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Authors: Orson Scott Card

Tags: #Ciencia Ficción

La sombra de Ender (57 page)

Aguantad, pensó Bean. Aguantad cuanto podáis.

Las naves que se lanzaron demasiado pronto vieron sus Pequeños Doctores arder en la atmósfera antes de que pudieran estallar. Unas cuantas naves se quemaron antes de poder hacerlo.

Quedaban dos naves. Una pertenecía al escuadrón de Bean.

—No la lancéis —ordenó Bean por el micrófono, la cabeza gacha—. Hacedla explotar dentro de vuestra nave. Que Dios os acompañe.

Bean no tenía forma de saber si fue su nave o la otra la que lo hizo. Sólo sabía que ambas naves desaparecieron de la pantalla sin disparar. Y entonces la superficie del planeta empezó a borbotear. De repente, una vasta erupción brotó hacia los últimos cazas humanos, las naves de Petra, en las cuales tal vez hubiera o no hombres vivos para ver cómo se acercaba la muerte. Para ver cómo se acercaba la victoria.

El simulador mostró una imagen espectacular mientras el planeta en explosión engullía a todas las naves enemigas, envolviéndolas en la reacción en cadena. Sin embargo, mucho antes de que la última nave fuera tragada, las maniobras habían cesado. Flotaban a la deriva, muertos. Como las naves insectoras muertas en los vids de la Segunda Invasión. Las reinas de la colmena habían muerto en la superficie del planeta. La destrucción de las naves restantes fue una simple formalidad. Los insectores ya estaban muertos.

Bean salió al túnel y descubrió que los otros niños ya estaban allí, felicitándose unos a otros y comentando lo formidable que era el efecto de la explosión, y preguntándose si algo así podría suceder de verdad.

—Sí —dijo Bean—. Podría.

—Como si tú lo supieras —dijo Fly Molo, riendo.

—Claro que sé que podría suceder —dijo Bean—. Sucedió.

Lo miraron sin comprender. ¿Cuándo sucedió? Nunca había oído nada igual. ¿Dónde podrían haber probado ese arma contra un planeta? ¡Ah, claro, se cargaron Neptuno!

—Acaba de suceder ahora mismo —dijo Bean—. Sucedió en el mundo natal de los insectores. Acabamos de volarlo. Están todos muertos.

Finalmente, empezaron a comprender que hablaba en serio. Le pusieron objeciones. Él les explicó lo del aparato de comunicaciones más rápido que la luz. No lo creyeron.

Entonces otra voz entró en la conversación.

—Se llama ansible.

Volvieron la cabeza y vieron al coronel Graff al fondo del túnel.

Entonces… ¿Bean decía la verdad? ¿Había sido una batalla real?

—Todas fueron reales —dijo Bean—. Y las supuestas pruebas. Batallas de verdad. Victorias de verdad. ¿No es cierto, coronel Graff? Estuvimos librando una guerra de verdad todo el tiempo.

—Ahora ha terminado —dijo Graff—. La especie humana continuará existiendo. Los insectores han pasado a la historia.

Finalmente lo creyeron, y se sintieron mareados por la magnitud de todo aquello. Se acabó. Vencimos. No estábamos haciendo prácticas, éramos comandantes de verdad.

Entonces, por fin, sobrevino el silencio.

—¿Están todos
muertos
? — preguntó Petra.

Bean asintió.

Miraron de nuevo a Graff.

—Tenemos informes. Toda actividad vital ha cesado en todos los otros planetas. Deben de haber congregado a sus reinas en su planeta natal. Cuando las reinas mueren, los insectores mueren. Ahora no hay ningún enemigo.

Petra empezó a llorar, apoyada contra la pared. Bean quiso acercarse, pero Dink estaba allí. Dink fue el amigo que la sostuvo, que la consoló.

Regresaron a sus barracones, tristes y a la vez contentos. Petra no fue la única que lloró. Pero nadie podía decir sí las lágrimas eran de angustia o de alivio.

