La sonrisa etrusca

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Authors: José Luis Sampedro

Tags: #Relato

 

Un viejo campesino calabrés llega a casa de sus hijos en Milán para hacerse una revisión médica. Allí descubre su último amor, una criatura en la que volcar toda su ternura: su nieto, que se llama Bruno, como a él le llamaron sus camaradas partisanos. También allí vive su última pasión: un amor que cubre con su luz los últimos momentos de una vida que, en su acabamiento, puede sentir su propia plenitud.

Una historia universal que en manos de José Luis Sampedro se transforma en un libro inolvidable que ofrece un conocimiento profundo y verdadero del alma humana.

José Luis Sampedro

La sonrisa etrusca

ePUB v2.0

fco_alvrz
15.03.12

Título original:
La sonrisa etrusca

José Luis Sampedro, mayo de 1985.

Diseño/retoque portada: fco_alvrz

Editor original: fco_alvrz (v1.0 a v2.0)

ePub base v2.0

A MIGUEL

y para

PITA PAFLO

Prólogo
de Ángeles Caso

No espere el lector de mí un prólogo demasiado erudito. Si tengo que hablar de José Luis Sampedro, no quiero hacerlo sin recordar cuánto le debo. Porque en los tiempos en los que yo era una de esas escritoras secretas que comenzaba a pensar en la posibilidad de publicar, Sampedro fue uno de los autores a los que tuve la osadía de pedir consejo.

A decir verdad, más que consejo, ánimo, que eso es lo que normalmente se busca cuando desde la inexperiencia se acude a alguien consagrado. Lo había conocido —después de disfrutarlo como escritor— haciéndole una entrevista, y fue tal su afabilidad y su simpatía, que me atreví a hacerle llegar un relato —malo, creo ahora— en el que yo sin embargo había puesto muchas expectativas. Al cabo de unos días, José Luis Sampedro, sampedrianamente, me llamó y quedó conmigo para tomar un café. Aquello fueron más que palabras de ánimo. Fue, lo recuerdo muy bien, uno de los empujones definitivos para lanzarme a mi propia carrera literaria. Mucho más de lo que recibí en parecidas circunstancias de otros escritores, más cercanos, más afines, teóricamente más colegas. Gentes así, se lo aseguro, no abundan en este mundillo de las letras. Ni en ningún otro, me temo.

Comprendan pues ustedes que sólo pueda —y quiera— hablar de Sampedro con pasión.

Con la de la escritora agradecida y la de la lectora emocionada —de antiguo— por una novela como ésta. Novela de Sampedro, diría yo. Plenamente sampedriana. Bastaría con eso. Porque sólo él podría haber escrito esta historia tan suya, de ternuras y flaquezas humanas y dificiles valentías y prejuicios superados. Suya también en la forma —sin la cual no hay historia que valga la pena—, en esa prosa rápida y vigorosa, eficaz y clara, atravesada a ráfagas por un inevitable arrebato poético.

Sampedriano es el protagonista de esta historia, Bruno, ese viejo —no creo que a él le moleste el adjetivo— consciente de su próximo final y, al mismo tiempo, lúcidamente preparado para él. Un hombre que ve cómo su pasado, su mundo partisano, campesino, rudo, se transforma sampedrianamente en un pequeño y cálido paraíso de ternura de la mano de su nieto, Brunettíno. Tan sólo unos meses bastan para que el viejo calabrés acabe preguntándose, dudando de sus recios principios afectivos y encontrando al fin, por medio de nuevas sensaciones hasta entonces desconocidas, una forma distinta de sentir la vida y de querer vivirla. Y el lector —esta lectora, al menos— no puede evitar pensar que toda esa plenitud, esa lúcida comprensión de los misterios más hondos, esa generosa apertura del espíritu son las del propio autor.

