La sociedad de consumo (21 page)

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Authors: Jean Baudrillard

También en este aspecto hay un error en cómo interpretan los defensores del análisis clásico la función ideológica que cumple el consumo. El consumo desarma la virulencia social, no ahogando a los individuos en el confort, las satisfacciones y el nivel de vida (esta idea está ligada a la teoría ingenua de las necesidades y sólo puede remitir a la esperanza absurda de someter a la gente a más miseria para verla rebelarse), sino, por el contrario,
adiestrándolos en la disciplina inconsciente de un código
y de una cooperación competitiva en el nivel de ese código, es decir, no es mediante la mayor facilidad, sino, al contrario, haciéndolos entrar en las
reglas
del juego. Así es como el consumo puede sustituir por sí solo todas las ideologías y, a la larga, asumir por sí solo la integración de toda una sociedad, como lo hacían los ritos jerárquicos o religiosos de las sociedades primitivas.

LOS MODELOS ESTRUCTURALES

«¿Qué madre de familia no ha soñado con una lavadora especialmente concebida para ella?», pregunta una publicidad. En efecto, ¿qué madre de familia no lo ha soñado? Por lo tanto, son millones que soñaron tener la
misma
máquina especialmente concebida para cada una de ellas.

«El cuerpo con que sueñas es el TUYO.» Esta tautología admirable, cuya respuesta es evidentemente tal o cual sujetador, reúne todas las paradojas del narcisismo «personalizado». Acercándose a su ideal
de referencia
, siendo «verdaderamente uno mismo», es como mejor obedece cada uno al imperativo colectivo y como mejor coincide con tal o cual modelo «impuesto». ¿Astucia diabólica o dialéctica de la cultura de masas?

Veremos cómo la sociedad de consumo se concibe a sí misma como tal y se refleja narcisistamente en su imagen. Sin dejar de ser una función colectiva, este proceso se difunde en el nivel de cada individuo, lo cual explica que no contradiga —sino, por el contrario, refuerce— el conformismo, como lo muestran bien los dos ejemplos citados. En la sociedad de consumo el narcisismo del individuo
no es goce de la singularidad
, es
refracción de rasgos colectivos
. Sin embargo, siempre se da como investidura narcisista de «sí mismo» a través de las Más Pequeñas Diferencias Marginales.

En todo momento, se invita al individuo a agradarse, a complacerse. Se entiende que gustándose a sí mismo tiene mayores oportunidades de gustar a los demás. Llevado al extremo, probablemente la complacencia y la autoseducción puedan llegar a suplantar totalmente la finalidad seductora objetiva. La empresa seductora se vuelve sobre sí misma, en una especie de «consumo» perfecto, pero su referente continúa siendo siempre la instancia del otro. Sencillamente, agradar ha llegado a ser una empresa en la que la consideración de la persona a quien hay que gustarle es meramente secundaria. Un discurso repetido de la marca en la publicidad.

Las mujeres son el blanco principal de esta invitación a complacer. Pero esta presión se ejerce sobre las mujeres a través del mito de
la Mujer
. La Mujer como modelo colectivo y cultural de complacencia. Lo expresa muy bien Évelyne Sullerot: «Se vende la mujer a la mujer… creyendo acicalarse, perfumarse, vestirse, en una palabra, creyendo que se "crea", la mujer se consume.» Y esto está en la lógica del sistema: no sólo la relación con los demás, sino también la relación consigo mismo termina siendo una relación
consumida
. Este fenómeno no debe confundirse tampoco con el hecho de agradarse por las cualidades reales de belleza, de encanto, de gusto, etc., que uno se reconoce. Esto no tiene nada que ver; en ese caso, no hay consumo, sino una relación espontánea y natural. El consumo se define siempre por sustituir esta relación espontánea por una relación mediatizada por un sistema de signos. En el ejemplo mencionado, si la mujer se consume es porque su relación consigo misma ha sido objetivada y alimentada por signos, signos que constituyen el Modelo Femenino, que es el verdadero objeto del consumo. Esto es lo que consume la mujer al «personalizarse». En última instancia, la mujer «no puede confiar razonablemente en el fuego de su mirada ni en la suavidad de su piel: lo que le es propio no le da ninguna certeza» (Bredín,
ha Nef
). Es muy diferente
valer
por cualidades naturales que
hacerse valer
por adherirse a un modelo y según un código constituido. Se trata de
la feminidad funcional
, una feminidad en la que todos los valores naturales de belleza, de gracia, de sensualidad desaparecen en provecho de valores
exponenciales
de naturalidad (adulterada), de erotismo, de «línea», de expresividad.