Sólo Bean no regresó a su habitación, quizás porque era el único que no estaba sorprendido. Se quedó en el túnel con Graff.

—¿Cómo se lo está tomando Ender?

—Mal —dijo Graff—. Tendríamos que habérselo dicho con más cuidado, pero todo se precipitó. En el momento de la victoria.

—Todos sus juegos dieron fruto —dijo Bean.

—Sé lo que sucedió, Bean. ¿Por qué le dejaste el control? ¿Cómo supiste que elaboraría ese plan?

—No lo supe. Sólo sabía que yo no tenía ningún plan.

—Pero lo que dijiste… «la puerta del enemigo está abajo». Ése es el plan que Ender empleó.

—No era un plan —dijo Bean—. Tal vez le hizo pensar en un plan. Pero era él. Era Ender. Apostaron ustedes su dinero al chico adecuado.

Graff miró a Bean en silencio, luego extendió la mano y la apoyó sobre la cabeza del niño, y le revolvió un poco el pelo.

—Creo que tal vez os ayudasteis mutuamente a cruzar la línea de meta.

—No importa, ¿no? Se ha terminado, de todas formas. Y también se ha terminado la unidad temporal de la especie humana.

—Sí—dijo Graff. Retiró la mano y se la pasó por el pelo—. Creí en tu análisis. Traté de dar el aviso. Si el Estrategos oyó mi consejo, los hombres del Polemarca estarán siendo arrestados aquí en Eros y por toda la flota.

—¿Lo harán pacíficamente? — preguntó Bean.

—Ya veremos.

El sonido de disparos resonó en algún túnel lejano.

—Parece que no —dijo Bean.

Oyeron el sonido de hombres corriendo. Y pronto los vieron, un contingente de una docena de marines armados.

Bean y Graff advirtieron que se acercaban.

—¿Amigos o enemigos?

—Todos llevan el mismo uniforme —contestó Graff—. Tú eres el que lo predijo, Bean. Detrás de esas puertas —señaló las habitaciones de los niños—, esos niños son los despojos de la guerra. Al mando de los ejércitos de la Tierra, son la esperanza de la victoria. Tú eres la esperanza.

Los soldados se detuvieron delante de Graff.

—Venimos a proteger a los niños, señor —dijo el líder.

—¿De qué?

—Los hombres del Polemarca parecen resistirse al arresto, señor —explicó el soldado—. El Estrategos ha ordenado que estos niños sean mantenidos a salvo a toda costa.

Graff se sintió visiblemente aliviado al darse cuenta de qué lado estaban estos soldados.

—La niña está en esa habitación de allí. Les sugiero que se hagan fuertes en esos dos barracones mientras dure esta crisis.

—¿Es éste el niño que lo consiguió? — preguntó el soldado, señalando a Bean.

—Es uno de ellos.

—Fue Ender Wiggin quien lo hizo —rectificó Bean—. Ender era nuestro comandante.

—¿Está en una de esas habitaciones?

—Está con Mazer Rackham —dijo Graff—. Y éste se queda conmigo.

El soldado saludó. Empezó a situar a sus hombres en posiciones más avanzadas túnel abajo, con sólo un guardia ante cada puerta para impedir que los niños salieran y se perdieran durante la lucha.

Bean trotó junto a Graff mientras éste recorría decidido el túnel, más allá del más lejano de los guardias.

—Si el Estrategos lo ha hecho bien, los ansibles habrán sido asegurados. No sé tú, pero quiero estar allí cuando llegue la noticia. Y cuando salga.

—¿Es difícil de aprender el ruso? —preguntó Bean.

—¿Eso es lo que entiendes por humor?

—Sólo era una pregunta.

—Bean, eres un gran chico, pero cierra el pico, ¿vale?

Bean se echó a reír.

—Vale.

—¿No te importa si sigo llamándote Bean?

