La sociedad de consumo (24 page)

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Authors: Jean Baudrillard

Debería existir un término que fuera a la cultura lo que la estética (en el sentido de estética industrial, de racionalización industrial de las formas, de juego de signos) es a la belleza como sistema simbólico. No tenemos una palabra que designe esta sustancia funcionalizada de mensajes, de textos, de imágenes, de obras maestras clásicas o de cómics, esta «creatividad» y «receptividad» codificadas que han reemplazado la inspiración y la sensibilidad, ese trabajo colectivo
dirigido
sobre las significaciones y la comunicación, esta «culturalidad industrial» que mezcla confusamente todas las culturas de todas las épocas y que nosotros, a falta de un término mejor, continuamos llamando «cultura», pagando el precio de innumerables malentendidos y soñando siempre, en el hiperfuncionalismo de la cultura consumida, con lo universal, con los mitos que podrían descifrar nuestra época sin ser ya superproducciones mitológicas, con un arte que pudiera descifrar la modernidad sin quedar fuera de ella.

LO
KITSCH

Una de las categorías principales del objeto moderno, junto con el
gadget
, es lo
kitsch
. El objeto
kitsch
es habitualmente toda esa población de objetos de poco valor de estuco, bisutería, accesorios, chucherías folclóricas, «recuerdos», pantallas o máscaras negras, todo el museo de pacotilla que prolifera en todas partes, principalmente en los lugares de vacaciones o de ocio. El
kitsch
es el equivalente del «cliché» en el discurso. Y esto debe hacernos comprender que, como sucede con el
gadget
, también aquí se trata de una
categoría
, difícilmente definible, pero que no debe confundirse con tal o cual objeto
real
. Lo
kitsch
puede estar en todas partes, en el detalle de un objeto como en el plano de un gran complejo, en la flor artificial como en la fotonovela. Se definirá preferentemente como
seudoobjeto
, es decir, como simulación, copia, objeto artificial, estereotipo, como pobreza de significación real y sobreabundancia de signos, de referencias alegóricas, de connotaciones inconexas, como exaltación del detalle y saturación por los detalles. Por otra parte, hay una relación estrecha entre su organización interna (sobreabundancia desarticulada de signos) y su aparición en el mercado (proliferación de objetos disparatados, amontonamiento de series). Lo
kitsch
es una
categoría cultural.

Esta proliferación de lo
kitsch
que resulta de la multiplicación industrial, de la vulgarización, en el nivel del objeto, de los signos distintivos tomados de todos los registros (el pasado, lo neo, lo exótico, lo folclórico, lo futurista) y de una sobrepuja desordenada de signos «ya hechos» tiene su fundamento, como la «cultura de masas», en la realidad
sociológica
de la sociedad de consumo. Ésta es una sociedad móvil: amplios estratos de la población recorren la extensión de la escala social, tienen acceso a una posición superior y, al mismo tiempo, a la demanda cultural que no es más que la necesidad de manifestar esa nueva posición mediante signos. En todos los niveles de la sociedad, las generaciones de «advenedizos» quieren su panoplia. Por consiguiente, no tiene sentido acusar a la «vulgaridad» del público o a la táctica «cínica» de los industriales que quieren hacer su pacotilla. Si bien este aspecto es importante, no
explica
la excrecencia cancerosa del parque de «seudoobjetos». Para ello hace falta una demanda y esa demanda es función de la movilidad social. En una sociedad sin movilidad social no existe lo
kitsch
: un parque limitado de objetos de lujo basta como material distintivo de la casta privilegiada. En la época clásica, hasta la copia de una obra de arte también tiene valor «auténtico». En cambio, las grandes épocas de movilidad social ven florecer el objeto en otras formas: con la burguesía ascendente del Renacimiento y del siglo XVII emergen el preciosismo y el barroco que, sin ser los ancestros directos del
kitsch
, atestiguan ya la explosión y la excrecencia del material distintivo en una coyuntura de presión social y de mixtura relativa de las clases superiores. Pero, sobre todo a partir del reinado de Luis Felipe y, en Alemania, desde los
Gründerjahre
(1870/1890) y, en todas las sociedades occidentales, desde fines del siglo XIX y la era de las Grandes Tiendas, el negocio universal de las baratijas pasó a constituir una de las manifestaciones principales del objeto y una de las ramas más fecundas del comercio. Esta era no tiene fin porque, esta vez, nuestras sociedades están virtualmente en fase de movilidad continua.