Como la violencia
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, la seducción y el narcisismo quedan sustituidos de antemano por
modelos
producidos industrialmente por los medios masivos de comunicación y convertidos en signos
reconocibles
(para que todas las jóvenes puedan sentirse Brigitte Bardot, deben distinguirse por el cabello o la boca o tal o cual estilo de ropa, es decir, lo mismo para todas). Cada uno encuentra su propia personalidad en la aproximación a esos modelos.

MODELO MASCULINO Y MODELO FEMENINO

A la feminidad funcional corresponde la virilidad funcional. Naturalmente, los modelos se ordenan por dos. Esto no resulta de la naturaleza
diferenciada
de los sexos, sino de la lógica
diferencial del
sistema. La relación de lo masculino y lo femenino con los hombres y las mujeres
reales
es relativamente arbitraria. Actualmente, cada vez más los hombres y las mujeres se significan indiferentemente en dos registros, pero los dos grandes términos de la oposición significante sólo valen, al contrario, por su distinción. Estos dos modelos no son descriptivos, sino que
ordenan
el consumo.

El modelo masculino es el de la exigencia y de la elección. Toda la publicidad masculina insiste en la regla «deontológica» de la
elección
, en términos de rigor, de minucia inflexible. El hombre moderno de calidad es
exigente
. No se permite ninguna debilidad. No descuida ningún detalle. Es «selecto» pero no pasivamente o por gracia natural, sino por el ejercicio de una selectividad. (Que esa selectividad haya sido orquestada por otros y no por él, es otro asunto.) Nada de dejarse llevar o de complacerse; hay que distinguirse. Saber elegir y no equivocarse equivale aquí a las virtudes militares y puritanas: intransigencia, decisión, virtud («virtudes»). Estará dotado de estas virtudes el más insignificante monigote que se vista en Romoli o en Cardin. Virtud competitiva o selectiva: ése es el modelo masculino. En un plano mucho más profundo, la selectividad, signo de la elección (el que elige, el que
sabe
elegir, es a su vez elegido entre todos los demás), es en nuestras sociedades el rito homólogo del
duelo
y la competencia en las sociedades primitivas: clasifica en la escala social.

El modelo femenino apremia mucho más a la mujer a agradarse a sí misma. En su caso, lo que se impone de manera inapelable no es la selectividad ni la exigencia, sino la complacencia y la solicitud narcisista. En el fondo, se sigue invitando al hombre a jugar al soldado y a la mujer a jugar a la muñeca consigo misma.

Hasta en el nivel de la publicidad moderna, siempre hay segregación de los dos modelos, masculino y femenino, y sobrevive la jerarquía de la preeminencia masculina (precisamente en el nivel de los modelos, se lee la
inamovilidad del sistema de valores
: independientemente del carácter mixto de las conductas «reales», la mentalidad profunda está esculpida por los modelos y la oposición masculino/femenino, del mismo modo que la de trabajo manual/trabajo intelectual no ha cambiado).

Por lo tanto, debemos volver a traducir esta oposición estructural atendiendo a la cuestión de la supremacía social:

1. La capacidad de elección masculina es «agonística»; es, por analogía con el duelo, la conducta «noble» por excelencia. Lo que está en juego es el honor o la
Bewährung
(«poner a prueba sus cualidades»), virtud ascética y aristocrática.

2. Lo que se perpetúa en el modelo femenino es, por el contrario, el valor
derivado
, el valor
por procuración
(
«vicarious status
», «
vicarious consumption
», según Veblen). Se incita a la mujer a gratificarse, sólo para encajar mejor como objeto de la competencia masculina (gustarse para gustar más). La mujer nunca entra en competencia directa (sino con las demás mujeres a la vista de los hombres). Si es bella, es decir, si esta mujer es mujer, será elegida. Si el hombre es hombre, elegirá su mujer entre otros objetos/signos (SU automóvil, SU mujer, su colonia masculina). La mujer (el modelo femenino) queda relegada a cumplir, por procuración, un servicio presentado como autogratificación. Su determinación no es autónoma.

Esa jerarquía, ilustrada en el nivel narcisista por la publicidad, tiene otros aspectos igualmente reales en el nivel de la actividad productora. La mujer, dedicada a la parafernalia (a los objetos domésticos) cumple, no sólo una función económica, sino además una función de prestigio, derivado de la ociosidad aristocrática o burguesa de las mujeres que atestiguan así el prestigio de su señor: la mujer en el hogar no produce, no tiene incidencia en las contabilidades nacionales, no entra en los censos como
fuerza productiva
pues está condenada a valer como
fuerza de prestigio
a causa de su inutilidad oficial, de su condición de esclava «mantenida». Continúa siendo un atributo que reina sobre los atributos secundarios que son los objetos domésticos.