—Es mi nombre.

—Tu nombre debería haber sido Julian Delphiki. Si hubieras tenido un certificado de nacimiento, ése es el nombre que habría aparecido en él.

—¿Quiere decir que es cierto?

—¿Te mentiría en una cosa así?

Entonces, advirtiendo el absurdo de lo que acababa de decir, se echaron a reír. Se rieron tanto que todavía sonreían cuando pasaron el destacamento de marines que protegía la entrada al complejo ansible.

—¿Cree que alguien me solicitará como consejero militar? —preguntó Bean—. Porque voy a participar en esta guerra, aunque tenga que mentir sobre mi edad y alistarme en los marines.

24. Vuelta a casa

—Creí que querría saberlo. Malas noticias.

—Esas no escasean, ni siquiera en medio de la victoria.

—Cuando quedó claro que el LIS tenía el control de la Escuela de Batalla y enviaba a los niños a casa bajo la protección de la F.I., el Nuevo Pacto de Varsovia al parecer realizó una pequeña investigación y descubrió que había un estudiante de la Escuela de Batalla que no estaba bajo nuestro control. Aquiles.

—Pero estuvo allí sólo un par de días.

—Pasó nuestras pruebas. Entró. Fue el único que pudieron conseguir.

—¿Lo consiguieron?

—Toda la seguridad estaba diseñada para mantener a los reclusos dentro. Tres guardias muertos, todos los reclusos liberados entre la población general. Todos han sido recuperados, excepto uno.

—Así que está suelto.

—Yo no diría suelto exactamente. Pretenden utilizarlo.

—¿Saben lo que es?

—No. Sus archivos estaban sellados. Un delincuente juvenil, ya ve. No encontraron su dossier.

—Lo encontrarán. En Moscú tampoco aprecian a los asesinos en serie.

—Es difícil de detectar. ¿Cuántos murieron antes de que ninguno de nosotros sospechara de él?

—La guerra ha terminado por ahora.

—Y la lucha por tomar ventaja para la próxima ha empezado.

—Con suerte, coronel Graff, estaré muerta entonces.

—Ya no soy coronel, sor Carlotta.

—¿Van a seguir adelante con esa corte marcial?

—Una investigación, eso es todo. Procedimientos.

—No comprendo por qué tienen que buscar un chivo expiatorio para la victoria.

—Estaré bien. El sol sigue brillando en el planeta Tierra.

—Pero nunca más en el trágico mundo de los insectores.

—¿Su Dios es también el Dios de ellos, sor Carlotta? ¿Se los llevó al cielo?

—No es mi Dios, señor Graff. Pero soy su hija, como usted. No sé si mira a los fórmicos y los ve también como a sus niños.

—Niños, Sor Carlotta, las cosas que les hice a esos niños.

—Les dio un mundo al que regresar.

—A todos menos a uno.

Los hombres del Polemarch tardaron varios días en ser sometidos, pero por fin FlotCom quedó completamente bajo el poder del Estrategos, y no se lanzó ni una sola nave bajo el mando rebelde. Un triunfo. El Hegemón dimitió como parte del tratado, pero eso sólo formalizó lo que ya era la realidad.

Bean permaneció junto a Graff durante toda la lucha, mientras leían todos los despachos y escuchaban todos los informes sobre lo que sucedía en otras partes de la flota y en la Tierra. Hablaban sobre los acontecimientos, trataban de leer entre líneas, interpretaban lo que sucedía como mejor podían. Para Bean, la guerra con los insectores había quedado atrás. Ahora todo lo que importaba era cómo iban las cosas en la Tierra. Cuando se firmó un tratado, por así llamarlo, para poner fin provisional a la lucha, Bean supo que no duraría. Y que él sería necesario. Una vez llegara a la Tierra, podría prepararse para desempeñar su papel. La guerra de Ender ha terminado, pensó. La siguiente será la mía.

