La sonrisa etrusca (13 page)

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Authors: José Luis Sampedro

Tags: #Relato

Valerio le ataja:

—¡Oh, no se lo digo por eso; pagan muy poco! Es para que no se pierda su historia, para conservar aquel mundo… Cuentos, coplas, refranes, costumbres, las bodas, los entierros…

Se está olvidando todo; la historia, lo que somos.

—Mi historia —repite el viejo, pensativo. Y ciertamente el pasado se pierde. Las mozas tiran los antiguos trajes, tan hermosos, como si fueran trapos.

—Le gustará hablar de todo eso, señor Roncone; le divertirá… y a mí me proporciona usted una plaza. ¡Hágalo por mí!

Sí, le gustaría ayudar a Valerio. Y además es cierto, puede resultar divertido… Se le ocurre una idea:

—¿Quién estará escuchándome?

—Los del Seminario, nada más. Y algún profesor invitado; de historia o de letras.

El viejo sonríe: sí, le gusta la idea. A esos rascapapeles como la Andrea les contará lo que se le ocurra, incluso las bromas de sus amigos… Sólo con las historias de Morrodentro o las del viejo Mattei, que en paz descanse, les dejará con la boca abierta…

Esos comelibros no saben de la vida… Y además, ¿qué dirá la Andrea cuando se entere de que él, Salvatore, habla en la Universidad a los profesores? «Lo que oyes, tonta —le dirá—, yo en la tribuna, Salvatore el pastor de Roccasera… ¿No te lo crees? Pregunta. Te traeré una foto hablando allí…». Fantástico… Y además quedará guardada su historia… ¡Brunettino podrá escucharla siempre!

—¿Hablaré también de mi vida, de la guerra?

—¡Claro! ¡Usted manda: lo que quiera!

—Pues hecho. Pero un momento… Probamos primero un día. Si no me gusta esa gente los mando a paseo. Contigo, bueno, lo que sea; pero, ellos, habrá que verlo. Yo no hablo más que entre amigos.

—¡Serán sus amigos, estoy seguro! El profesor Buoncontoni es estupendo y la doctora Rossi, no digamos. No es aún profesora, aunque ya tiene cuarenta años, porque no hay cátedra especial de mitología, pero ya es famosa.

—De mito… ¿Qué?

—Mitología; historias antiguas. Ya verá, ya verá.

«De modo que hay mujeres… Aunque a lo mejor resulta ser otra Andrea», piensa el viejo mientras entran en un bar a celebrar el acuerdo. Empezarán después de las vacaciones y por eso se despiden deseándose felices navidades.

Sí, el día es rotundamente propicio. En el portal, el conserje le entrega una carta recién llegada. Es de Rosetta. Larga y enrevesada, como siempre, con muchas tonterías que casi disuaden al viejo de seguir leyendo. Por fortuna su mirada capta una noticia sensacional.

«Esa mema de mi hija, ¡podía haber empezado por eso, y en letras muy gordas!»: el Cantanotte ha empeorado seriamente.

El viejo relee el párrafo. Sí, es eso: su enemigo resbala hacia el camposanto, el hoyo se lo va a tragar. Ya no le sacan de casa ni siquiera en la silla; ni le bajan a misa. Dicen que no mueve los brazos, le falla la cabeza y se orina a cada momento. ¡Qué alegría!

El viejo abre la puerta del piso, se precipita en la cocina. Sólo está Anunziata, pues el matrimonio ya salió hacia el aeropuerto y Brunettino duerme.

—¡Está peor! ¡El cabrón está peor!

—¡Jesús! ¿Qué dice usted? —aspaventea la mujer.

—Nada, nadie. Usted no le conoce… ¡Está peor, se muere!

Anunziata pide perdón al Señor por ese júbilo ante la muerte del prójimo. El viejo entra en su cuarto, retira de su escondite la bolsa con vituallas y saca queso fuerte y una cebolla. Vuelve a la cocina y empieza a picotear de ambos manjares, entre buenos tragos de vino. Anunziata le recuerda que no le conviene beber.

