Read La sociedad de consumo Online
Authors: Jean Baudrillard
En la personalidad combinatoria hay además un eco de la cultura combinatoria que evocábamos antes. Así como ésta consistía en un re- ciclado colectivo, a través de los medios de comunicación masiva, sobre la Mínima Cultura Común, la personalización consiste en un reciclado cotidiano sobre la Mínima Diferencia Marginal: buscar las pequeñas diferencias cualitativas a través de las cuales se señalan el estilo y el estatus. Así, fume un Kent: «El actor lo fuma antes de entrar en escena, el corredor de
rally
antes de ponerse el casco, el pintor antes de firmar su cuadro, el joven ejecutivo antes de decirle no a su accionista principal (!)… Desde el momento en que el cigarrillo se apaga en el cenicero, la acción se desencadena, precisa, calculada, irreversible.» O bien, fume un Marlboro, como ese periodista «cuyo editorial esperan dos millones de lectores». ¿Tiene usted una mujer con mucha clase y un Alfa Romeo 2600 Sprint? Entonces si usa el perfume Green Water, será la trinidad perfecta del gran estilo de vida y usted alcanzará todos los atributos de la nobleza post-industrial. O, tenga usted la misma cerámica decorada que Françoise Hardy en la cocina, o la misma cocina con gas incorporado que Brigitte Bardot. O bien, utilice una tostadora de pan que haga las tostadas con sus iniciales. Más aún, ase la carne con carbón perfumado con hierbas de Provenza. Por supuesto, las diferencias «marginales» mismas están sometidas a una jerarquía sutil. Desde el banco de lujo con cofres de seguridad Luis XVI reservado para 800 clientes selectos (estadounidenses que deben depositar en su cuenta corriente un mínimo de 25.000 dólares) hasta un escritorio de presidente y director general, que será antiguo o Primer Imperio, mientras que el funcional elegante es suficiente para el personal superior; del prestigio arrogante de las mansiones de los nuevos ricos hasta el descuido deliberado de la ropa de clase, todas estas diferencias marginales esconden la más rigurosa discriminación social, siguiendo una ley general de distribución del material distintivo (ley que supuestamente nadie ignora, mucho menos todavía que las del código penal). No todo está permitido y las infracciones a ese código de las diferencias que, aunque sea móvil, no deja de ser un
rito
, se reprimen severamente. Testimonio de ello es el episodio grotesco de un representante de comercio que compró el mismo modelo de Mercedes que el dueño de su empresa y terminó despedido por éste. El empleado lo demandó y fue indemnizado por los
prud'hommes
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, pero no recobró su empleo. Todos somos iguales ante los objetos en cuanto a su valor de uso, pero no lo somos ante los objetos en cuanto a los signos y las diferencias que representan, los cuales están profundamente jerarquizados.
Es importante comprender que esta personalización, esta búsqueda de estatus y de prestigio social se basa en los signos, es decir, no en los objetos y bienes en sí mismos, sino en sus
diferencias
. Sólo partiendo de esta idea podemos explicar la paradoja del «subconsumo» o, el «consumo discreto», o sea, la paradoja de la sobre-diferenciación de prestigio, que no se despliega ya mediante la
ostentación
(
«conspicuous
», según Veblen), sino mediante la discreción, el despojamiento y la reserva, que sólo son un lujo adicional, un exceso de ostentación que se disfraza de lo contrario y constituye así
una diferencia más sutil
. La diferenciación puede tomar en este caso la forma de repudio de los objetos, del rechazo del «consumo» y esto es también el fin del fin del consumo.
«Si usted es un gran burgués, no vaya pues a las grandes tiendas… Déjeles las grandes tiendas a las parejas jóvenes enloquecidas por el dinero que no tienen, a los estudiantes, a las secretarias, a las vendedoras, a los obreros que están cansados de vivir en la mugre… a todos aquellos que quieren muebles bonitos porque la fealdad es agotadora, pero que también quieren muebles sencillos porque tienen horror de los apartamentos pretenciosos.» ¿Quién responderá a esta invitación perversa? Algún gran burgués, tal vez, o algún intelectual interesado en descender en la escala social. En el nivel de los signos, no hay riqueza ni pobreza absolutas, ni oposición entre los
signos
de la riqueza y los
signos
de la pobreza: sólo son sostenidos y bemoles en el teclado de las diferencias. «¡Señoras, sólo del salón de X saldrán ustedes mejor despeinadas que de ningún otro lugar del mundo!», «Un vestido tan sencillo que oculta toda huella de la alta costura.»
