—Padre, ¿no será mejor que acerque el coche por detrás a la puerta del corral y salgamos de una vez?
La infamante proposición decidió al viejo, que fulminó a su hijo con la mirada. Dejó la lupara, besó a Rosetta, dirigió al yerno un vago gesto de la mano y decidió violento:
—¡Nos vamos, pero por la puerta grande! Y tú, Rosetta, como llores desde el balcón vuelvo a subir y te planto dos hostias. Si no puedes aguantarte, no te asomes.
El viejo bajó una vez más la escalera haciendo sonar sus pisadas de amo y emergió, más erguido que nunca, de las sombras del zaguán. Sus amigos acudieron desde el café, portándose como los hombres que eran: todo fueron sonrisas y proyectos para cuando Salvatore regresara curado. Renato se instaló al volante, aguardando impaciente.
Al fin el viejo se desprendió de su gente y se dirigió solo hacia el coche, lo que le aproximó al Casino. Avanzó mirando fijamente al sentado enemigo, a los dos hijos de pie junto al sillón, al sombrío grupo de secuaces.
—¡Adiós, Salvatore! —disparó entonces con sorna la cascada boca bajo las gafas negras.
El viejo se clavó en el suelo. Bien plantado, ligeramente separadas las piernas, dispuestos los brazos.
—¿Todavía puedes hablar, Domenico? —respondió con firme voz—. Mucho tiempo ya que ni rechistabas.
—Ya ves. Los que tenemos vida tenemos palabras.
—Pues entonces estabas muerto cuando le corté el rabo a tu perro Nostero, ¡porque no graznaste!
—Ya hablé por delante al matarte a tu Rusca. ¡Buena conejera, sí, señor! —repuso el paralítico, haciendo reír a sus adictos.
—¡Y también estabas muerto cuando deshonré a tu sobrina Concetta! ¡Muerto y podrido, como ahora! —escupió furioso el viejo, aferrando ya la navaja dentro de su bolsillo. En aquel momento deseó acabar allí de una vez: morir llevándose al otro por delante.
El súbito silencio de la plaza podía cortarse en el aire. Pero el Cantanotte había puesto a tiempo las manos sobre los antebrazos, ya nerviosos, de sus dos hijos. Y concluyó diciendo, con despectivo gesto de la gorda mano anillada:
—El tiempo le reparó la honra… Mejor de lo que los médicos te podrán arreglar a ti… ¡Anda, anda, buen viaje!
No hubo más.
«Todo está dicho —pensó el viejo en un relámpago—. Aquí todos lo sabemos todo. Que la Concetta casó por su dinero con un estraperlista de guerra y es ahora una señorona en Catanzaro. Que mi viaje acaba en el cementerio y el suyo no tardará en lo mismo. Que yo aún tengo tiempo de clavarle la navaja y sentirle morir debajo mientras sus hijos me apuñalan… ¿Para qué? Todo está dicho.»
Además, la pasividad del otro bando ante su desafío le dio derecho a subir digna y lentamente a su coche, cuya arrancada despidió una nube de polvo hacia los Cantanotte.
—Bien hecho, Renato —felicitó el viejo, satisfecho—. Y me gusta que te apearas por si acaso, pero yo me bastaba frente a esa mala raza.
Sin embargo, algo no estaba en orden y le entristecía: la inexplicable ausencia de Ambrosio entre quienes le despidieron. Ninguno supo darle razón del partisano fraternal que le sacó de las aguas del Crati, donde se estaba desangrando, cuando el golpe de mano contra los alemanes de Monte Casiglio.
Pero Ambrosio estaba en su puesto, ¿cómo no había de estar? En el primer recodo monte abajo, junto al olmo de la ermita, esperando con su sempiterna ramita verde en la boca. El viejo hizo parar el coche y se apeó, exclamando alegremente:
—¡Hermano!… ¡Vaya con el Ambrosio!… ¿También tú vienes como todos a preguntarme por qué me marcho?
