La taberna (58 page)

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Authors: Émile Zola

Tags: #Clásico

—Escucha —repuso Lalie después de un silencio—. Debemos cuatro francos y treinta y cinco céntimos al panadero; habrá que pagar esto—. La señora Gaudron tiene una plancha nuestra, que tú le reclamarás… Esta noche no he podido hacer sopa, pero queda pan, y tú pondrás a calentar las patatas…

Hasta su último estertor, aquella gatita seguía siendo la madrecita de toda su gente. ¡No se la podría reemplazar, desde luego! Moría por haber tenido a su edad el raciocinio de una verdadera madre, con el pecho aún demasiado tierno y demasiado estrecho para contener una tan amplia maternidad. Y si se perdía este tesoro, culpa era de su feroz padre. Después de haber matado a la madre de una patada, mataba a su hija. Los dos ángeles buenos se irían a la fosa, y él no tendría más que hacer que dejarse morir en un rincón.

Gervasia se contenía para no estallar en sollozos. Extendía la mano con el fin de aliviar a la pequeña; y como el pedazo de sábana se caía, quiso cogerlo y arreglar la cama. El pobre cuerpecillo de la moribunda quedó al descubierto. ¡Ay, Señor, qué miseria y qué pena! Hasta las piedras hubieran llorado al ver este cuadro. Lalie estaba desnuda, sin más que un jirón de chambra en los hombros, a guisa de camisa; toda desnuda y de una desnudez sangrante y dolorosa de mártir. Ya no tenía carne; los huesos le agujereaban la piel. Desde las costillas, delgadas rayas violetas bajaban hasta los muslos; eran las señales del látigo impresas allí en la carne viva. Una marca lívida rodeaba el brazo izquierdo como si la rueda de un torno hubiese triturado aquel miembro tan tierno, no más grueso que una cerilla. La pierna izquierda mostraba una desgarradura mal cerrada, algún mal golpe, que se abría cada mañana al hacer la limpieza. Desde los pies a la cabeza no era más que un cardenal. ¡Aquel infanticidio, aquellas patazas de hombre aplastando a aquella criatura, la abominación de tanta debilidad cargada con tan pesada cruz! Se adora en los altares a las santas azotadas, cuya desnudez es menos pura que ésta. De nuevo Gervasia se había encogido, no pensando en subir la sábana, desolada a la vista de aquel ser lastimoso, hundido en la cama; y sus trémulos labios buscaban oraciones.

—Señora Coupeau —murmuró la pequeña—, se lo ruego…

Con sus brazos pequeñitos quería levantar la sábana, púdica, llena de vergüenza delante de su padre. Bijard, con cara estúpida, mirando a aquel cadáver que él mismo había hecho, movía la cabeza, con el lento movimiento de un animal que se siente aburrido.

Y cuando Gervasia cubrió a Lalie, no pudo permanecer más tiempo. La moribunda se debilitaba por momentos, ya no hablaba, no le quedaba más que su mirada, su vieja mirada negra de niñita resignada y soñadora que se fijaba sobre los dos pequeños que cortaban estampitas. El cuarto se llenaba de sombras. Bijard dormía su embriaguez en el embrutecimiento de aquella agonía. ¡La vida era demasiado abominable! ¡Qué cosa tan sucia! Gervasia salió, bajó la escalera, sin saber cómo, la cabeza extraviada, tan llena de inmundicia que se habría echado de muy buena gana bajo las ruedas de un ómnibus para acabar de una vez.

Corriendo y maldiciendo su suerte, se encontró ante la puerta del patrón, donde Coupeau decía que trabajaba. Sus piernas la habían conducido allí; su estómago volvía a su canción, el lamento del hambre en noventa coplas, un lamento que se sabía de memoria. De aquella manera, si agarraba a Coupeau a la salida, podría coger el dinero y comprar provisiones. Una horita de espera a lo sumo, y comería algo, ya que desde la víspera se chupaba los dedos.