Mientras Bean seguía ávidamente las noticias, los otros niños quedaron confinados en sus habitaciones, bajo vigilancia, y durante los fallos de energía en Eros permanecieron escondidos en la oscuridad. Dos veces atacaron aquella sección del túnel, pero nadie podía saber con seguridad si los rusos trataban de alcanzar a los niños o si simplemente sondeaban esa zona, buscando puntos débiles.

Ender estaba mucho más vigilado, pero no lo sabía. Completamente exhausto, y quizás reacio o incapaz de soportar la magnitud de lo que había hecho, permaneció inconsciente durante días.

Hasta que la lucha cesó no recuperó la conciencia.

Entonces dejaron que los niños se reunieran, terminando su confinamiento por ahora. Juntos hicieron la peregrinación a la habitación donde Ender había recibido protección y cuidados médicos. Lo encontraron aparentemente alegre, capaz de bromear. Pero Bean pudo ver un profundo cansancio, una tristeza en sus ojos que era imposible no notar. La victoria le había costado mucho, más que a ningún otro.

Más que a mí, pensó Bean, aunque yo sabía lo que estaba haciendo, y él era inocente de ninguna mala intención. Se tortura a sí mismo, y yo continúo como si tal cosa. Tal vez porque para mí la muerte de Poke fue más importante que la muerte de una especie entera a la que jamás he visto. La conocía a ella… y ha permanecido conmigo en mi corazón. Nunca conocí a los insectores. ¿Cómo puedo sufrir por ellos?

Ender podía.

Después de que le informaran de lo que había sucedido mientras dormía, Petra le acarició el pelo.

—¿Estás bien? — preguntó—. Nos asustaste. Dijeron que estabas loco, y nosotros dijimos que los locos eran ellos.

—Estoy loco —declaró Ender—. Pero creo que estoy bien.

Hubo más risas, pero entonces las emociones de Ender se desbordaron y por primera vez que ninguno pudiera recordar, lo vieron llorar. Bean estaba casualmente junto a él, y cuando Ender extendió las manos, fue a Bean y a Petra a quienes abrazó. El contacto de su mano, su abrazo, fueron más de lo que Bean pudo soportar. Lloró también.

—Os eché de menos —dijo Ender—. Tenía muchas ganas de veros.

—Nos viste en mal momento —dijo Petra. No estaba llorando. Besó su mejilla.

—Os vi magníficos —contestó Ender—. Los que más necesitaba, os consumí demasiado pronto. Mala planificación por mi parte.

—Ahora todo el mundo está bien —aseguró Dink—. No nos pasó nada que no pudiera curarse en esos cinco días de estar escondidos en habitaciones a oscuras en mitad de una guerra.

—Ya no tengo que ser vuestro comandante, ¿no? — preguntó Ender—. No quiero volver a dar órdenes a nadie.

Bean lo creyó. Y también creyó que Ender nunca más volvería a dar órdenes en una batalla. Todavía poseía las aptitudes que le hicieron llegar a eso. Pero las más importantes no tenían que ser utilizadas para la violencia. Si el universo tenía algo de lógica, o de simple justicia, Ender nunca segaría otra vida. Sin duda, había llenado su cupo.

—No tienes que dar órdenes a nadie —dijo Dink—, pero siempre serás nuestro comandante.

Bean sintió la verdad de todo aquello. No había ninguno que no llevara a Ender dentro del corazón, dondequiera que fuesen, no importaba lo que fueran a hacer.

Lo que Bean no tuvo valor de decirle fue que en la Tierra ambos bandos habían insistido en quedarse con la custodia del héroe de la guerra, el joven Ender Wiggin, cuya gran victoria había capturado la imaginación popular. Quien se quedara con él no sólo tendría el uso de su brillante mente militar, pensaban, sino también el beneficio de toda la publicidad y adulación pública que lo rodeaban, que llenaban cada mención de su nombre.

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