También hay un síndrome muy «moderno» del anticonsumo que, en el fondo es
metaconsumo
y que actúa como exponente cultural de clase. Las clases medias, por su parte, tienen antes bien la tendencia —herederas en este sentido de los grandes dinosaurios capitalistas del siglo XIX y de comienzos del XX— a consumir ostensiblemente, una actitud culturalmente
ingenua
. No hace falta decir que detrás de todo esto hay una estrategia de clase: «Una de las restricciones que sufre el consumo del individuo móvil», dice Riesman, «es la resistencia que las clases elevadas oponen a los "advenedizos" mediante un subconsumo ostensible; quienes ya llegaron tienden así a imponerles sus propios límites a aquellos que querrían convertirse en sus pares.» Este fenómeno, en sus muy variadas formas, es capital para la interpretación de nuestra sociedad pues, si no se lo tuviera en cuenta, uno podría atenerse a esta inversión formal de los signos y tomar por un efecto de democratización lo que en realidad es una metamorfosis de la distancia de clase. Se consume la simplicidad perdida sobre la base del lujo y este efecto se manifiesta en todos los niveles: el «miserabilismo» y el «proletarismo» intelectual se consumen sobre la base de la condición burguesa, así como, en otro plano, los norteamericanos contemporáneos parten en viaje de recreo colectivo a filtrar oro en los ríos del oeste sobre la base de un pasado heroico perdido. En todos los ámbitos este «exorcismo» de los efectos inversos, de las realidades perdidas, de los términos contradictorios, señala un efecto de consumo y de ultraconsumo que siempre se integra en una lógica de la distinción.
Es importante comprender de una vez por todas que esta lógica social de la diferenciación es fundamental para el análisis y que la explotación de los objetos como diferenciadores, como signos —el único nivel que define específicamente el consumo— se instituye precisamente relegando su valor de uso (y las «necesidades» asociadas a él). «Las preferencias en materia de consumo», reconoce Riesman, «no son un perfeccionamiento de la facultad humana que consiste en establecer relaciones conscientes entre el individuo y tal objeto cultural. Esas preferencias representan un medio de entrar ventajosamente en contacto con los demás. En suma, los objetos culturales perdieron toda significación humana: su poseedor los transforma, de algún modo, en fetiches que le permiten sostener una actitud.» Para ilustrar experimentalmente esta prioridad del valor diferencial que Riesman aplica a los objetos «culturales» (pero, en realidad, en este sentido no hay diferencia entre «objetos culturales» y «objetos materiales»), se ha utilizado el ejemplo de un pueblo minero del bosque de Québec donde, según cuenta el informante, a pesar de la proximidad del monte y de la utilidad casi nula del automóvil, cada familia tiene sin embargo un automóvil frente a la puerta de su casa: «Ese vehículo, lavado, pulido, al que de vez en cuando se le hace circular unos kilómetros dando vueltas sobre la rocalla del pueblo (pues no hay otras carreteras), es un símbolo del nivel de vida norteamericano, el signo de que uno pertenece a la civilización mecánica», (y el autor compara estas suntuosas limusinas con una bicicleta completamente inútil encontrada en la selva senegalesa en casa de un ex suboficial negro instalado en el villorrio). O un caso aún más patente: el mismo reflejo demostrativo, ostentoso, hace que los empleados de cierto nivel se hagan construir casas de fin de semana a su costa, en un radio de unos quince kilómetros alrededor del poblado. En esta aglomeración espaciosa, aireada, donde el clima es saludable y la naturaleza está presente en todas partes, no hay nada más inútil que tener una residencia secundaria. Aquí podemos apreciar la diferenciación de prestigio en estado puro. Y ¿hasta qué punto las razones «objetivas» de poseer un automóvil o una residencia secundaria no son en el fondo otra cosa que pretextos de una determinación más profunda?
En general, la sociología tradicional no toma como principio de análisis la lógica de la diferenciación. Reconoce la «necesidad de diferenciarse del individuo», es decir, la necesidad de tener algo más en el catálogo individual y la hace alternar con la necesidad de conformidad, de semejanza. Las dos necesidades hacen buena pareja en el nivel descriptivo psicosociológico, en ausencia de una teoría y en el ilogismo absoluto que podría rebautizarse como «dialéctica de la igualdad y la distinción» o «dialéctica del conformismo y la originalidad». Aquí se mezcla todo. Hay que tener claro que el consumo no se organiza alrededor de un individuo con sus necesidades
personales
que luego se indexan de acuerdo con una exigencia de prestigio o de conformidad, en un contexto de grupo.
Primero
hay una lógica estructural de la diferenciación que produce esos individuos
personalizados
, es decir, que los hace diferentes unos de otros, pero siguiendo modelos generales y un código a los cuales esos individuos
se ajustan
en el acto mismo de singularizarse. El esquema singularidad/conformidad, colocado bajo el signo del individuo, no es esencial: es el nivel vivido. La lógica fundamental es la de la
diferenciación/personalización, situada bajo el signo del código.
