La taberna (29 page)

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Authors: Émile Zola

Tags: #Clásico

Capítulo VII

El cumpleaños de Gervasia era el 19 de junio. Los días de fiesta, los Coupeau tiraban la casa por la ventana; eran banquetes de los que se salía redondos como pelotas, con el vientre lleno para toda la semana. Se hacía limpieza general de dinero. En cuanto tenían cuatro cuartos, les daban aire. Se inventaban el almanaque, como pretexto para darse aquellos festines. Virginia aprobaba calurosamente que Gervasia se metiese buenos pedazos entre pecho y espalda. Cuando se tiene un hombre que todo se lo bebe, es justo no dejar que la casa se marche en líquidos; por lo que hacía bien en llenarse el estómago. Puesto que el dinero se esfumaba, lo mismo era hacer ganar al carnicero que al tabernero. Gervasia, engolosinada, tomaba para ello aquella excusa. ¡Tanto peor! La culpa la tenía Coupeau si no se ahorraba ni un solo céntimo. Había engordado mucho y cojeaba aún más, porque su pierna, al aumentar de volumen, parecía acortarse en proporción.

Un mes antes ya estaban hablando de la fiesta; se pensaba en los platos y se relamían los labios. Toda la tienda ardía en deseos de que llegara el banquete. Había que hacer algo sonado, alguna cosa poco corriente que dejase nombre. ¡Dios mío! Todos los días no eran de fiesta. La gran preocupación de la planchadora era saber a qué personas debía invitar; deseaba doce en la mesa, ni una más ni una menos. Ella, su marido, mamá Coupeau, la señora Lerat, con ésta eran ya cuatro personas de la familia. Invitaría también a los Goujet y a los Poisson. En un principio había acordado no invitar a sus obreras, la señora Putois y Clemencia, para no darles demasiada familiaridad, pero como se hablaba siempre de la fiesta en su presencia y se ponían de morro, acabó por decirles que asistieran. Cuatro y cuatro ya son ocho, y dos más hacen diez. Entonces, queriendo completar los doce, se reconcilió con los Lorilleux que la rondaban desde hacía algún tiempo; se convino en que los Lorilleux bajarían a comer y se harían las paces con los vasos en la mano. Ciertamente que no se debía estar enfadados indefinidamente entre familia. A más, la idea de la fiesta enternecía todos los corazones. Era una ocasión como para no desperdiciarla. Cuando los Boche se enteraron de la reconciliación proyectada, se aproximaron más a Gervasia, queriendo agradarla con cortesías y sonrisas, y no hubo más remedio que invitarles a ellos también. ¡Qué se le iba a hacer! Serían catorce, sin contar a los niños. Nunca había dado una comida semejante; estaba afanosa y radiante de gozo.

La fiesta caía justamente en lunes. Era una gran suerte: Gervasia contaba con comenzar a prepararlo todo la tarde del domingo. El sábado, cuando las planchadoras terminaron su tarea, hubo una gran discusión en la tienda, a fin de saber decididamente qué menú se pondría. No hubo discusión alguna sobre un plato adoptado desde hacía tres semanas: un pato bien cebado, asadito. Hablaban de él con ojos golosos; hasta estaba ya comprado. Mamá Coupeau fue a buscarle para que Clemencia y la señora Putois lo tomaran a peso. ¡Qué de exclamaciones! El animal les pareció enorme, con su piel repleta de grasa amarilla.

—Antes de esto, puchero, ¿qué os parece? —dijo Gervasia—. La sopa y un poco de cocido hacen siempre un avío… Después podríamos hacer un plato con salsa.

Clemencia propuso un conejo; pero todos coincidieron en que no se salía de él, y que ya estaban hasta los pelos de semejante animalito. Gervasia pensaba en algo más distinguido. La señora Putois propuso un guiso de ternera con salsa blanca, que tuvo gran aceptación. Era una gran idea; nada podía substituir a la ternera en salsa blanca.

—Después —insistió Gervasia— vendría muy bien otro plato de salsa.

