La taberna (31 page)

Read La taberna Online

Authors: Émile Zola

Tags: #Clásico

—Sí, sí, ¿no lo sabes, paloma? Allí, hay un conocido nuestro. No creas que soy un papanatas… ¡Qué vuelva yo a pescarte otra vez con esas miraditas de reojo!

Y soltó las mayores palabrotas. No era a él a quien ella buscaba con los brazos al aire y la cara enharinada; era a su antiguo querido. De repente fue atacado de una. Rabia loca contra Lantier… ¡Ah, el bribón! ¡El muy crapuloso! Preciso era que uno de los dos se quedara en el arroyo con las tripas fuera como un conejo. A todo esto Lantier parecía no oír nada, seguía comiendo ternera con acederas. Por fin Virginia pudo arrastrar a Coupeau, que se calmó, súbitamente en cuanto hubo dado la vuelta a la esquina de la calle. A pesar de ello volvieron a la tienda menos alegres de lo que habían salido.

Alrededor de la mesa, los invitados esperaban con caras largas. El plomero dio apretones de mano a todo el mundo, inclinándose ante las damas. Gervasia, un poco oprimida, hablaba a media voz mientras colocaba a la gente. De repente se dio cuenta de que al no venir la señora Goujet quedaba un lugar vacío al lado de la señora Lorilleux.

—¡Somos trece! —dijo muy afectada, viendo en eso una prueba de su desgracia, de la que se creía amenazada desde hacía algún tiempo.

Las señoras, ya sentadas, se levantaron inquietas y enojadas. La señora Putois se ofreció para retirarse, ya que, según decía, no había que andarse con bromas con estas cosas; ella no tocaría nada, las viandas no las aprovecharían. En cuanto a Boche, prefería ser trece que catorce; tocarían a más, eso era todo.

—Esperen —dijo Gervasia—. Voy a arreglar esto.

Y saliendo a la acera, llamó al tío Bru, que atravesaba en ese momento la calle. El anciano obrero entró, encorvado, aterido y mudo el semblante.

—Siéntese aquí, buen hombre —dijo la planchadora—. ¿Querrá usted comer con nosotros?

Bajó sencillamente la cabeza. Sí, quería, aunque en el fondo todo le era indiferente.

—Tanto da que sea él como otro cualquiera —dijo ella bajando la voz—. No come casi nunca todo lo que tiene gana. Por lo menos se hartará una vez en su vida… Y así llenaremos bien los huecos, sin ningún remordimiento.

Goujet tenía los ojos húmedos por la emoción. Los demás se apiadaron, encontrando aquello bien hecho, y añadieron que seguramente les proporcionaría buena suertes. Únicamente la señora Lorilleux no parecía muy conforme de estar sentada al lado del viejo; se apartaba, echaba ojeadas de disgusto a sus encallecidas manos, a su blusa remendada y descolorida. El tío Bru permanecía con la cabeza agachada, molesto sobre todo por la servilleta que le ocultaba el plato, y terminó por quitarla y colocarla suavemente en el borde de la mesa, sin pensar en absoluto en colocársela sobre las rodillas.

Por fin, Gervasia sirvió la sopa de pasta de Italia. Tomaban los invitados sus cucharas cuando Virginia hizo notar que Coupeau habla desaparecido otra vez. Quizá habría vuelto a casa del tío Colombe. Los invitados se molestaron. Esta vez tanto peor para él, ya no irían a buscarle, podía quedarse en la calle si no tenía apetito. Y cuando comenzaban a meter la cuchara en la sopa apareció Coupeau con dos macetas, una en cada brazo, un alhelí y una balsamina. Todos batieron palmas. Él, galante, fue a poner sus tiestos uno a la derecha y otro a la izquierda del vaso de Gervasia, acto seguido se inclinó y la besó:

—Te había olvidado, paloma… Pero no importa, nos queremos de todas formas… y sobre todo en un día como éste.

—Está muy bien el señor Coupeau esta noche —murmuró Clemencia al oído de Boche—. Tiene todo lo necesario para ser amable.