Lo
kitsch
evidentemente revaloriza el objeto raro, precioso, único (cuya producción también puede hacerse industrial). El objeto
kitsch
y el objeto «auténtico» organizan entre los dos el mundo del consumo, según la lógica de un material distintivo, hoy siempre cambiante y en expansión. Lo
kitsch
tiene un valor distintivo pobre, pero ese valor pobre está vinculado con una rentabilidad estadística máxima: clases enteras se apoderan de él. A esto se opone la calidad distintiva máxima de los objetos raros, asociada a su cuerpo limitado. Aquí no se trata de «belleza», sino de carácter distintivo y ésta es su función sociológica. En este sentido, todos los objetos se sitúan en la escala social jerárquicamente, como valores, según su disponibilidad estadística, su cuerpo más o menos limitado. Esta función define a cada instante, para tal estado de la estructura social, la posibilidad de cada categoría social de distinguirse, de marcar su estatus a través de tal categoría de objetos o de signos. El ascenso de capas más numerosas a tal categoría de signos obliga a las clases superiores a distanciarse mediante otros signos restringidos en número (ya sea por su origen, como los objetos antiguos auténticos, los cuadros, ya sea por estar sistemáticamente limitados, como las ediciones de lujo, los automóviles fuera de serie). En esta lógica de la distinción, lo
kitsch
nunca innova: se define por su valor derivado y pobre. Esta valencia débil es, a su vez, una de las razones de su multiplicación ilimitada. Lo
kitsch
se
multiplica en extensión
mientras que, en lo alto de la escala, los objetos «de clase» se
demultiplican en calidad
y se renuevan haciéndose raros.

Esta función derivada también está ligada a su función «estética» o antiestética. A la estética de la belleza y de la originalidad, lo
kitsch
opone su
estética de la simulación
: reproduce por todas partes los objetos en un tamaño menor o mayor que el natural, imita los materiales (estuco, plástico, etc.), remeda las formas o las combina de manera inconexa,
repite la moda
sin haberla vivido. En todo esto, es homólogo del
gadget
en el plano de la técnica: el
gadget
también es esa parodia tecnológica, esa excrecencia de las funciones inútiles, esa
simulación
continua de la función sin referente práctico real. Esta estética de la simulación está profundamente ligada a la función socialmente asignada a lo
kitsch
que es traducir la aspiración, la anticipación social de clase, la afiliación mágica a una cultura, a las formas, a las costumbres y a los signos de la clase superior
76
, una estética de aculturación que resulta en una subcultura del objeto.

EL
GADGET
Y LO LÚDICO

La máquina fue el emblema de la sociedad industrial. El artilugio, el
gadget
, es el emblema de la sociedad post-industrial. No existe una definición rigurosa para este tipo de artefacto. Pero si convenimos en definir el objeto de consumo en virtud de la desaparición relativa de su función objetiva (utensilio) a favor de su función de signo, si admitimos que el objeto de consumo se caracteriza por una especie de
inutilidad funcional
(lo que se consume es precisamente algo diferente del «útil»),
el gadget es pues la verdad del objeto en la sociedad de consumo
. Y, con ese carácter,
todo puede llegar a ser gadget
y todo lo es potencialmente. Lo que definiría el
gadget
sería su inutilidad potencial y su valor combinatorio lúdico
76.1
. Por lo tanto, son artilugios o
gadgets
tanto las insignias, que tuvieron su hora de gloria, como el Venusik, un cilindro de metal pulido perfectamente liso e inútil (salvo que se lo use como pisapapeles, ¡función a la que están condenados todos los objetos que no sirven para nada!). «Amantes de la belleza formal y de la inutilidad potencial, ¡el fabuloso Venusik ha llegado!»

Pero también lo es —pues, ¿dónde va a comenzar la inutilidad objetiva?— esa máquina de escribir que puede hacerlo en trece registros diferentes de caracteres «según le escriba usted a su banquero o a su abogado, a un cliente muy importante o a un viejo amigo». También lo son la joya indígena de poco precio y el bloc de notas IBM: «Imagine un pequeño aparato de 12 x 15 cm que lo acompaña a usted a todas partes, en sus viajes, en el escritorio, el fin de semana. Cabe en una mano y con un toque del pulgar, usted le susurra sus decisiones, le dicta sus indicaciones, le proclama sus victorias. Todo lo que usted dice queda registrado en su memoria… Ya sea que esté usted en Roma o en Tokio, ya sea que esté en Nueva York, su secretaria no perderá ni una sola sílaba…» Nada más útil, nada más inútil: el objeto técnico en sí mismo se vuelve
gadget
, mientras la técnica se presenta como una práctica mental de tipo mágico o una práctica social de moda.

En un automóvil, los cromados, el limpiaparabrisas de dos velocidades, las ventanillas con mando eléctrico, ¿son
gadgets
? Sí y no: tienen alguna utilidad en relación con el prestigio social. La connotación despectiva que tiene el término procede sencillamente de una perspectiva
moral
de la calidad de utensilio que debe tener un objeto: se estima que algunos sirven para algo y otros no sirven para nada. ¿Según qué criterios? No hay ningún objeto, ni siquiera el más marginal o decorativo, que no sirva para algo, aunque sólo sea porque, al no servir para nada, se transforma en signo distintivo
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. Inversamente, no hay ningún objeto que no sirva, de alguna manera, para algo (es decir, para algo diferente de su destino específico). Esto sólo se resuelve definiendo como
gadget
el objeto que está explícitamente destinado a cumplir funciones secundarias. Así, no sólo los cromados, sino hasta la butaca y el automóvil completo son
gadgets
si entran en una lógica de la moda y del prestigio o en una lógica fetichista. Y el ordenamiento sistemático de los objetos los empuja hoy en ese sentido.

