La sonrisa etrusca (3 page)

Read La sonrisa etrusca Online

Authors: José Luis Sampedro

Tags: #Relato

Las peras sobre la mesilla: de eso no había en el calabozo de Rímini. Coge una y saca su navaja, ignorando el cuchillo. Empieza a pelarla. «¡Malo, no huele!» Prueba un trozo: fría como el hielo y no sabe a nada, la pera de magnífica apariencia. «Las matan las cámaras.» Monda también la segunda sin catarla; sólo para que Renato vea mañana las peladuras. Después abre la ventana y arroja al pozo ambas frutas; un doble golpe sobre tejadillo metálico le llega desde abajo.

«¡Parece mentira que sean yugoslavas! —piensa mientras cierra, porque el nombre del país ha removido el recuerdo de Dunka—. ¡Dunka! ¡Su cuerpo sí que era frutal, dulce, oloroso!» Y jamás fría, la tibia piel; siempre cálida, viva, la inolvidable compañera de lucha y de placer… ¡Oh, Dunka, Dunka! Esfumada su figura en los últimos tiempos, pero habitando siempre el viejo corazón, animándolo en cuanto reaparece desde el pasado…

Al desnudarse acaricia el viejo, como todas las noches, la bolsita colgada de su cuello, con sus amuletos contra el mal de ojo. Se mete en la cama después de tender encima su manta, apaga y arregla el embozo para ceñirlo alrededor de su cuello como en un saco de campaña.

«Yo también estoy vivo, Dunka… ¡Vivo!»., repite, paladeando la palabra. Y otro recuerdo reciente se suma al antiguo de la mujer: «Tan vivo como la pareja del museo, esta mañana… ¡Gran idea, esa tumba de barro bien cocido, en vez de la madera que se pudre…! Durar, como el aceite en mis tinajas…».

En su mar interior refluye la imagen de Dunka:

«En un diván no, pero en la cama sí que cenábamos como esa pareja, ella y yo, sin más luz que la luna, por mor de los aviones y las rondas de la Gestapo… La luna resbalando sobre el mar como un camino derecho hacia nosotros… ¿Para qué más luz? ¡Con tocarnos, con besarnos…! ¡Y cómo nos besábamos, Dunka, cómo nos besábamos!»

Aún sonríe al recuerdo cuando le abraza el sueño.

4

El viejo se despierta, como siempre, antes de amanecer. Allí se levantaría en seguida, para su ronda matinal: pisar la tierra húmeda todavía del relente nocturno, respirar aire recién nacido, ver ensancharse la aurora por el cielo, escuchar los pájaros… Allí sí, pero aquí…

«A estas horas estará levantándose Rosetta… Mucho llorar ayer despidiendo a su padre, pero ya la habrá consolado el sinvergüenza del marido. ¡Bragazas de Nino, más falso que oro de gitano! ¿Qué vería en él mi hija para enamorarse como una tonta? ¡Mujeres, mujeres!… Menos mal que no han tenido hijos; les harían desgraciados. Pocos me dio mi Rosa; ser raza de ricos no la hizo buena paridora. Abortos, sí; cada año, pero logrados sólo tres, y el Francesco para nada, allá vive perdido en Nueva York. Sólo tengo este hijo de Renato, este chiquitín, ¿cómo se llamará? Mandaron la estampa del bautizo, claro, pero no estaba yo para acordarme, en pleno pleito por el Soto Grande con el Cantanotte… Seguro que Maurizio, Giancarlo, un nombre así, de señorito, al gusto de la Andrea… Bueno, al menos ha sido ella capaz de darme un nieto, mientras que el Nino… »

Por el pasillo le llega un llanto infantil, como si lo hubieran suscitado sus pensamientos. No suena irritado ni plañidero, sino rítmico, tranquilo: afirma una existencia. «Me gusta —piensa el viejo—, así lloraría yo si alguna vez llorase… ¿Esos pasos, la Andrea?… No, canturrea otra voz; es Renato… ¡Qué cosa!, todos los viejos se vuelven sordos, pero a mí se me afina el oído; valgo ahora más para escucha que cuando me tocaba de avanzadilla en la partida… Renato de niñero, ¡qué vergüenza! En este Milán los hombres no tienen lo que hay que tener, y Andrea me lo ha hecho milanés.»