La galantería del patrón restableció la alegría, comprometida por unos momentos. Gervasia, ya más tranquila, sonreía a todos. Una vez terminada la sopa empezó a correr el vino para que pasara la pasta. En la habitación vecina se oía a los niños discutir. Estaban allí: Esteban, Nana, Paulina y el pequeño Víctor Fauconnier. Se había decidido a instalarles una mesa para los cuatro, recomendándoles que fueran juiciosos. Agustina mientras vigilaba los hornillos, tenía que comer sobre sus rodillas.

—¡Mamá! ¡Mamá! —exclamó de pronto Nana—. ¡Mira, Agustina está metiendo el pan en el asador!

Echó a correr la planchadora y sorprendió a la bizca casi abrasándose la garganta, por comer más de prisa una rebanada empapada de grasa del pato. Largóla un pescozón, porque este diablo de muchacha aún negaba que fuera cierto.

Después del cocido, cuando apareció la ternera, servida en una ensaladera por no tener otro recipiente de mayor tamaño, provocó la risa en los convidados.

—Esto se va poniendo serio —interrumpió Poisson, que apenas hablaba.

Eran ya las siete y media. Habían cerrado la puerta de la tienda para evitar el cotilleo del barrio; enfrente, sobre todo, el relojero abría unos ojos como platos, mirándoles, con un aspecto tal de glotonería que les impedía comer a gusto. Las cortinas colgadas ante el escaparate dejaban entrar una luz blanca, igual, sin una sombra, que bañaba la mesa con sus cubiertos aún alineados, sus tiestos adornados con los collaretes de papel; y esta claridad pálida, este lento crepúsculo daba a todos los comensales un aspecto distinguido. Virginia dio con la palabra adecuada: miró la pieza cerrada y tapizada de muselina, y dijo que estaba lindísima. Cuando pasaba una carreta por la calle, hacía bailar los vasos sobre el mantel, y las señoras se veían forzadas a levantar la voz como los hombres. Se hablaba poco, se portaban bien, se decían cumplidos. Coupeau estaba con blusa, porque según él decía, entre amigos no hay necesidad de estar molesto; y por otra parte, la blusa es el uniforme de honor del obrero. Las señoras, oprimidas con sus corsés, llevaban postizos empastados por el exceso de pomada, donde se reflejaba la luz; mientras que los señores, sentados lejos de la mesa, abombaban el pecho y apartaban los codos por temor a manchar sus levitas.

¡Truenos! ¡Qué barranco habían abierto en la ternera! Si hablaban poco, bien les daban que hacer a las mandíbulas. El contenido de la ensaladera bajaba de volumen, siempre con su cuchara clavada en el centro, en la salsa espesa, exquisita salsa amarilla que temblaba como gelatina. Dentro, pescaban los trozos de carne; y constantemente veíase a la ensaladera viajando de mano en mano y buscar en su interior alguna seta. Los grandes panes, colocados a espaldas de los convidados, contra la pared, parecían fundirse. Entre bocado y bocado, se oía el ruido de los vasos al ser puestos sobre la mesa. La salsa estaba un poco salada, y fueron precisos cuatro litros de vino para ahogar aquella salazón, que se dejaba comer como si fuera crema, y que al llegar al vientre producía un gran ardor. Sin dejar tiempo para respirar, el lomo de cerdo llegó en medio de una nube de humo, colocado en una fuente honda, rodeado de enormes patatas cortadas. Se oyó un grito de estupor. ¡Santa palabra! A todo el mundo le gustaba esto. Les abrió más, si cabe, el apetito; todos seguían de reojo la fuente, limpiando el cuchillo en el pan para estar bien preparados. En cuanto estuvo servido, todo era darse con el codo y hablar con la boca llena: ¡Oh, qué salsa la de este lomo! ¡Qué sensación tan dulce y sólida cuando se sentía deslizar por la garganta hasta los pies! Las patatas eran puro azúcar. Aquello no estaba salado, pero precisamente a causa de las patatas pedía a gritos una rociadita a cada minuto. Se destaparon cuatro nuevas botellas. Los platos quedaron tan limpios que no hubo necesidad de cambiarlos para comer los guisantes con tocino. «¡Oh, las legumbres apenas dan que hacer!, se tragan a cucharada, llena como quien no quiere la cosa». Una verdadera golosina, en fin, que bien podría llamarse el placer de las damas. Lo mejor, en los guisantes, eran los chicharrones, tostados, crocantes. Con dos botellas fue suficiente.