Era la calle de la Charbonnière, en la esquina de la calle de Chartres, una maldita encrucijada en la cual el viento jugaba a las cuatro esquinas. ¡Maldito sea!…. No se notaba ni el más mínimo calor en aquella calle. ¡Si tuviera abrigo de pieles! El cielo estaba de un sucio color plomo, y la nieve, amasada allá arriba, peinaba al barrio con peluca de hielo. No caía nada, pero había un pesado silencio en la atmósfera, que suministraba a París un disfraz completo, un hermoso traje de baile, blanco y nuevo. Gervasia levantaba la cabeza rogando a Dios para que no soltase su muselina en seguida. Daba golpes con los pies, mirando a un almacén que había enfrente, y luego volvía atrás, porque encontraba inútil excitarse de antemano la gana de comer. La plazoleta no ofrecía distracciones. Algunos paseantes marchaban rápidos, arrebujados en sus bufandas; pues, naturalmente, no se pasea cuando se tiene el frío metido en los huesos. Gervasia se fijó en cuatro o cinco mujeres que montaban la guardia, igual que ella, a la puerta del maestro plomero; otras desgraciadas, seguramente, esposas acechando el salario para impedir que se quedara en la taberna. Había entre ellas una grandona, con cara de gendarme, pegada a la pared, presta a saltar sobre la espalda de su hombre. Una pequeñita, de negro, con aire humilde y delicado se paseaba por el otro lado de la calzada; otra, embarazada, arrastraba a dos pequeñines, uno a derecha y otro a izquierda, tiritando y llorando. Y tanto Gervasia como sus compañeras de paseo, pasaban y repasaban lanzándose ojeadas oblicuas, sin hablarse. ¡Buen encuentro para el gato! No tenían necesidad de entablar conversación para saber dónde vivían. Habitaban todas en el mismo recinto, en casa de «Miseria y Compañía». Aquello de verlas pasear y cruzarse silenciosamente en esta terrible temperatura de enero, daba más frío todavía.

Ni una rata salía de casa del patrón. Al fin apareció un obrero, después dos, después tres; pero aquéllos, sin duda, eran buenos muchachos que llevaban fielmente a casa su salario, pues movieron la cabeza a un lado y a otro al ver a las mujeres, como sombras rondando, ante el taller. La grandona se arrimaba cada vez más a la puerta; y de repente cayó sobre un hombrecito paliducho que asomaba la cabeza prudentemente. ¡Pronto quedó todo arreglado! Ella le registró y le quitó el dinero. Despojado de todo se le acabó la esperanza de echar una copa. Entonces el hombrecillo, vejado y desesperado, siguió a su gendarme llorando lagrimones como un niño. Seguían saliendo obreros, y cuando la mujer embarazada con sus dos pequeños se hubo aproximado, uno alto, moreno, con aire de matón, que la vio, entró a avisar al marido; cuando éste llegó balanceándose, había escondido dos piezas de cinco francos nuevas, una en cada suela del zapato. Tomó a uno de los pequeños en brazos y marchó contando a su mujer mil embustes. Había algunos de buen humor que salían de un salto para ir a comerse la quincena con sus amigos. Había otros tristes con la cara miserable, apretando en su mano crispada los tres o cuatro días que habían trabajado en la quincena, tratándose de holgazanes ellos mismos y haciendo juramentos de borracho. Lo más triste era el dolor de la mujercita de negro, humilde y delicada; su hombre, un guapo mozo, acababa de pasar a su lado de una manera tan brutal, que poco faltó para que la tirase al suelo; y ella volvía sola, tambaleándose a lo largo de las tiendas, derramando todas las lágrimas de su cuerpo.

El desfile terminó. Gervasia, tiesa en medio de la calle, miraba la puerta. Aquello comenzaba a oler mal. Aún salieron dos obreros retrasados, pero ninguno era Coupeau. Y al preguntarle si Coupeau no salía, ellos, que estaban en el asunto, le contestaron bromeando que el compañero acababa de salir en aquel momento por una puerta trasera con un amigo para sacar los pollos a mear. Gervasia comprendió. Una mentira más de Coupeau. Ya podía irse a ver si llovía. Lentamente, arrastrando su par de chancletas destalonadas, bajó por la calle de Charbonnière. Su comida iba corriendo delante de ella, y ella la veía alejarse en el crepúsculo amarillo con un pequeño estremecimiento. Aquella vez se había terminado. Ni la más pequeña esperanza, sólo la noche y el hambre. ¡Una buena noche de muerte, aquella noche sucia que caía sobre sus hombros!