Mamá Coupeau pensó en el pescado. Pero las demás hicieron una mueca, al mismo tiempo que golpeaban fuerte con sus planchas; no sentaba bien al estómago, y además estaba lleno de espinas. La bizca Agustina se aventuró a decir que le encantaba la raya, y Clemencia le contestó con una bofetada. Por último, a la patrona se le acababa de ocurrir un lomo de cerdo con patatas, que volvió a encandilar todos los rostros. En ese momento, Virginia entró como un huracán con la cara alterada.

—¡Qué a tiempo llega! —exclamó Gervasia—. Mamá Coupeau, enséñele usted el bicho.

Y mamá Coupeau fue a buscar por segunda vez al pato, que Virginia tuvo que tomar en sus manos. Exclamó:

—¡Qué barbaridad! ¡Cuánto pesa!

En seguida lo dejó en el borde del banco entre una falda y un paquete de camisas. Tenía la imaginación en otra parte y se llevó a Gervasia al cuarto interior.

—Amiga mía —murmuró rápidamente—, quiero advertirte… ¿A que no adivinas a quién he encontrado al final de la calle?… ¡Lantier, querida mía! Está allí rondando, acechando… Entonces he echado a correr hacia acá. Me ha dado miedo por ti, ¿comprendes?

La planchadora se había puesto pálida. ¿Qué quería de ella aquel desgraciado? Y precisamente llegaba en medio de los preparativos para la fiesta. Sí, nunca había tenido suerte; no podía disfrutar tranquilamente. Pero Virginia le respondía que bien tonta era en revolverse la bilis. ¡Vamos, hombre! Si Lantier se atreviese a seguirla no tendría más que avisar a un guardia y hacerle meter en la cárcel Desde hacía un mes su marido había obtenido su plaza de municipal, la morena tomaba aires de gran importancia, hablaba constantemente de detener a todo el mundo. Como cada vez iba levantando más la voz, diciendo que deseaba que la pellizcaran algún día para darse la satisfacción de llevar ella misma al insolente al cuartelillo y entregárselo a Poisson, Gervasia, con un gesto, le suplicó que se callara, porque las obreras estaban escuchando. Entró la primera en la tienda y repuso, aparentando mucha calma:

—Ahora sería menester alguna legumbre.

—Guisantes con tocino —dijo Virginia—. Yo no comería nunca otra cosa.

—¡Sí, sí, guisantes con tocino! —aprobaron las demás, mientras que Agustina, entusiasmada, atizaba a grandes golpes el hornillo.