—¡Que se fastidie la
Rusca
! ¡Hoy es un gran día! —replica el viejo, escandalizando más aún a la mujer.

Paladea satisfecho su pequeño festín, cuando rompe a llorar el niño. El viejo lo deja todo y corre a la alcobita. Brunettino le tiende los brazos y el abuelo le levanta de la cuna y le estrecha contra su pecho.

—¡Se muere, Brunettino, se muere! ¡El cabrón se muere! ¿Comprendes? Volveré a Roccasera y vendrás conmigo… Te harás fuerte comiendo pan de verdad y cordero de verdad… ¡Verás qué vino para hombres! Tú poquito, ¿eh?, sólo mojar el dedito en mi vaso y chupártelo… ¡Se muere, niño mío, se muere él primero!

El niño palmotea encantado. El viejo se entusiasma.

—¡Eso, alégrate tú también! ¡Si somos iguales!… ¿Ves qué abuelo tienes? ¡Hasta en la Universidad le necesitan!… ¡Y nadie puede con él! ¡Subiremos a la montaña y conocerás a todos los buenos: Sareno, Piccolitti, Zampa…, hombres de verdad! ¡Y tú serás como ellos!

Ellos ya están muertos, pero él vive ahora fuera del tiempo. Con el nieto en brazos taconea ritmos antiguos e inicia una danza. Su palabra susurrante augura futuros triunfos para Brunettino. Su voz crece poco a poco, se torna la de un profeta y su danza es la de dos derviches. El niño ríe, chilla jubiloso. El viejo gira como los planetas, se hace viento y montaña, ofrenda y sortilegio. Danza en medio del bosque, a la luz de la hoguera crepitante, recibe la bendición de las estrellas, escucha el lejano aullido de los lobos, que temen acercarse porque Bruno y su nieto son fuerzas invencibles, antorchas de la Tierra, señores de la vida.

20

Anunziata se ha marchado, después de bañar al niño. En la alcobita, silencio y penumbra. En el silencio, el alentar de Brunettino ya dormido; en la penumbra, el nácar de su carita. Y, gozando ese mundo, el viejo sentado sobre la moqueta. Guardando ese sueño como guardaba sus rebaños: solitaria plenitud, lenta sucesión de momentos infinitos.

«Siento pasar la vida», pensaría si lo pensase.

Imperceptiblemente, la penumbra se ha hecho noche. El viejo enchufa la lamparita rojiza. Desde que se llevó a Andrea al aeropuerto Renato no ha vuelto y nunca ha llegado tan tarde. ¿Le habrá ocurrido algo? Al viejo le ha dado tiempo para todo: ocuparse del niño hasta dormirle y preparar la sorpresa. Pero Renato… ¡Por fin, la llave en la puerta! Ruidos familiares de su entrada: pasos cuidadosos, aparición silenciosa. Entra y besa muy suavemente a Brunettino mientras el viejo se levanta.

Salen ambos al pasillo.

—Hola, padre. ¿Te ha dado mucha guerra?

—¿El niño? ¡Es un ángel!

Renato explica brevemente su retraso, por la salida tardía del avión, y concluye:

—A ver qué cena nos ha dejado la Anunziata.

Pues Andrea dejó escrito que la asistenta la preparase, a falta sólo de calentarla.

—¡Al cuerno la Anunziata! —exclama el viejo en la puerta de la cocina—. ¡Hoy cenamos como los hombres!

Renato observa con más atención la cara de su padre: un fauno con sonrisa del gozador. ¿Qué le ocurre? ¡Cuánta vida en los ojillos rodeados de arrugas!

Una idea repentina entristece a Renato: le duele que la ausencia de Andrea alegre tanto a su padre. Pero el viejo siempre fue así: cuando alguien se le atravesaba no había remedio y eso le ocurrió con ella desde aquella primera estancia en Milán. ¡Ah, pero no es por eso! La noticia le quita esa pesadumbre a Renato: es que el Cantanotte se muere. El viejo lo comenta mientras pone platos y cubiertos sobre la mesa sin dejarse ayudar por su hijo que, ya tranquilizado, repara de pronto en el olor. Ese olor conocido, pero inclasificable; antiguo y entrañable. Ese olor… El viejo le ve olfatear.