Subía pesadamente la callea de Poissonniers, cuando oyó la voz de Coupeau. Estaba allí, en la
Petite-Civette
, en el momento en que Mes-Bottes le iba a invitar. Aquel tunante de Mes-Bottes, hacia el fin del verano, había tenido la buena idea de casarse de verdad, con una señora, muy estropeada ya, pero que poseía unos cuartitos. Una señora de la calle de los Mártires no era una cualquiera. Y había que ver a aquel feliz mortal, viviendo como un burgués, con las manos en los bolsillos, bien vestido y bien alimentado. No había quién le conociera, de gordo que se había puesto. Los compañeros decían que su mujer tenía cuanto trabajo quería en casa de señores conocidos suyos. Una mujer así y una casita de campo es cuanto se puede desear para embellecer la vida. Así Coupeau le miraba con admiración. ¿No llevaba el muy fresco hasta un anillo de oro en su dedo?

Gervasia apoyó la mano en el hombro de Coupeau en el momento en que salía de la
Petite-Civette
.

—Oye, te esperaba… Tengo hambre. ¿Es a esto a lo que convidas?

Pero él la paró el resuello diciendo:

—Si tienes hambre cómete un puño…. Y guarda el otro para mañana.

Él era el que encontraba muy poco agradable que le fueran a hacer escenas delante de la gente. ¡No había trabajado! Bueno, ¿y qué? Los panaderos amasaban igual. ¿Lo tomaba acaso por un fabricante de nodrizas para venir a intimidarles con esas historias?

—¿Quieres que robe? —murmuró ella con voz sorda.

Mes-Bottes se acariciaba la barbilla con aire conciliador.

—No, eso está prohibido —dijo él—. Pero cuando una mujer sabe desenvolverse…

Y Coupeau le interrumpió para decir «¡bravo!». Eso es, una mujer debía saber desenvolverse. Pero la suya había sido siempre una galera, un montón de carne. Suya era la culpa si dormía en un montón de paja. Luego siguió admirando a Mes-Bottes. ¡No era poco afortunado el animal! Un verdadero propietario; ropa blanca, zapatos a la moda ¡Caracoles! Y nada comprado de lance. He aquí uno a quien su mujer sabía dirigir bien sus asuntos.

Los dos hombres bajaban hacia el bulevar exterior. Gervasia los seguía. Al cabo de un rato de silencio, dijo detrás de Coupeau:

—Tengo hambre, ¿sabes?… Había contado contigo. Es preciso que me encuentres algo de masticar.

Él no contestó y Gervasia repitió con tono de agonía:

—¿Es a todo eso a lo que convidas?

—¡Diantre! ¡Si no tengo nada! —gruñó volviéndose furioso—. Déjame o te sacudo.

Levantaba el puño. Ella se echó para atrás, y como tomando una decisión, dijo:

—Bien, te dejo, ya encontraré a un hombre.

Por el momento el plomero se echó a reír. Afectaba tomar la cosa en broma y la empujaba sin darse cuenta. La idea no podía ser mejor. Por la noche ya la luz artificial aún podía hacer conquistas. Si llegaba a encontrar un hombre le recomendaba el restaurante
Capucin
, donde había pequeñas cabinas en las que se comía perfectamente. Y cuando ella se alejaba por el bulevar, pálida y huraña, acabó por decirle:

—Escucha, tráeme postre, me gustan los pasteles… Y si tu señor está bien equipado pídele un abrigo, que me vendrá bien.

Perseguida por aquella charla infernal, andaba de prisa. Cuando se encontró sola en medio de la muchedumbre acortó el paso. Estaba bien resuelta. Entre robar y hacer aquello, prefería esto, porque al menos no causaría daño a nadie. No iba a disponer más que de sus bienes. Sin duda no era muy limpio, pero lo limpio y lo sucio se barajaban enormemente en su cabeza; cuando se está uno muriendo de hambre, no filosofa uno tanto, se come el pan que se presenta. Había llegado a la calzada Clignancourt. La noche no acababa de llegar. Esperando, siguió por los bulevares como una señora que toma el aire antes de ir a cenar.