Quizá, quiero creer, haya incluso algo propiamente suyo en ese Bruno negado a la hipocresía y la superficialidad. Un hombre vulgar que delicadamente parece encontrar el valor de la vida que se le escapa en los pequeños detalles: una sonrisa, una brisa leve, un vaso de vino, la belleza de una estatua. Y ocurre así que en ese tiempo anterior a la muerte, dilatado por su espera, cada gesto, cada palabra, cada minuto se hacen trascendentes y progresan hacia un final que el lector desea prolongar un poco más, un poco más allí, descubriendo un poco más de nostalgia, más curiosidad más vida.

Imaginar un final para Bruno sin su nieto, su Brunettino, acaba haciéndosenos imposible. El niño, con su inocencia, consigue sin proponérselo lo que los años y la experiencia no habían logrado: que el abuelo se haga más humano, más hombre —mientras pierde sus arrebatos de virilidad, su estéril preocupación por parecer muy macho— y a la vez mujer, más mujer, que quiera ser abuelo y abuela, que vaya acercándose a la grandeza, abandonándose a los sentimientos, sin importarle las apariencias ni los antiguos prejuicios. Feliz preocupación sampedriana y platónica—, ésa de la fusión de los viejos sexos separados, a la que ha vuelto en su literatura una y otra vez.

Como sampedriano es y también platónico el descubrimiento de la belleza, a la que accedemos poco apoco, de la mano del amor y de la curiosidad, haciéndole de vez en cuando guiños a la nostalgia y la resignación. Y en ese camino los personajes parecen renacer al paso de la historia, salvándose entre ellos y de uno en uno de la soledad, sobreviviéndose a sí mismos, como embrujados por la vida. La vida en plenitud que Bruno descubre, ya viejo, cansado y enfermo, en su nieto, en el amor de Hortensia, en la enigmática sonrisa de una pareja etrusca. No demasiado tarde, aunque pueda parecerlo.

Con su sampedriana sabiduría, José Luis Sampedro nos muestra en esta novela su profunda conocimiento del ser humano, su envidiable inclinación hacia la ternura y la serenidad. Nos devuelve lo que de verdad, quiero creer, importa: el amor, la entrega, la pasión, y la muerte, el dolor, el sufrimiento. Nos regala por medio de su vibrante fortaleza su comprensión de nuestra debilidad, de la soledad inmensa que nos espera al final del camino. Pero también comparte con nosotros la felicidad que sólo espíritus generosos como el suyo pueden irradiar por encima de las miserias cotidianas. Y consigue así que exclamemos como Bruno: «¡Grande, la vida!». Sampedrianamente.

1

En el museo romano de
Villa Giulia
el guardián de la Sección Quinta continúa su ronda. Acabado ya el verano y, con él, las manadas de turistas, la vigilancia vuelve a ser aburrida; pero hoy anda intrigado por cierto visitante y torna hacia la saleta de Los Esposos con creciente curiosidad. «¿Estará todavía?», se pregunta, acelerando el paso hasta asomarse a la puerta.

Está. Sigue ahí, en el banco frente al gran sarcófago etrusco de terracota, centrado bajo la bóveda: esa joya del museo exhibida, como en un estuche, en la saleta entelada en ocre para imitar la cripta originaria.

Sí, ahí está. Sin moverse desde hace media hora, como si él también fuese una figura resecada por el fuego de los siglos. El sombrero marrón y el curtido rostro componen un busto de arcilla, emergiendo de la camisa blanca sin corbata, al uso de los viejos de allá abajo, en las montañas del Sur: Apulia o, más bien, Calabria.

«¿Qué verá en esa estatua?», se pregunta el guardián. Y, como no comprende, no se atreve a retirarse por si de repente ocurre algo, ahí, esta mañana que comenzó como todas y ha resultado tan distinta. Pero tampoco se atreve a entrar, retenido por inexplicable respeto. Y continúa en la puerta mirando al viejo que, ajeno a su presencia, concentra su mirada en el sepulcro, sobre cuya tapa se reclina la pareja humana.

La mujer, apoyada en su codo izquierdo, el cabello en dos trenzas cayendo sobre sus pechos, curva exquisitamente la mano derecha acercándola a sus labios pulposos. A su espalda el hombre, igualmente recostado, barba en punta bajo la boca faunesca, abarca el talle femenino con su brazo derecho. En ambos cuerpos el rojizo tono de la arcilla quiere delatar un trasfondo sanguíneo invulnerable al paso de los siglos. Y bajo los ojos alargados, orientalmente oblicuos, florece en los rostros una misma sonrisa indescriptible: sabia y enigmática, serena y voluptuosa.