Al día siguiente, domingo, desde las tres, mamá Coupeau encendió los dos fogones de la casa e incluso un tercero que les prestaron los Boche. A las tres y media el guiso hervía en una gran marmita que les cediera el restaurante de al lado, ya que la suya era demasiado pequeña. Decidieron la víspera aderezar la ternera y el lomo de cerdo con salsa blanca, porque estos platos resultan mejor recalentados. Únicamente dejarían la salsa blanca para servirla en el momento de sacarla a la mesa. Aún quedaría bastante tarea para el lunes: la sopa, los guisantes con tocino, el pato asado. El cuarto del fondo estaba completamente iluminado con los tres hornillos; había un fuerte olor a carne quemada, acompañado con una gran humareda producida por la harina tostada. Mientras que la gran marmita dejaba escapar ráfagas de vapor, como una caldera, se oían gluglús graves y profundos que la hacían bailar de un lado para el otro. Mamá Coupeau y Gervasia, con delantales blancos, andaban de un lado para el otro picando el perejil, administrando la pimienta y la sal, dando vueltas a la carne con cucharas de madera. Habían echado fuera a Coupeau para que no estorbase, y, a pesar de eso, tuvieron durante todo el día gente encima. Tan bien olía, que las vecinas bajaron unas tras de otras para entrar con cualquier pretexto y saber lo que se guisaba, y allí se quedaron en espera de que la planchadora tuviese que levantar las tapaderas. Hacia las cinco de la tarde, Virginia apareció: había vuelto a ver a Lantier; estaba visto, no se podía poner los pies en la calle sin encontrarse con él. La señora Boche también lo había encontrado en el otro lado de la acera, avanzando con la cabeza erguida y aire socarrón. Entonces Gervasia, que se disponía a salir a comprar unos céntimos de cebollas tostadas para el puchero, se vio acometida de pronto por tal temblor, que no se atrevió a salir a la calle, tanto más, cuanto que la portera y la costurera la asustaban contándole historias terribles de hombres que esperan a las mujeres por las esquinas con cuchillos o pistolas escondidos bajo sus abrigos. ¡Caramba! Tenían razón. Cosas semejantes se leían todos los días en los periódicos; cuando uno de esos sinvergüenzas encuentra feliz a una antigua querida, es capaz de todo. Virginia se ofreció amablemente para ir a buscar las cebollas tostadas. Entre mujeres había que ayudarse. No iba a dejar matar a la pobre mujer. Cuando volvió, dijo que Lantier ya no estaba allí: había debido largarse al notarse descubierto. La conversación dio vueltas alrededor del mismo tema durante toda la tarde, en torno a las cacerolas. La señora Boche decía que debía contárselo todo al señor Coupeau, a lo que Gervasia se opuso llena de espanto, suplicándole que no dejara escapar ni una sola palabra de aquello. ¡Buena se preparaba! Su marido debía sospechar algo, pues desde algunos días, cuando se iba a acostar, juraba y daba puñetazos a la pared. Poníasele carne de gallina al pensar que dos hombres podrían matarse por ella; conocía bien a Coupeau: era muy celoso, y, a causa de ello, capaz era de caer sobre Lantier con sus tijeras. Y mientras que las cuatro se enfrascaban en tan terrible tragedia, las salsas, en los hornillos llenos de cenizas, hervían lentamente: sobre todo la ternera y el lomo, que cada vez que mamá Coupeau los destapaba dejaban sentir un rumorcillo, un estremecimiento discreto; el puchero continuaba con su ronquido de sochantre dormido panza al sol. No pudieron resistir a la tentación de mojar una miga de pan en una taza para probar el caldo.

Por fin llegó el lunes, y Gervasia temía no poder acomodar a tanta gente después de haberlos invitado; así es que se decidió a poner la mesa en la tienda, y por la mañana se entretuvo en medir con un metro la sala para saber en qué dirección podría colocar la mesa. Fue preciso sacar da allí la ropa, desmontar la mesa de plancha, que, apoyada en otros banquillos, serviría para la comida. Cuando estaba en lo mejor de su tarea se presentó una cliente y formó un escándalo de todos los diablos, porque, según decía, esperaba su ropa desde el viernes. Le estaban tomando el pelo… Quería su ropa inmediatamente. Entonces Gervasia, mintiendo con todo descaro, se excusó diciendo que no era culpa suya; estaba limpiando la tienda, y las obreras no volverían hasta el día siguiente, y una vez que hubo tranquilizado a la cliente la despidió, diciéndole que se ocuparía de ella en el primer momento. Y en cuanto la otra hubo dado la vuelta empezó a soltar palabrotas:

—Pues vaya, si se hiciera caso de los clientes no habría tiempo ni para comer. ¡Habría que matarse día y noche por su linda cara! ¡Ni que fuéramos esclavas!

Pues bien, ni aunque viniera el Gran Turco en persona a traerle un cuello postizo, ni aunque con ello fuera a ganar cien mil francos, no tocaría la plancha ese día. Le había llegado el turno de divertirse un poco a ella también.