—¿Cuándo he sido yo tonto? —replicó Ambrosio con fingida indignación—. ¡Está claro! ¡No quieres que el Cantanotte vaya a tu entierro, si es que tienes esa mala fortuna! —añadió, haciendo la cuerna contra el mal de ojo con la mano izquierda.
Estallaron en una risotada.
—Ahora —añadió gravemente Ambrosio— tienes que aguantar para darte el gusto de acompañarle tú en el suyo. Y después, ¡hasta te invito al mío!
Compuso su acostumbrada mueca de payaso —su famoso tic, en pleno combate— y remachó:
Aguanta como entonces, Bruno; ya sabes.
—Se hará lo que se pueda —prometió el viejo—. Como entonces.
En un súbito impulso se abrazaron, se abrazaron, se abrazaron. Metiendo cada uno en su pecho el del otro hasta besarse con los corazones. Se sintieron latir, se soltaron y, sin más palabras, el viejo subió al coche. Las dos miradas se abrazaron aún, a través del cristal, mientras Renato arrancaba.
Ambrosio levantó el puño y empezó a entonar para el viejo la vibrante marcha de los partisanos, mientras su figura se iba quedando atrás.
Cuando la escamoteó una curva, todavía en el pecho del viejo seguían cantando victoriosas las palabras de lucha y esperanza.
¡Nieva!
El viejo salta de la cama ilusionado como un niño: en su tierra la nieve es maravilla y juego, promesa de rico pasto y gordas reses. Al ver caer los copos se asoma a la ventana, pero en el fondo del patio no hay blancura. La ciudad la corrompe, como a todo, convirtiéndola en charcos embarrados. Se le ocurre no salir, pero cambia de idea: quizás en los jardines haya cuajado la nevada. Además, así se libra de Anunziata, que hoy viene antes porque Andrea tiene clases temprano.
No es que se entienda mal con ella; es que Anunziata es maniática de la limpieza y su invasión sucesiva de las habitaciones recuerda a los alemanes: ¡hasta lleva su aspiradora por delante como un tanque! El viejo se repliega de cuarto en cuarto, retirando además sus provisiones secretas del escondite bajo el diván-cama, mientras le limpian su habitación. Para colmo, ella no deja las cosas como estaban, sino que las reordena a su gusto. Menos mal que habla poco; prefiere escuchar al transistor que lleva a todas partes.
«¡Y cuántas tonterías suelta ese aparato! —piensa el viejo mientras ve caer la nieve por la ventana de la alcobita con el niño dormido—. Por fortuna apenas se entienden, en ese italiano del gobierno. Claro, el mismo de la televisión, allá en el café de Beppo, pero con la pantalla no importa, porque se comprenden las cosas viendo a los explicadores.»
Lo peor de Anunziata, sin embargo, es su solapada vigilancia para apartar al abuelo del niño. El viejo sospecha advertencias de Andrea contra posibles contagios de un enfermo que, además, es fumador. «¡Pero si cada día fumo menos! —se indigna—. Bien está que al niño dormido no se le despierte, pero ahora que ya empieza a moverse y manotear abriendo esos ojitos de zorrillo…»
—¡No le coja, señor Roncone! —advierte Anunziata, apareciendo de repente en la puerta—. A la señora no le gusta.
—¿Por qué? ¡La vejez no se contagia!
—¡Señor, qué cosas dice usted! Es que a los niños no hay que cogerles en brazos. Se acostumbran, ¿sabe? Lo dice el libro.
—¿Y a qué han de acostumbrarse? ¿A que nadie les toque?… ¡Libros! ¿Sabe usted por dónde me los paso? ¡Justo, señora, por ahí mismo!… ¡Libros! ¡Hasta a los cabritillos, que van solos a la teta apenas nacen, les lame la madre todo el día, y son animales!
—Yo hablo como me mandan —se retira muy digna la mujer.
El niño se acurruca en esos brazos y, riendo, procura asir los crespos cabellos grises. El viejo estrecha esa vida palpitante toda latido a flor de piel.
Los primeros días temía deformar esas carnecillas; ahora sabe que el niño no es tan blando. Diminuto, sí; menesteroso de ayuda, también; pero exigente, imperioso. ¡Cuánta energía cuando, de repente, estalla en gritos agudísimos, patalea y bracea violentamente!