La bicha; removiéndosele dentro, le apacigua. «Tienes razón,
Rusca
, ya todo da igual… Tienes hambre, sí, ¡paciencia! ¡Cómo hincaba el diente la otra
Rusca
, la difunta!

Cuando vuelva Renato a su alcoba iré a echarnos comida a los dos; a lo mejor por hambre llora el crío, ¡ya podía levantarse la Andrea a darle lo suyo! Biberón, claro; otra cosa no tiene esa mujer.»

Cesa el llanto y oye a Renato volverse a la cama. El viejo se levanta, se pone el pantalón y pasa a la cocina. No enciende para no delatarse, le basta el difuso claror callejero.

Abre el armario: en su despensa del pueblo le asaltaba una ráfaga de olores, cebolla y salami, aceite y ajos. Aquí, ninguno; todo son frascos, latas, cajas con etiquetas de colorines, algunas en inglés. Coge un paquete cuyo rótulo promete arroz, pero dentro aparecen unos granos huecos, medio tostados e insípidos.

En el frigorífico, el queso es un trozo amarillento, blando y sin sabor apenas; menos mal que puede mezclarlo con unos trocitos de cebolla encontrada en una caja hermética de plástico… El vino, toscano, y para colmo helado… Por todo pan, uno de fábrica: panetto… ¡Si al menos pudiera meter mano a una buena hogaza de verdad, del horno de Mario! ¡Qué sopas de leche!… Y eso negro en el cilindro transparente de ese chisme seguramente será café, pero ¿cómo se hace para calentarlo?

Alarma súbita: un despertador en la alcoba. La casa se anima y aparece Renato dando en voz baja los buenos días. Acciona el aparato del café y saca otro artefacto del armario, lo enchufa y pone a tostar dos trozos cuadrados de panetto. Escapa al baño y se oye correr el agua. Aparece Andrea y exclama destempladamente:

—Pero ¡papá! ¿Qué hace levantado tan temprano?

Sale sin esperar respuesta y tropieza en el pasillo con su marido, susurrándose palabras uno a otro. Se multiplican los ruidos: grifos abiertos, gorgoteo en sumideros, choquecitos de frascos, ronroneo de afeitadora, la ducha… Luego el matrimonio en la cocina, estorbándose ambos al prepararse los desayunos. El viejo acepta una taza de ese café aguado y pasa al baño a lavotearse. A poco entra Renato:

—¡Padre, que tenemos agua caliente central!

—No quiero agua caliente. No aviva.

Renuncia a explicar al hijo que la fría le habla de regatos en la montaña, olor a hoguera recién encendida, visión de cabras ramoneando unas matas aún blancas de la escarcha.

Entre tanto, los hijos van y vienen cautelosos desde la alcoba a la cocina, vistiéndose mientras muerden las tostadas salidas del aparato.

Venga a ver al niño, padre. Vamos a cambiarle y a darle de comer.

«Será que dan leche los pezones de Andrea?», se extraña el viejo, pues no les ha visto preparar biberón.

Burlonamente intrigado sigue a Renato hasta la alcobita donde Andrea, sobre una mesa con muletón, concluye de cambiar al pequeño.

Atónito queda el viejo. Paralizado por la sorpresa. Nada de recién nacido, sino un niño ya capaz de estar sentado. Un niño que, intrigado a su vez por la aparición de ese hombre, rechaza con su manita la cucharada de papilla ofrecida por la madre y clava en el viejo sus redondos ojos oscuros. Suelta un gruñidito, manotea un momento y, al fin, se digna abrir la boquita a la comida.

—¡Qué grande! —acaba por exclamar el viejo.

—¿Verdad, papá? —se ufana la madre—. ¡Y solamente tiene trece meses!

«¡Trece meses ya! —piensa el viejo, sin rehacerse aún de la sorpresa…—. Mi nieto, mi sangre, ahí, de pronto… ¿Cómo no lo supe antes?… ¡Está hermoso, ya lo creo!… ¿Por qué me mira tan serio, por qué manotea? ¿Qué querrá decirme?… ¿Fueron así mis hijos, este Renato y los otros?… ¡Ahora sonríe: qué carita de sinvergüenza!»