—¡Mamá, mamá! —gritó de repente Nana—. Agustina mete las manos en mi plato.

—¡Me estás molestando! ¡Suéltale un pescozón! —contestó Gervasia con la boca llena de guisantes.

En la habitación de al lado, en la mesa de los niños, Nana hacía de ama de casa. Se había sentado al lado de Víctor y había colocado a su hermano Esteban cerca de la pequeña Paulina; jugaban a los matrimonios. Nana había comenzado por servir a sus invitados muy cortésmente, con graciosas sonrisas y gestos de persona mayor; pero al llegar los chicharrones, que eran su delicia, se los sirvió todos en su plato. Agustina, que rondaba disimuladamente alrededor de los niños, aprovechó esto para coger los chicharrones con la mano, con el pretexto de repartir mejor. Nana, furiosa, la mordió en la muñeca.

—Para que sepas —murmuró Agustina— le contaré a tu madre que después de la ternera has pedido a Víctor que te besara.

Por fin, todo quedó en orden cuando Gervasia y mamá Coupeau llegaron para repartir el pato. En la mesa de los grandes, se respiraba, inclinados sobre los respaldos de las sillas. Los hombres se desabrochaban el chaleco; las mujeres se limpiaban la cara con su servilleta. La comida se interrumpió por un momento; sólo algunos convidados, con las mandíbulas en danza, continuaban comiendo grandes pedazos de pan sin darse cuenta. Se dejaba que la comida se amontonara, se esperaba. La noche caía lentamente; un día sucio, de un gris ceniciento, se extendía detrás de las cortinas. Cuando Agustina colocó dos lámparas encendidas, una a cada lado de la mesa, el desorden de ésta apareció bajo la viva claridad; los platos y los tenedores grasientos, el mantel manchado de vino, cubierto de migas. El fuerte olor que subía les impedía respirar. Sin embargo, las narices se volvían hacia la cocina, atraídas por ciertos efluvios sabrosos.

—¿Se le puede ayudar a ustedes? —dijo Virginia.

Se levantó de la silla, y fue a la pieza vecina. Todas las mujeres, una a una, la siguieron. Rodearon al asador, mirando con un interés profundo a Gervasia y a mamá Coupeau que maniobraban con el ave. Un clamor se elevó, en el que se distinguían las voces agudas y los saltos de alegría de los niños. Hicieron una entrada triunfal: Gervasia llevaba el pato, con los brazos en alto, la faz sudorosa, e iluminada por una sonrisa expresiva; las demás mujeres marchaban detrás de ella, riéndose también; mientras que Nana, subida en la silla, con los ojos desmesuradamente abiertos, se levantaba para ver. Cuando el pato estuvo sobre la mesa, enorme, dorado, reluciente de grasa, no le atacaron en seguida. Una sorpresa respetuosa, un gran asombro, había cortado la voz a la concurrencia. La demostraban con guiños de ojos y movimientos de cabeza. «¡Qué día, santo Dios!, ¡qué muslos, qué pechuga!».

—¡No se ha cebado lamiendo las paredes! —dijo Boche.

Entonces se entró en detalles sobre el animal. Gervasia precisó los hechos: el pato era la más hermosa pieza que había encontrado en la tienda de aves del barrio Poissonniers; pesó doce libras y media en la balanza del carbonero; fue necesario una arroba de carbón para asarlo, y había soltado tres tazas de grasa. Virginia le interrumpió para vanagloriarse de haber visto el animal crudo: «¡Se podía comer con confianza!», dijo ella. «Su piel era tan fina, tan blanca como la piel de una rubia».