En otras palabras, la conformidad no es igualación de las posiciones sociales, la homogeneización
consciente
del grupo (en la que cada individuo se alinea en relación con los otros), sino que es el hecho de tener el mismo código en común, de compartir los mismos signos que hacen que todos en conjunto sean diferentes de tal otro grupo. Lo que establece la
paridad
de los miembros de un grupo (más que la conformidad) es la diferencia con el otro grupo. El consenso se funda diferencialmente y el efecto de conformidad es el resultado de ese consenso. Esta idea es capital porque implica transferir todo el análisis sociológico (en materia de consumo, particularmente), el estudio de los fenómenos de prestigio, de «imitación», del campo superficial de la dinámica social consciente al análisis de los códigos, de las relaciones estructurales, de los sistemas de signos y del material distintivo, es decir, a una
teoría
del campo
inconsciente
de la lógica social.
De esta manera, la función del sistema de diferenciación va mucho más allá de la satisfacción de las necesidades de prestigio. Si se admite la hipótesis enunciada antes, se advierte que el sistema nunca se apoya en las diferencias
reales
(singulares, irreducibles) que existen entre las
personas
. Precisamente, lo que lo funda como sistema es el hecho de que elimina el contenido propio, el ser propio de cada individuo (necesariamente diferente) para sustituirlo por la forma
diferencial
, industrializaba y comercializable como signo distintivo. Elimina toda cualidad original para retener únicamente el esquema distintivo y su producción sistemática. En este nivel, las diferencias ya no son excluyentes, no sólo se implican lógicamente entre sí en la combinatoria de la moda (como los diferentes colores «juegan» entre sí), sino también sociológicamente: lo que
sella la integración del grupo es el intercambio de las diferencias
. Las diferencias así codificadas, lejos de dividir a los individuos, se convierten en cambio en
material de intercambio
. Éste es un elemento fundamental en virtud del cual el consumo se define:
1. no ya como práctica funcional de los objetos, posesión, etc.,
2. no ya como simple función de prestigio individual o de grupo,
3. sino como sistema de comunicación y de intercambio, como código de signos continuamente emitidos y recibidos y reinventados como
lenguaje.
Antes, las diferencias de nacimiento, de sangre, de religión, no se intercambiaban: no eran diferencias de moda y tenían que ver con lo esencial. No se las «consumía». Las diferencias actuales (de indumentaria, de ideología, hasta de sexo) se intercambian en el seno de un vasto consorcio de consumo. Es un intercambio socializado de los signos. Y si, con la forma de signo, todo puede intercambiarse así, no es por la gracia de alguna «liberalización» de las costumbres, sino porque las diferencias se producen sistemáticamente según un orden que las integra como signos de reconocimiento y porque, siendo recíprocamente sustituibles, ya no queda entre ellas otra tensión ni otra contradicción que entre lo alto y lo bajo, que entre la izquierda y la derecha.
Así vemos, en Riesman, cómo los miembros del
peer group
(«el grupo de pares») socializan preferencias, intercambian apreciaciones y, a través de la continua competencia, aseguran la reciprocidad interna y la cohesión narcisista del grupo. Convergen en el grupo por la competencia, o, más precisamente por algo que es, no ya una competencia abierta y violenta, la del mercado y de la lucha, sino una competencia filtrada por el código de la moda, una
abstracción lúdica de la competencia.
Todo esto nos permite comprender mejor la función ideológica capital del sistema de consumo en el orden sociopolítico actual. Esta función ideológica se deduce de definir el consumo como institución de un código generalizado de valores diferenciales y de determinar, como acabamos de hacer, su función de sistema de intercambio y de comunicación.
Los sistemas sociales modernos (capitalista, productivista, postindustrial) no fundan tanto su control social, la regulación ideológica de las contradicciones económicas y políticas que los afectan, en los grandes principios igualitarios y democráticos, en todo ese sistema de valores ideológicos y culturales ampliamente difundidos que están presentes y activos en todas partes. Aunque estén profundamente interiorizados a través de la escuela y el aprendizaje social, esos valores igualitarios conscientes de derecho, justicia, etc., continúan siendo relativamente frágiles y nunca bastarían para integrar una sociedad en la que contradicen visiblemente la realidad objetiva. Digamos que en un nivel ideológico, las contradicciones siempre pueden volver a estallar. Pero el sistema se apoya mucho más eficazmente en un dispositivo
inconsciente
de integración y de regulación. Y éste consiste, a diferencia de la
igualdad
, en implicar a los individuos en un sistema de
diferencias
, en un
código de signos
. Eso es la cultura, eso es el lenguaje y eso es el consumo en el sentido más profundo del término. La eficacia política estriba, no en hacer que donde había contradicción haya igualdad y equilibrio, sino en hacer que donde había contradicción, haya DIFERENCIA. La solución a la contradicción social no es la igualación, sino la diferenciación. No hay revolución posible en el nivel de un código (o bien tienen lugar todos los días y son las «revoluciones de la moda» que son inofensivas y desbaratan las otras revoluciones posibles).