Focos ocultos iluminan con dinámico arte las figuras, dándoles un claroscuro palpitante de vida. Por contraste, el viejo inmóvil en la penumbra resulta estatua a los ojos del guardián. «Como cosa de magia», piensa éste sin querer. Para tranquilizarse, decide persuadirse de que todo es natural: «El viejo está cansado y, como pagó la entrada, se ha sentado ahí para aprovecharla. Así es la gente del campo». Al rato, como no ocurre nada, el guardián se aleja.

Su ausencia adensa el aire de la cripta en torno a sus tres habitantes: el viejo y la pareja. El tiempo se desliza…

Quiebra ese aire un hombre joven, acercándose al viejo:

—¡Por fin, padre! Vámonos. Siento haberle tenido esperando, pero ese director…

El viejo le mira: «¡Pobre chico! Siempre con prisa, siempre disculpándose… ¡Y pensar que es hijo mío!».

—Un momento… ¿Qué es eso?

—¿Eso?

—Los Esposos. Un sarcófago etrusco.

—¿Sarcófago? ¿Una caja para muertos?

—Sí… Pero vámonos.

—¿Les enterraban ahí dentro? ¿En eso como un diván?

—Un triclinio. Los etruscos comían tendidos, como en Roma. Y no les enterraban, propiamente. Depositaban los sarcófagos en una cripta cerrada, pintada por dentro como una casa.

—¿Como el panteón de los marqueses Malfarti, allá en Roccasera?

—Lo mismo… Pero Andrea se lo explicará mejor. Yo no soy arqueólogo.

—¿Tu mujer?… Bueno, le preguntaré.

El hijo mira a su padre con asombro. «¿Tanto interés tiene?» Vuelve a consultar el reloj.

—Milán queda lejos, padre… Por favor.

El viejo se alza lentamente del banco, sin apartar los ojos de la pareja.

—¡Les enterraban comiendo! —murmura admirado… Al fin, a regañadientes, sigue a su hijo.

A la salida el viejo toca otro tema.

—No te ha ido muy bien con el director del museo, ¿verdad?

El hijo tuerce el gesto.

—Bueno, lo de siempre, ya sabe. Prometen, prometen, pero… Eso sí, ha hecho grandes elogios de Andrea. Incluso conocía su último artículo.

El viejo recuerda cuando, recién acabada la guerra, subió él a Roma con Ambrosio y otro partisano («¿cómo se llamaba, aquel albanés tan buen tirador?…, ¡maldita memoria!») para exigir la reforma agraria en la región de la Pequeña Sila a un dirigente del Partido.

—¿Te ha acompañado hasta la puerta dándote palmadas en el hombro?

—¡Desde luego! Ha estado amabilísimo.

El hijo sonríe, pero el viejo tuerce el ceño. Como entonces. Fueron precisos los tres muertos de la manifestación campesina de Melissa, junto a Santa Severina, para que los políticos de Roma se asustaran y decidieran hacer algo.

Llegan hasta el coche en el aparcamiento y se instalan dentro. El viejo gruñe mientras se abrocha el cinturón de seguridad. «¡Buen negocio para unos cuantos! ¡Como si uno no tuviera derecho a matarse a su gusto!» Arrancan y se dirigen hacia la salida de Roma. A poco de pagar el peaje, ya en la Autostrada
del Sole
, el viejo vuelve a su tema mientras lía despacio un cigarrillo.

—¿Enterraban a los dos juntos?

—¿A quiénes, padre?

—A la pareja. A los etruscos.

—No lo sé. Puede.

—¿Y cómo? ¡No iban a morirse al mismo tiempo!

—Tiene usted razón… Pues no lo sé… Apriete ahí, que sale un encendedor.

—Déjate de encendedores. ¿Y la gracia del fósforo?

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