una tendencia a la satisfacción, no ya máxima, sino «armoniosa», equilibrada en el plano individual y que permitiría que la persona, en lugar de encadenarse en el círculo vicioso de las satisfacciones multiplicadas al infinito descrito antes, se articulara en consonancia con una organización social, también armoniosa, de las necesidades colectivas. Todo esto es absolutamente utópico.

1. En lo referente al principio de satisfacciones «auténticas» o «artificiales», Galbraith se rebela contra el razonamiento «especioso» de los economistas: «Nada prueba que una mujer derrochadora obtenga de un vestido nuevo la misma satisfacción que un obrero que tiene hambre de una hamburguesa; pero tampoco hay nada que demuestre lo contrario. Por lo tanto, su deseo debe considerarse en el mismo plano que el del hambriento.» «Absurdo», dice Galbraith. Sin embargo no lo es (y aquí los economistas clásicos casi tienen razón. Sencillamente, para trazar esta equivalencia, se sitúan en el nivel de la demanda solvente y así eluden todos los problemas). Ello no impide que, desde el punto de vista de la satisfacción propia del consumidor, no haya nada que permita trazar el límite de lo «artificial». El goce que procuran la televisión o una residencia secundaria se vive como libertad «verdadera». Nadie lo vive como una alienación. Sólo el intelectual puede decirlo desde el fondo de su idealismo moralizante, pero esto, en el mejor de los casos, sólo lo designa a él como moralista alienado.

2. Sobre el «principio económico», Galbraith dice: «Lo que llamamos el desarrollo económico consiste, en gran medida, en imaginar una estrategia que permita vencer la tendencia de los seres humanos a imponer límites a sus objetivos de ingresos y, por lo tanto, a sus esfuerzos.» Y cita el ejemplo de los obreros filipinos de California: «La presión de las deudas, unida a la emulación de la manera de vestir, transforma rápidamente a esta raza feliz y despreocupada en una fuerza de trabajo moderna.» Y también el caso de los países subdesarrollados donde la aparición de los aparatos occidentales constituye la mejor carta de triunfo de la estimulación económica. Esta teoría, que podríamos llamar del estrés o del adiestramiento económico para el consumo, vinculado a la compulsión del crecimiento, es seductora. Hace que la aculturación forzada de los procesos de consumo parezca la
consecuencia lógica
, en la evolución del sistema industrial, del adiestramiento al horario y el adiestramiento de los gestos que se le impone al obrero desde el siglo XIX en los procesos de producción industrial
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. Dicho esto, habría que explicar
por qué
los consumidores «muerden» el anzuelo, por qué son vulnerables a esta estrategia. Es demasiado fácil atribuirlo a una naturaleza «feliz y despreocupada» e imputarle una responsabilidad mecánica al sistema. No hay más tendencia «natural» a la despreocupación que a la compulsión. Lo que Galbraith no advierte —por lo que se ve obligado a representar a los individuos como víctimas puras y pasivas del sistema— es toda la lógica social de la diferenciación, los procesos distintivos de clase o de casta, fundamentales en la estructura social y que funcionan a pleno rendimiento en una sociedad «democrática». En suma, lo que falta aquí es toda una sociología de la diferencia, del estatus, etc., en función de la cual todas las necesidades se reorganizan según una demanda
objetiva
de signos y de diferencias y que funda el consumo, no ya como una función de satisfacción individual «armoniosa» (y por ello limitable según normas ideales de la «naturaleza»), sino como una
actividad
social ilimitada. Luego retomaremos esta cuestión.

3. «Las necesidades son en realidad fruto de la producción», dice Galbraith, sin estar seguro de ser exacto. Pues, bajo su aire desmitificado y lúcido, esta tesis, en el sentido en que él la entiende, es sólo una versión más sutil de la «autenticidad» natural de ciertas necesidades y del hechizo producido por lo «artificial». Lo que Galbraith quiere decir es que, sin el sistema productivista, muchas necesidades no existirían. Entiende que, al producir tales bienes o servicios, las empresas producen, al mismo tiempo, todos los medios de sugestión destinados a que esos productos sean aceptados y, por lo tanto, «producen» en el fondo las necesidades que les corresponden. Aquí hay una grave laguna psicológica. Las necesidades están, en esta perspectiva, estrechamente especificadas de antemano en relación con
objetos finitos
. Sólo hay necesidad de
tal o cual
objeto y la psique del consumidor, en el fondo, no es más que una vitrina o un catálogo. También es verdad que, adoptando esta visión simplista del hombre, sólo se puede llegar a este aplastamiento psicológico: las necesidades empíricas reflejos especulares de los objetos empíricos. Ahora bien, en este nivel, la tesis del condicionamiento es falsa. Sabemos que los consumidores se resisten a tal exhortación precisa, que manejan sus «necesidades» según el espectro de objetos, que la publicidad no es todopoderosa y que, a veces, provoca reacciones inversas, que en ocasiones se operan sustituciones de un objeto por otro en función de la misma «necesidad», etc. En otras palabras, en el nivel empírico, hay toda una compleja estrategia, de tipo psicológico y sociológico que atraviesa la estrategia de la producción.

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