El universo del seudoambiente, del seudoobjeto, hace las delicias de todos los «creadores» «funcionales». Un caso testigo es el de André Faye, «técnico en el arte de vivir» que crea muebles Luis XVI en los que se descubre, detrás de una portezuela de estilo, la superficie lisa y brillante de un tocadiscos o los bafles de un equipo de música Hi-Fi… «Estos objetos viven, como los móviles de Calder: sirven tanto para concebir objetos usuales como verdaderas obras de arte que, al ponerse en movimiento coordinadas con las proyecciones cromofónicas encuadrarán de manera cada vez más precisa el
espectáculo total
al cual aspira… Muebles cibernéticos, escritorio con orientación y geometría variables, teleapuntador caligráfico… Teléfono transformado finalmente en parte integrante del hombre y que permite llamar a Nueva York o responde una llamada desde Honolulu desde el borde de la piscina o el fondo de un parque.» Todo esto, para Faye, representa un «sometimiento de la técnica al arte de vivir». Y todo esto evoca irresistiblemente el concurso Lépine. ¿Qué diferencia hay entre el escritorio videófono y el sistema de calefacción por agua fría imaginado por tan ilustre inventor? Hay una diferencia y es que el antiguo hallazgo artesa- nal era una excrecencia curiosa, la poesía un poco delirante de una técnica heroica. El artefacto actual, en cambio, forma parte de una lógica sistemática que abarca toda la cotidianidad y la presenta en el modo espectacular y, en consecuencia, hace sospechar que todo el entorno de objetos y, por extensión, todo el ambiente de relaciones humanas y sociales puede ser artificial, falso e inútil. En su acepción más amplia, el
gadget
actual intenta superar esta crisis generalizada de la
finalidad
y la utilidad
en el modo lúdico
, pero no alcanza ni puede alcanzar la libertad simbólica que tiene el juguete para el niño. El
gadget
es pobre, es un efecto de moda, es una especie de acelerador artificial de otros objetos, está atrapado en un circuito en el que lo útil y lo simbólico se resuelven en una suerte de inutilidad combinatoria, como en esos espectáculos ópticos «totales» donde la fiesta misma es un
gadget
, es decir, un seudoacontecimiento social, un juego sin jugadores. La resonancia peyorativa que ha adquirido el término
gadget
usado en este sentido («Todos esos objetos no son más que
gadgets»
) refleja sin duda, además de un juicio moral, la angustia que provoca la desaparición generalizada del valor de uso y de la función simbólica.

Pero lo inverso también es verdad. Vale decir, que al
new look
combinatorio del
gadget
, puede oponerse —y esto en el caso de cualquier objeto, aunque sea a su vez un
gadget
— la
exaltación de la novedad
. La novedad es de alguna manera el periodo sublime del objeto y. en ciertos casos, puede alcanzar la intensidad, si no ya la calidad, de la emoción amorosa. Este estado es el de un discurso simbólico, en el cual no intervienen la moda ni la referencia a los otros. El niño vive sus objetos y sus juguetes en ese modo de relación intensa y, más tarde, uno de los mayores encantos de tener un coche nuevo, un libro nuevo, un traje nuevo o un
gadget
es precisamente sumergirnos en una infancia absoluta. Aquí se da la lógica inversa de la del consumo.

El
gadget
se define en realidad por la práctica que se hace de él, que no es de tipo utilitario ni de tipo simbólico, sino LÚDICA. Lo lúdico es lo que rige cada vez más claramente nuestras relaciones con los objetos, con las personas, con la cultura, con el tiempo libre, a veces con el trabajo y también con la política. Lo lúdico corresponde a un tipo de investidura muy particular: no económica (objetos inútiles), no simbólica (el objeto
gadget
no tiene «alma»), sino que consiste en un juego con las combinaciones, en una modulación combinatoria, en un juego sobre las variantes o las posibilidades técnicas del objeto,
juego con las reglas del juego
en la innovación, juego con la vida y la muerte como combinación última en la destrucción. Aquí nuestros
gadgets
domésticos se asemejan a las máquinas tragaperras, los tirlipots y los juegos radiofónicos culturales, los juegos electrónicos de los bares y centros comerciales, el tablero del automóvil y todos los aparatos técnicos «serios» desde el teléfono al ordenador, que constituyen el «ambiente» moderno del trabajo, todo aquello con lo que
jugamos
, más o menos conscientemente, fascinados por el funcionamiento, el descubrimiento infantil y la manipulación, la curiosidad vaga o apasionada por el «juego» de los mecanismos, el juego de los colores, el juego de las variantes: es el alma misma del juego/pasión pero generalizada y difusa y, por eso mismo, menos conmovedora, vaciada de lo patético y devuelta a la
curiosidad
—algo intermedio entre la indiferencia y la fascinación y que se definiría por oposición a la
pasión
—. La pasión puede entenderse como la relación concreta con una
persona total
o con un objeto tomado como persona. Implica una investidura total y adquiere un valor simbólico intenso, mientras que la curiosidad lúdica es sólo interés —por intenso que sea— por el
juego de los elementos.

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