Asombra esa voluntad total, esa determinación oscura, esa condensación de vida.
Así el viejo, de zagalillo, cogía en brazos a su Lambrino; pero el comportamiento de aquel corderillo preferido nunca ofrecía imprevistos. El niño, por el contrario, sorprende a cada instante; es un perpetuo misterio. ¿Por qué rechaza hoy lo que apeteció ayer? ¿Por qué le interesa ahora lo desdeñado antes? Todo lo investiga y curiosea: lo palpa, da vueltas al objeto en sus manitas, se lo lleva a la boca, tienta su resistencia, huele…
Olfatea, sobre todo, como un perrito, ¡y con qué intensa fruición!
El niño siempre anda buscando. Entonces, si no se siente buscado, por fuerza pensará que el mundo falla y le rechaza. Por eso el viejo le abraza tiernamente, le besa, le huele con tanta avidez animal como olfatea el propio niño, identificándose así con él. «¡Mira que necesitar libros para criarle!… ¡Así no se enseña a vivir, sino con las manos y con los besos, con la carne y los gritos…! ¡Y tocando, tocando!… Mira, niño mío, yo abrazaba al Lambrino igual que me achuchaba mi madre; yo aprendí a pegar según me pegaban, ¡y me pegaron bien!…» Sonríe, evocando otro aprendizaje: «Y luego acaricié como me acariciaban y ¡tuve buenas maestras! También tú acabarás acariciando, de eso me encargo yo».
La manita que escarba en su pelo le hace daño con un súbito tirón voluntarioso y el viejo ríe gozoso:
«Eso, así, ¿ves cómo aprendes? Así, a golpes y a caricias… Así somos los hombres: duros y amantes… ¿Sabes lo que repetía el Torlonio? Esto: La mejor vida, Bruno, andar a cuchilladas por una hembra.»
Percibe en el cuerpecito un atensamiento —«¡este niño comprende!»— que se le comunica y le estremece. No es capaz de pensarlo y menos de expresarlo, pero sí de vivir a fondo ese momento sin frontera entre ambas carnes, ese intercambio misterioso en que él recibe un renacido latir desde la verde ramita en sus brazos, mientras le infunde su seguridad de viejo tronco bien arraigado en la tierra eterna.
Llega hasta a olvidarse de la
Rusca
, en su obsesión por hacer hombre a ese niño, a quien no pastorean como es debido. Que no acabe siendo uno de esos milaneses tan inseguros bajo su ostentación, temerosos siempre de no saben qué, y eso es lo peor: miedo de llegar tarde a la oficina, de que les pisen el negocio, de que el vecino se compre un coche mejor, de que la esposa les exija demasiado en la cama o de que el marido falle cuando ella tiene más ganas… El viejo lo percibe a su manera: «Nunca están en su ser; siempre en el aire. Ni machos ni hembras del todo; no llegan a mayores pero ya no son niños —sentencia comparando con sus paisanos—. Allá los hay flojos, sí; pero el que cuaja, cuaja y yo me entiendo».
Claro, nadie puede llegar a hombre sin comer cosas de hombre. ¡Esos frascos de farmacia para el niño, puras medicinas, aunque las llamen «ternera» o «pollo»! ¡Esa leche que nunca deja nata! Y así todo… Cuando el viejo le preguntó a Andrea si al niño no le daban alguna vez cocimiento de castañas con aguardiente de moras, que limpia la tripa y cría tanta fuerza, ¡cómo se horrorizó ella! Por una vez se endurecieron sus ojos grises y no acertó a encontrar palabras. «Sin embargo, hasta los chiquillos saben que a un varoncito hay que darle su aguardiente de moras para que no se malogre. Eso sí, del auténtico; nada de farmacia.»
«No, Andrea no encontró palabras y eso que nunca le faltan. Al contrario, al niño le atiborra de palabras: siempre en el italiano de la radio, que tampoco es de hombres.»