O bien, en las clases medías y superiores, la mujer se dedica a actividades «culturales» también gratuitas, que no se contabilizan, irresponsables, es decir, sin responsabilidad. Esa mujer «consume» cultura y ni siquiera en su nombre propio: cultura decorativa. Esta es la llamada
promoción cultural
que, detrás de todos los pretextos democráticos, responde de ese modo a la misma y constante imposición de inutilidad. En el fondo, la cultura es, en este caso, un efecto suntuario, anexo de la «belleza» pues la cultura y la belleza son menos valores propios, ejercidos por ellas mismas, que una prueba de lo superfluo, función social «alienada» (ejercida por procuración).

Una vez más, se trata de
modelos diferenciales
que no hay que confundir con los sexos reales, ni con las categorías sociales. Los límites son difusos y hay contaminación. También al hombre moderno (lo vemos permanentemente en la publicidad) se le invita a complacerse. Y a la mujer se la incita a elegir, a competir y a ser «exigente». Lo cual transmite la imagen de una sociedad en la que las funciones respectivas, sociales, económicas y sexuales están
relativamente
mezcladas. No obstante, la distinción de los modelos masculino y femenino se conserva intacta (por lo demás, hasta el carácter mixto de las tareas y de los roles sociales y profesionales es, al fin de cuentas, débil y marginal). Hasta es posible, que en algunos aspectos, se refuerce la oposición estructural y jerárquica de lo Masculino y lo Femenino. Así, la aparición publicitaria del efebo desnudo de Publicis (publicidad Séli- maille) quizás haya marcado el punto extremo de contaminación. Sin embargo, no cambió en nada los modelos distintivos y antagónicos. Sobre todo, puso de manifiesto la aparición de un «tercer» modelo hermafrodita, vinculado estrechamente con la aparición de la adolescencia y la juventud, bisexuado y narcisista, pero mucho más cercano al modelo femenino de complacencia que al modelo masculino de exigencia.

Por otra parte, hoy asistimos a un fenómeno más general que es
la extensión a todo el campo del consumo del modelo femenino
. Lo que dijimos de la Mujer, en su relación con valores de prestigio, de estatus «por procuración», vale virtual y absolutamente para el
homo consumans
en general, hombres y mujeres sin distinción. Vale para todas las categorías consagradas en mayor o menor medida (pero cada vez más, según la estrategia política) a la «parafernalia», a los bienes domésticos y a los goces «por procuración». Así es como clases enteras están condenadas (a imagen de la Mujer, que permanece como Mujer-Objeto, siendo emblema del consumo) a
funcionar
como consumidoras. Su promoción a la categoría de consumidores será pues la realización de su destino de siervos. Sin embargo, a diferencia del ama de casa, su actividad alienada, en lugar de hundirse en el olvido, hoy hace brillar la contabilidad nacional.

TERCERA PARTE. MEDIOS, SEXO Y OCIO
6. LA CULTURA MEDIÁTICA
LO
NEO
O LA RESURRECCIÓN ANACRÓNICA

Como decía Marx, refiriéndose a Napoleón III, en la historia a veces los mismos acontecimientos se repiten: la primera vez, tienen un alcance histórico real y la segunda sólo son su evocación caricaturesca, el avatar grotesco que vive de una
referencia legendaria
. Así, el consumo cultural puede definirse como el tiempo y el lugar de la resurrección caricaturesca, de la evocación paródica de lo que ya no es, de lo que ya se ha «consumido» en el primer sentido del término (acabado y cumplido). Esos turistas que parten en automóvil hacia el Gran Norte a repetir los gestos de la epopeya del oro y que han alquilado un mazo y una túnica esquimal para dar color local a la aventura, son personas que consumen: consumen de manera ritual lo que fue un acontecimiento histórico, reactualizado por la fuerza como leyenda. En historia, ese proceso de conoce como restauración: es un proceso de negación de la historia y de resurrección creacionista de modelos anteriores. El consumo también está impregnado por entero de esta sustancia anacrónica: ESSO nos ofrece, en sus estaciones de invierno, su fuego de leña y su equipo de asar. Es un ejemplo característico: son los amos de la gasolina, los «liquidadores históricos» del fuego de leña y de todo su valor simbólico, quienes lo vuelven a servir como un nuevo fuego de leña ESSO. Lo que se consume en este caso es el goce simultáneo, mixto, cómplice, del automóvil y del prestigio difunto de todo aquello para lo que el automóvil significa la muerte y ¡resucitado precisamente por el automóvil! No hay que ver en esto la sencilla nostalgia del pasado: a través de ese nivel «vivido», está la definición histórica y estructural del consumo que es
exaltar los signos sobre la base de una denegación de las cosas y de lo real.

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