—Mira a tu abuelo, Brunettino; ha venido a conocerte.

—¿Brunettino? —exclama el viejo, otra vez sobrecogido por el asombro, llevándose la mano a su bolsita del cuello, única explicación posible del milagro—. ¿Por qué le habéis puesto Brunettino, por qué?

Le miran extrañados, mientras el niño suelta una risita. Renato lo interpreta mal y se disculpa:

—Perdone, padre; ya sé que al primero se le pone siempre el nombre del abuelo y yo quería Salvatore, como usted; pero Andrea tuvo la idea y se empeñó el padrino, mi compañero Renzo, porque Bruno es más firme, más serio… Perdone, lo siento.

El viejo le ataja, impulsivo, estrangulada la voz:

—¡Qué sentir ni qué perdón! ¡Pero si estoy gozando; le habéis puesto mi nombre!

Andrea le mira, atónita.

—Tú tenías que saberlo, Renato, que los partisanos me llamaban Bruno. ¿No te lo ha contado Ambrosio muchas veces?

—Sí, pero el nombre suyo es Salvatore.

—¡Tonterías! Salvatore me lo pusieron, quien fuera; Bruno me lo hice yo, es mío… ¡Brunettino! —concluye el viejo, susurrando, paladeando el diminutivo y pensando en la fuerza de su buena estrella, que inspiró la decisión de Andrea. Hasta le parece, mirando esos ojitos ahora pícaros, como si el niño lo comprendiera todo. ¿Y por qué no? ¡Todo es posible cuando sopla el buen viento de la suerte!

Tímidamente avanza un dedo hacia la mejilla infantil. No recuerda haber tocado jamás la piel de un niño tan pequeño. Si acaso cogió alguna vez a los suyos un momento, bien vestiditos, para mostrarlos a los amigos:

El puñito ligero, ávido como un polluelo de águila en el nido, apresa el dedo rugoso y pretende llevárselo a la boca. El viejo sonríe deleitosamente: «¡Qué fuerza tiene este bandido!». Le asombra descubrir que el niño posee músculos y nervios. ¡Cuántas sorpresas da el mundo!

Su dedo queda libre. El niño, atraído por el viejo, esquiva las cucharadas.

—Anda, tesoro, come un poquito más —pide la madre, mirando su reloj—. Por el abuelito.

Hoy es mañana de asombros: ¡resulta que Andrea consigue una entonación cariñosa!

Pero el niño ladea enérgicamente la cabecita. De repente vomita una bocanada blancuzca.

—¿Está enfermo? —se alarma el viejo.

—Padre, por favor… —ríe Renato—. Es aire, un regüeldito. ¿Ve?, ya vuelve a comer… ¡Como si usted no hubiese tenido hijos!

«No, no los he tenido —comprende el viejo, advirtiendo que nunca ha vivido lo que está viviendo—. En el pueblo los hombres no tenemos hijos. Tenemos recién nacidos, para presumir de ellos en el bautizo, sobre todo si son machos, pero luego desaparecen entre las mujeres… Aunque duerman en nuestra alcoba y lloren: eso es sólo para la madre… Luego sólo se notan como un estorbo si gatean por la casa, pero no cuentan hasta que no les vemos llevar el asno del ramal a darle agua o echar pienso en el corral a las gallinas: entonces es cuando empezamos a quererles si no se asustan del burro ni del gallo… Y las hijas, aún peor: no le nacen a uno hasta que empiezan a manchar cada mes y hay que andar con cien ojos para guardarles la honra… Así que tú eres el primer hijo, Brunettino, todos pendientes de ti, hasta tus padres olvidan sus prisas…»

—¿Quiere cogerle?

—¿Así, de pronto?

Antes de que el viejo pueda prepararse ya tiene en sus brazos ese peso tan ligero, pero tan difícil de sostener. «Madonna, ¿cómo se sujeta esto?»

—Levántele más; así (le colocan bien al niño). ¡Ahueque los brazos, hombre! (se siente torpísimo)… La cabecita sobre el hombro de usted… (como en un baile agarrao, mejilla contra mejilla). Así echará el aire; y esta toalla sobre su chaqueta para que no le manche… Sin llorar, tesoro; es tu abuelito y te quiere mucho… Muévase adelante y atrás, padre… Eso, así, ¿ve cómo se calla?