Toda la mañana fue empleada en hacer las últimas compras. Por tres veces salió Gervasia y volvió cargada como una mula. Pero en el momento en que marchaba de nuevo a comprar vino se dio cuenta de que no tenía bastante dinero. Hubiera podido comprar el vino al fiado, pero aun así y todo, la casa no podía quedarse sin un céntimo, por los gastos imprevistos que pudieran surgir. En la habitación interior, mamá Coupeau y ella se desesperaron al calcular que les serían necesarios por lo menos veinte francos. ¿Dónde encontrar estas cuatro piezas de cinco francos? Mamá Coupeau, que en un tiempo había sido asistenta de una comiquilla del teatro de Batignolles, se acordó en seguida del Monte de Piedad, Gervasia lanzó una sonrisa de alivio. ¡Qué tonta era, no haberse acordado antes! Sin perder un momento dobló su vestido de seda negro, lo envolvió en una toalla que sujetó con alfileres y le metió el paquete a mamá Coupeau bajo su falda, recomendándole que lo aplastara bien sobre su vientre, para que los vecinos no fisgaran, pues ellos no tenían necesidad de saber: y se quedó en la puerta acechando si alguien seguía a la vieja. Pero no bien llegaba a la carbonería, la llamaba para que volviera.

—¡Mamá, mamá!

La hizo entrar en la tienda, se quitó del dedo su alianza y le dijo:

—Incluya esto también; así tendremos más dinero.

Y cuando mamá Coupeau le trajo veinticinco francos, bailaba de alegría. Compraría seis botellas más de vino de marca para acompañar al asado. Los Lorilleux quedarían anonadados.

Hacía quince días que aquél era el sueño dorado de los Coupeau: deslumbrar a los Lorilleux. ¿Acaso aquella pareja de cucos no se encerraba cuando comían algún buen bocado, como si lo hubieran robado? Hasta tapaban la ventana con una colcha para que no entrase ni la luz, y para hacer creer a todo el mundo que dormían. Naturalmente, esto impedía a la gente entrar en su cuarto, y de este modo, solos, se atracaban sin decir una palabra más alta que otra. Incluso por la mañana, en vez de tirar los huesos en la basura, para que nadie supiera lo que habían comido, la señora Lorilleux iba al extremo de la calle a tirarlos en una alcantarilla. Gervasia la sorprendió un día cuando vaciaba en ella una cesta llena de caparazones de ostras. Bien seguro que estos miserables no tenían nada de generosos, y toda aquella comedia venía de su afán por aparentar ser pobres. Pues bien, les daría una lección y les probaría que todo el mundo no es roñoso. Gervasia había puesto la mesa en mitad de la calle si hubiera podido, sólo por el placer de invitar a cuantos pasaran. El dinero no ha sido inventado para que se enmohezca. Es precioso cuando brilla al sol. Se parecía tan poco a ellos que los días en que no tenía más de un franco se las componía de manera que hacía creer que tenía el doble.

Mamá Coupeau y Gervasia hablaron de los Lorilleux mientras ponían la mesa. Habían puesto grandes cortinas en el escaparate, pero, como hacía calor, dejaron la puerta abierta, de manera que todo el que pasaba tenía que ver los preparativos. Ambas mujeres no ponían un jarro, una botella o un salero sin procurar que resultase una intención vejatoria para los Lorilleux. Los habían colocado de manera que pudieran ver la soberbia instalación de la mesa, reservándoles la mejor vajilla, sabiendo de antemano que los platos de porcelana les proporcionarían un disgusto.

—No, no, mamá —gritó Gervasia—. No les ponga esas servilletas. Tengo dos que son adamascadas.

—¡Ah!, bueno —murmuró la anciana—. Seguramente van a rabiar de lo lindo.

Ellas se sonrieron, de pie a cada lado de la gran mesa blanca, donde los catorce cubiertos alineados les causaban una verdadera satisfacción. Daba la sensación de un altar en medio de la tienda.

—¿Por qué serán tan mezquinos?… Ya sabrá usted que el mes pasado mintieron al decir en todos los sitios que habían perdido un trozo de cadena de oro cuando iban a entregar la obra. ¡Como si ella perdiera nunca nada!… Sencillamente era una manera de seguir llorando su miseria para no dar los cinco francos que le corresponden a usted.

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