Aquel barrio donde ella experimentaba vergüenza, de tanto como se embellecía, se abría ahora por todos los sitios al aire libre. El bulevar Magenta, subiendo del corazón de París, y el bulevar Ornano, internándose en el campo, habían perforado la antigua barrera con gran demolición de casas: eran dos amplias avenidas, aún blancas de yeso, que conservaban a sus lados las calles del arrabal Poissonnière y de la calle Poissonniers, cuyos extremos se hundían, mutilados, retorcidos como obscuros intestinos. Desde hacía mucho tiempo, el derribo de la pared del resguardo había ensanchado ya los bulevares con las calzadas laterales y el terraplén en medio, para los peatones, con cuatro hileras de plátanos plantados en medio. Era una plaza inmensa, que desembocaba allá lejos, en el horizonte, con interminables vías, rebosantes de multitud, anegándose en el caos de las construcciones. Pero entre las elevadas casas nuevas, muchas casuchillas quedaban en pie; entre las fachadas esculpidas veíanse negros hundimientos; verdaderas perreras que parecían bostezar, ostentando los harapos de sus ventanas. Bajo el lujo creciente de París, la miseria del arrabal reventaba y ensuciaba a aquel taller de una ciudad nueva y apresuradamente construida.

Perdida en la marea de la ancha acera, a lo largo de los plátanos, Gervasia se sentía sola y abandonada. Aquellas improvisadas avenidas, allá abajo, le vaciaban más el estómago; ¡y pensar que entre aquella ola humana, donde había gentes bien acomodadas, ni un cristiano adivinaba su situación y le deslizaba medio franco en la mano! Aquello hubiera sido demasiado grande, demasiado bello; su cabeza daba vueltas y sus piernas le flaqueaban, bajo aquel cielo gris extendido por encima, en tan vasto espacio. El crepúsculo tenía aquel sucio color amarillo de los crepúsculos parisienses, un color que daban ganas de morirse, de feo que parecía la vida por las calles. La claridad se ponía plomiza y las lejanías se teñían de color de lodo. Gervasia, cansada, caía de lleno a la salida de los talleres. A aquella hora, las señoras de sombrero, los señores bien vestidos que vivían en casas nuevas, se veían confundidos con el pueblo; procesiones de hombres y mujeres, pálidos todavía por el aire viciado de los talleres. El bulevar Magenta y la calle Poissonniers los echaban a bandadas, sofocados por la subida de la cuesta. Entre el ruido ensordecedor de los ómnibus y de los coches, entre los carromatos, los carros de mudanza, y los que venían vacíos al galope, veíase continuamente un hormigueo creciente de blusas y de chaquetas que cubría la calzada. Los recaderos volvían con sus instrumentos al hombro. Dos obreros, alargando el paso, daban uno al lado del otro grandes zancadas, hablando muy fuerte, con gestos, sin mirarse; otros solos, con abrigo y gorra, iban al borde de la acera con la cara baja; grupos de cinco o seis seguían y no cambiaban una palabra, con las manos en los bolsillos, los ojos mortecinos. Algunos conservaban sus pipas apagadas entre sus dientes. Albañiles, en un carricoche que habían pagado entre cuatro y sobre el que danzaban sus artesas, pasaban enseñando sus blancos rostros por las ventanillas. Pintores balanceando sus botes de colores; un plomero llevaba una larga escala, con la que poco faltaba para que saltara los ojos a la gente; mientras que un fontanero, retrasado, con su caja a la espalda, silbaba la canción del buen rey Dagoberto, con su pequeña trompeta poniendo una nota de tristeza en el crepúsculo melancólico. ¡Música harto triste que parecía acompañar el paseo del rebaño, y el lento caminar de las bestias de carga deslomadas! Un día más transcurrido. Los días eran muy largos y recomenzaban demasiado a menudo. Apenas había tiempo de comer y digerir, y ya tenían otro día encima, había que tomar de nuevo su collar de miseria. Los mozos, sin embargo, silbaban, golpeando con los pies, y caminaban con toda prisa olfateando la cena. Y Gervasia dejaba pasar la muchedumbre, indiferente a los empujones, recibiendo codazos a derecha y a izquierda, rodando en medio de la ola; pues los hombres no tenían tiempo de mostrarse galantes cuando estaban rotos de fatiga y azuzados por el hambre.

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