El viejo se balancea cautelosamente. Andrea ha desaparecido. Renato se marcha —les vuelve la prisa— y el viejo se siente desconcertado como nunca, preguntándose qué emoción le posee… Por fortuna no le ve nadie del pueblo y no podrán reírse de él, pero ¿qué hace un hombre solo en tales casos?

Acerca su mejilla a la del niño, pero éste retira la suya, aunque ha bastado el contacto para conocer una piel más suave que la de mujer. ¡Y ese olor inefable envolviendo al viejo: blando, lechoso, tibio, con un punto agridulce de fermentación vital, como huelen de lejos los lagares! Olor tenue, dulzón y, sin embargo, ¡tan embriagante y posesivo!

El viejo se sorprende a sí mismo estrujando contra su pecho el cuerpecillo cálido y, asustado, afloja el abrazo por temor a ahogarle, para volver a estrecharlo en el acto, no se le vaya a caer… Este corderillo no tiembla, pero pesa como el Niño Jesús sobre san Cristóbal, uno de los pocos santos que le caen bien al viejo, porque era grande y fuerte y pasaba los ríos.

De pronto el niño da una patadita contra el vientre del abuelo, llenándole de un pasmo supersticioso, porque es el punto justo donde le muerde la bicha. ¿También comprende eso el niño? Gira rápido la cabeza para escrutar la carita y vuelve a rozar así la mejilla infantil, provocando gemidos de protesta que le descomponen más todavía.

—Es su barba, señor —dice una voz desconocida, mientras dos manos le alivian del tierno peso—. Soy Anunziata, la asistenta. Los señores acaban de marcharse.

La mujer acomoda diestramente al niño en su cunita.

—Tiene sueño; se dormirá pronto… Con su permiso, voy a continuar la limpieza.

Al viejo le sorprende algo… ¡Eso es! ¿Cómo no lo advirtió antes?

—¿Duerme ahí el niño? —y, ante el mudo asentimiento, insiste—: ¿También por las noches?… Pero —explota indignado— ¿es que aquí en Milán estos niños tan pequeños no duermen con sus padres? ¿Quién les cuida, entonces?

—Eso era antes; cuando yo servía de niñera. Ahora no; los médicos mandan que duerman solos.

—¡Qué barbaridad! ¿Y si lloran, y si les pasa algo?

A esta edad ya no… Mire, mejor que la señora no cuida nadie a un niño. Lo mide, lo pesa, lo lleva al mejor doctor… ¡Y tiene un libro lleno de estampas que lo explica todo!

«¡Un libro! —piensa despreciativo el viejo, mientras la mujer sale del cuarto—. Si hicieran falta libros para eso, ¿cómo hubieran criado a sus hijos todas las buenas madres que no saben leer? Está claro: ¡por eso los crían mejor y no los echan lejos antes de tiempo!»

Ahora le llena de compasión el pequeño rostro adormilado, la manita aferrada al borde de la colcha con bruscos movimientos de inquietud… «¡Qué indefenso le dejan!»

Pasa su propia mano sobre su mejilla y, en efecto, la barba le raspa.

«¡Pobrecillo, toda la noche solo! ¡Si todavía no habla!… ¿Y si no le oyen llorar? ¿Y si le da un cólico sin tener a nadie o un ahogo con la sábana? tY si le muerde una rata o una culebra, como al mayor de Piccolitti? Bueno, aquí no hay culebras, no aguantan en Milán, pero ¡ocurren tantas cosas…! ¡Brujas, que estará esto lleno, y de mucho aojador malnacido…! ¡Pobre inocente abandonado!»

Clava los ojos en ese misterio dormido en su cuna. Después de tantos años, tres hijos en casa y sabe Dios cuántos en nidos ajenos, le acaba de nacer el primer niño… ¿Qué va a pasar ahora?

Other books

Mad River by John Sandford
Curse of the PTA by Laura Alden
04 Lowcountry Bordello by Boyer, Susan M.
Shepherd's Cross by Mark White
Cowboy of Mine by Red L. Jameson
Crackhead II: A Novel by Lennox, Lisa