—¿Ya no te acuerdas?

De golpe:

—¡Migas!

—¡Claro, migas resobadas!… Menos mal, no te has descastado del todo. No sabrán como las de Ambrosio, nadie las hizo nunca como él, pero son aquéllas, las del monte, las de siempre… Hasta con su vasalicó: encontré la hierba en la tarentina… ¡Esa Maddalena tiene de todo lo nuestro!

—Mucho visita usted a esa señora, padre.

—¡A buenas horas; he llegado tarde! —rechaza el viejo. Pero le alegra la alusión intencionada y también que el hijo participe bromeando de su alegría. Así es que añade:

—Y, además, `
U Signura manda viscotti a cui `on ava denti
… ¿Recuerdas nuestro dialecto?

—¡Usted aún tiene dientes para morder ese bizcocho! —replica Renato, redoblando el júbilo del viejo, que mientras tanto saca la sartenada de migas y la planta en medio de la mesa.

Así se abre un portalón al campo en la memoria del hijo y entran por él pastores y castañares, lumbres de sarmiento y canciones, hombres infantiles y manos maternales.

Maternales, sí, aunque ahora le sirvan convertidas en las del viejo, cepas rugosas y retorcidas. «Mi padre sirviéndome», piensa Renato, y el insólito hecho nubla sus ojos un momento. No es el vaho del manjar caliente; es que toda su infancia se condensa en el círculo mágico del plato.

La madre siempre junto a él, empujándole, con su aspecto delicado, a librarse del mundo aldeano para que el hijo no padeciera sus mismas esclavitudes. Por encima de ambos el padre, poderoso como un dios, dispensador de correazos pero también de profundos goces. La escuela, que, al principio sólo servía para hacer sabrosa la libertad, convirtiéndose también en túnel para escapar. Y, sobre todo, las fiestas de la casa, cocina invadida, bullicio, derroche, hartazgo, manchas de vino en el mantel —¡alegría, alegría! —que exigían mojar en ellas el dedo y trazarse una cruz en la frente, humo de tabaco, vaho humano, pellizcos y risotadas, gente respetuosa hacia su padre rindiendo acatamiento…

Y después del banquete la música y el baile, faldas que giran haciéndose campanas y provocando la mirada, las jarras de mano en mano, parejas desapareciendo, la noche con sus estrellas, el cansancio que nos pesa de golpe cuando cae el silencio…

—¿Pero qué? ¿Ya no te gustan?

La voz le reinstala en el presente. Prueba una cucharada y su expresión de niño feliz basta para alegrar al padre que, soltando la carcajada, agarra la botella de vino:

—¡Eso está mejor, hombre!

—¡Cuidado con el vino, padre! El médico…

—¿Médico? Recuerda aquello de
dui jiriti `e vinu prima d'a minestra… e jena `u médicu d' `a fznestra
. ¿Cómo negarle hoy la gloria de triunfador sobre el Cantanotte? El hijo sigue paladeando las migas, saboreando en ellas el pasado. Los ganados en la montaña, aquel mundo de hombres, como el recreado aquí esta noche. En una de sus primeras subidas a los pastos de verano, el padre le levantó del corro de pastores y se lo llevó consigo hasta una altura cercana. Desde ella le mostró otra cumbre, por encima de los castañares: «¿Ves, hijo? Desde allí se divisa el otro mar, el de Reggio. Alguna vez subirás allí conmigo».

Pero no volvieron nunca y, años después, no fue a estudiar a Reggio, sino a Nápoles, cuando ya estaba claro para él que no le retenían las gentes de la Sila, que nunca podría sobrevivir allí… Pero aquella tarde, en lo alto de la roca, en la cima del verano, brazo hacia lo lejos, el índice de su padre era el dedo creador de Dios tendido a Adán en la Capilla Sixtina.

La nuez sube y baja en el flácido cuello de aquel dios, que echa atrás la cabeza para apurar el vaso. Se limpia luego con el dorso de la mano y el gesto sorprende a Renato. ¿Por qué, si es allí el habitual? Pero —percibe Renato— el padre ahora reprime ese gesto.