Como aquel maestro joven —recuerda el viejo— destinado a Roccasera cuando murió el bueno de don Piero. Los chicos no le entendían, claro; si bien tampoco les importaban mucho los cuentos sobre viejos reyes o sobre países a donde no se va; pero las cuentas sí conviene saberlas bien, para no ser engañado por el amo o en las ferias. Menos mal que cuando los chicos hacían alguna barbaridad —y en urdirlas descollaba el viejo, cuando en invierno podía ir a la escuela— el nuevo maestro les insultaba hasta en dialecto y entonces sí que le entendían. Porque era de Trizzino, junto a Reggio, aunque lo ocultaba el muy cretino.
El niño, claro, con tanta palabrería en ese italiano flojo, se duerme, como ahora.
Entonces Andrea, muy satisfecha, se instala en su mesa, se parapeta tras sus libros, enciende su lámpara y escribe, escribe, escribe. Sin gafas porque, como ha averiguado ya el viejo, se pasó a las lentillas.
El viejo aprovecha para ir a sentarse junto a la cunita, cavilando. Al rato su hijo entra en el piso y aparece en la alcobita, besa al niño y se retira a su cuarto para vestirse de casa. El viejo le sigue, acuciado por su obsesión, aun cuando evita entrar en ese dormitorio conyugal. Tiene que insistir, convencerles. Su hijo acabará comprendiéndole.
Renato, que se está poniendo la bata, se extraña al verle entrar:
—¿Quería usted algo, padre?
—Nada… Pero, fíjate, ahí mismo tenéis sitio de sobra para la cunita.
Renato sonríe, entre impaciente y benévolo.
—No es cuestión de sitio, padre. Es por su bien.
—¿De quién?
—Del niño, naturalmente… Ya se lo expliqué el otro día: así se evitan complejos. Cosa psicológica, de la cabeza. No deben tener fijaciones de cariño, ¿comprende? Deben soltarse, ser libres… Es complicado, padre, pero créame: los médicos saben más.
Cada palabra provoca en el viejo un rechazo. «¿Complicado? ¡Si es sencillísimo: basta querer!… ¿Libres? ¡Pero si estos pobres milaneses viven acojonados!… ¿Se sabe más? ¡Vaya un saber, ése de estorbar el cariño a los padres! Pues ¿a quién querer mejor? ¿Será que ahora los padres no quieren ser queridos?»
Pese a su exasperación no tiene tiempo de contraatacar. El niño se ha despertado y, además, es la hora de su baño… El baño, ¡jubilosa fiesta diaria!
La primera vez el viejo se sintió incómodo al asistir, como si le hicieran cómplice de asalto a una intimidad. Luego descubrió que al niño, además de su gozo en el agua, le encanta ser el héroe de la ceremonia. Además, desde que él se afeita a diario y fuma menos, el crío aprecia sus caricias e incluso se deja besar, cuando el viejo se atreve a ello porque la madre no está presente. El baño, en fin, reveló al viejo que Brunettino no sólo ostenta unos genitales prometedores, sino que experimenta ya auténticas erecciones y entonces se manosea y se huele sus deditos con sonrisa de bienaventurado. «¡Bravo, Brunettino! —se dijo el viejo al hacer tamaño descubrimiento—, ¡tan macho como tu abuelo!»
Por eso mismo aumenta su miedo a que acaben estropeando al niño esos libros y esos médicos que mandan desterrarlo por la noche, dejándole indefenso ante malos sueños, accidentes o potencias enemigas… «Como siga progresando esa gente acabará decidiendo que el hombre y la mujer duerman aparte, para no cogerse cariño…»
«¡Ay, Brunettino mío!… Necesitarías una de allá, con buenas jarcias, sabedora de hombres. Mi propia madre, o la Tortorella, que parió a once; o la zía Panganata, que tuvo tres maridos… Pero no te apures: si no la tienes, aquí estoy yo. ¡Déjate llevar por mí, niñito mío! ¡Yo te pondré en la buena senda para escalar la vida, que es dura como la montaña, pero te llena el corazón cuando estás en lo alto!»