Todos los hombres sonreían con picaresca glotonería, que les hinchaban los labios. Los dos Lorilleux arrugaban la nariz, sofocados de ver un pato semejante en la mesa de la Banban.

—Veamos, no nos lo comeremos entero —acabó por decir la planchadora—. ¿Quién va a partirlo?… No, no; yo no. Es muy gordo y me da miedo.

Coupeau se ofreció. «¡Dios mío, pero si era tan sencillo! Se le cogía por las patas y se tiraba de ellas; no por eso dejaría de estar tan bueno». Pero pusieron el grito en el cielo, y le quitaron a viva fuerza el cuchillo de cocina; si llegaba a cortar haría un verdadero cementerio en la fuente. Durante unos instantes se buscó a un hombre de buena voluntad.

Por último, la señora Lerat dijo con acento amable:

—Escuchen, el señor Poisson… es el más indicado.

Y como los invitados parecían no comprender, agregó con una intención más lisonjera:

—Naturalmente, es el señor Poisson, que es el que tiene el uso de las armas.

Pasó al guardia municipal el cuchillo de cocina que tenía en la mano. Toda la mesa rió satisfecha con muestras de aprobación. Poisson inclinó la cabeza con empaque militar y puso el pato ante él. Sus vecinas, Gervasia y la señora Boche, se apartaron para hacer sitio a sus codos. Cortaba lentamente, con movimientos pausados, los ojos fijos sobre el animal, como para sujetarlo en el fondo de la fuente. Cuando hundió el cuchillo entre los crujientes huesos, Lorilleux tuvo un arranque de patriotismo, y gritó:

—¡Ah, si fuese un cosaco!

—¿Ha peleado usted con los cosacos, señor Poisson? —preguntó la señora Boche.

—No, con los beduinos —respondió el guardia municipal separando un ala—. Ya no hay cosacos.

Se hizo un profundo silencio. Las cabezas se alargaban; las miradas seguían al cuchillo. Poisson preparaba una sorpresa. De repente asestó un postrer golpe, y la parte trasera del animal se separó y quedó enhiesta con la rabadilla al aire, como mitra de obispo. La admiración subió de punto. No había otra cosa como los antiguos militares para ser amables y cumplidos en sociedad. En esto, el pato acababa de dejar escapar una ola de grasa por el orificio de la rabadilla, y Boche bromeaba:

—Desde luego, me abono —murmuró—, a que me hagan constantemente pipí en la boca, de esta manera.

—¡Habrá cochino! —exclamaron las mujeres—. ¡Se necesita ser sucio!

—No he visto en mi vida un hombre más desagradable! —dijo la señora Boche, más furiosa que las demás—. ¡Cállate, oyes! ¡Llegarías a dar asco a un ejército! ¿Pero ustedes no saben que lo hace para comérselo todo?

En medio del barullo, Clemencia repetía insistentemente:

—Señor Poisson, escuche señor Poisson… ¡Guárdeme usted la rabadilla!

—Querida mía, la rabadilla le toca a usted por derecho propio —dijo la señora Lerat en un tono discretamente zumbón.

Por fin el pato quedaba trinchado. El municipal, después de haber dejado admirar la mitra de obispo durante algunos instantes, acabó de cortarle y colocar los pedazos alrededor de la fuente. Podían servirse. Las señoras, desabrochándose los vestidos, se quejaban del calor. Coupeau gritaba que estaban en su casa y que los vecinos le importaban un rábano; y abrió de par en par la puerta de la calle: el banquete continuó en medio del rodar de los coches y de los empujones de los transeúntes. Entonces, en reposo ya las quijadas, y con un nuevo vacío en el estómago, empezóse otra vez a comer; cayendo furiosamente sobre el pato. El guasón de Boche decía que sólo ver trinchar al animalito le había hecho bajar la ternera y el lomo de cerdo a los talones.

Other books

No Breaking My Heart by Kate Angell
Faithful by Janet Fox
The Three by Meghan O'Brien
Underground in Berlin by Marie Jalowicz Simon
Loaded Dice by James Swain
Compromised Cowgirl by Reece Butler
The Last Ringbearer by Kirill Yeskov