Más aún, en las últimas semanas ha dejado de fumar; y ya no usa las botas en casa.

Incluso se afeita a diario y un día se metió en el baño sin que se lo dijeran. «Vaya, vaya —oyó Renato bromear a Anunziata—, nos componemos, ¿eh?». «Sí —replicó el viejo—, quiero morirme guapo».

«Milán le civiliza», comentó Andrea pocas noches atrás. Pero Renato sabe: no es Milán, sino el niño; Brunettino transforma a su abuelo. Y ahora el hijo, en una tiernísima oleada de cariño, ofrenda su corazón al viejo. Viejo, sí; en ese perfil de alegre bebedor la nariz ya se afila y la barbilla temblotea: un viejo a las puertas de la muerte.

La reveladora visión desgarra a Renato mientras se inclina sobre el plato y traga cucharadas para ocultar los ojos húmedos. El reprimido llanto le amenaza por dentro. ¿Cómo puede tener fin la vida de robles y de águilas como su padre? Aquel hombre fue el cielo en sus alturas: huracanado, arbitrario, implacable a veces; pero también generoso, creador, benéfico… Se aferró a la vida con abrazo de oso; la bebió a bocanadas… ¡Y se apaga esa hoguera!

El viejo goza viendo a su hijo devorar las migas. Por supuesto, a unas migas resobadas no hay hombre de la tierra que se resista; pero es que además Renato, en el fondo, es un buen muchacho. Siempre lo fue; al viejo le complace reconocerlo, aunque nunca tuvo arranques. «Nunca como los míos, ¡puñeta!… Siempre fue blando; la madre le crió así, con eso de ser el último sin esperanza ya de más hijos… Y que yo no pude ocuparme; eran los momentos más duros de la Reforma y contra el Cantanotte, apoyado por los barones de Roma… No pude ocuparme de éste y, en cambio, el Francesco se me marchó a hacer dinero… ¡Dinero! ¿De qué sirve si no lo ve nuestra gente? ¡Casa grande, tierras, ganados, castañares…! ¡Eso llena los ojos y el corazón, eso tengo!… Y ahora el zorro de mi yerno lo aprovechará… ¡Ay, Renato, Renato! ¿Por qué te casaste con esa cepa reseca?»

—Anda bebe, hijo, bebe; aún no hemos terminado.

—¿Todavía más, padre? ¿Después de estas migas?

—¡He cocido castañas, muchacho, y encontré higos soleados!… Busqué
mustaccioli
, que te gustaban tanto, pero aquí no hay esos dulces; sólo cosas milanesas… ¡Ni siquiera tienen los
murinedhi
de la Notala, de la Navidad!

La mención hace estallar algo grande en su memoria.

—¡Pero si estamos casi en Navidad! Es que aquí en Milán no se entera nadie de las fiestas, no hay… ¿Recuerdas el dicho de diciembre?:
jornu ottu Maria, u tridici Lucia, u vintincincu `u Missia
!»… ¿Te acuerdas? ¡Tenemos que ponerle un pesebre al niño! No habíais pensado en eso, ¿a que no?

Sus ojos brillan a la vez de ilusión y de nostalgia.

—Para el tuyo bajé yo el corcho del monte, y unas ramas de liérnago y unas matas… Las figuras eran cosa de tu madre; por la casa andarán si no se han roto, las compró en Nápoles su abuela… ¡Los
murinedhi
los bañaba en miel tu madre, pero yo subía el mosto de Catanzaro; era mejor que el de la montaña. Pero tú preferías las castañas a todo… ¡La Notala!… Sí, Brunettino necesita un pesebre y va a ser el mío.

—Padre… —el hijo se conmueve evocando aquellas castañas que chamuscaban los dedos al sacarlas de entre la ceniza con brasas y que el mozo ofrecía a la moza… Cuando no eran las
gugghieteddhi
, las cocidas en agua con granos de matalaúva—. «¡Ay padre, padre! —piensa—. ¿Qué culpa tuve yo de no ser un dios como usted?»

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