La taberna (55 page)

Read La taberna Online

Authors: Émile Zola

Tags: #Clásico

Había tenido en varias ocasiones noticias de la pequeña. Siempre hay almas caritativas que se apresuran a comunicar las malas noticias. Le habían dicho que la pequeña acababa de plantar a su viejo, gesto de muchacha sin experiencia. Ella estaba muy bien en casa del vejestorio, mimada, adorada, y hasta con libertad si hubiera sabido aprovecharla. Pero la juventud es inexperta; seguramente se habría ido con alguno de poco más o menos, no se sabía a ciencia cierta. Lo que parecía seguro era que una tarde en la plaza de la Bastilla había pedido a su vejete quince céntimos para una pequeña necesidad y que aún la estaba esperando. Entre la gente de armas tomar eso se llama «mear a la inglesa». Otras personas juraban haberla visto después, bailando un kan-kan en el
Grand Salón de la Folie
, en la calle de la Chapelle. Y entonces se le ocurrió a Gervasia frecuentar los bailuchos del barrio. No volvió a pasar ya ante la puerta de un baile sin entrar. Coupeau la acompañaba. En un principio, se conformaron con dar la vuelta a las salas, mirando a las arrastradas que allí se zarandeaban. Otro día, que tenían dinero, se sentaron a la mesa y bebieron una fuente de vino a la francesa, para refrescarse y esperar a ver si Nana llegaba. Al cabo de un mes habían olvidado a Nana, pagaban los bailes por su propio placer, gustándoles contemplar a las danzantes. Permanecían las horas muertas, con los codos en las mesas, embrutecidos en medio del temblor del suelo, divirtiéndose, sin duda, siguiendo con sus ojos pálidos las contorsiones de aquellas golfillas, en la sofocación y la claridad rojiza de la sala.

Una noche de noviembre, entraron al
Grand Salón de la Folie
para calentarse. Fuera hacía un vientecillo que cortaba la cara de los transeúntes. La sala estaba repleta; había una agitación de mil demonios, gente en todas las mesas, en medio, en el aire, un verdadero montón de carne; en verdad que a los que les gustasen los callos al estilo de Caín, allí podían satisfacerse. Cuando hubieron dado dos vueltas sin encontrar una mesa, tomaron el partido de quedarse de pie, esperando que algún grupo se levantara. Coupeau se balanceaba con su blusa sucia y una vieja gorrilla de paño sin visera, aplastada en la coronilla. Como obstruía el paso, vio que un jovencito delgado se limpiaba la manga de su abrigo a continuación de haberle rozado con el codo.

—¡Oiga usted! —gritó furioso, retirando la pipa de su negra boca—. ¿No podría pedir perdón?… ¡Y todavía parece que le disgusta que lleve blusa!

El joven se volvió, mirando de arriba abajo al plomero, que continuaba:

—Has de saber, cerdo, que la blusa es el más bonita de los trajes, sí, porque es el traje del trabajo… Voy a limpiarte con un par de bofetadas… ¡Se habrá visto maricas semejantes insultando a los obreros!

En vano trató Gervasia de calmarle. Erguíase en sus harapos, golpeando sobre la blusa y gritando:

—¡Aquí dentro hay un pecho de hombre!

Entonces el joven se perdió entre la muchedumbre murmurando:

—¡Pedazo de bruto!

Coupeau quiso alcanzarlo. ¡Estaría bueno que se dejase atropellar por un gabán!… ¡Quién sabe si lo habría pagado!… Valiente mequetrefe para llevarse una mujer sin soltar un céntimo. Si lo volviera a encontrar le haría ponerse de rodillas para hacerle saludar a la blusa. Pero la sofocación era enorme; apenas si se podía andar. Gervasia y él daban vueltas con lentitud entre los que bailaban; una triple fila de curiosos se aplastaba con las caras encendidas cuando un hombre se exhibía o una mujer lo enseñaba todo, levantando la pierna; y como los dos eran bajos, se empinaban sobre la punta de los pies para ver algo, los moños y los sombreros que saltaban. La orquesta, con sus instrumentos, de metal cascado, tocaba furiosamente un rigodón, una tempestad con la que temblaba la sala; mientras que los bailarines, golpeando con pies, levantaban un polvo que ensombrecía la luz del gas. El calor era asfixiante.

—¡Mira! —dijo de repente Gervasia.

—¿Quién?

—Aquel sombrerito de terciopelo, allá abajo.

Se estiraron cuanto pudieron, era a la izquierda; veíase un viejo sombrero de terciopelo negro con dos plumas estropeadas que se balanceaban; verdadero plumero de coche fúnebre. Pero no alcanzaban a ver más que aquel sombrero, bailando un kan-kan de todos los diablos, haciendo cabriolas, arremolinándose, hundiéndose y resurgiendo. Lo perdían entre la confusión de las cabezas y lo volvían a encontrar balanceándose por encima de otras, con tan gracioso descaro, que las personas que estaban alrededor se morían de risa sólo con ver bailar aquel sombrero, sin saber lo que había debajo.

—¿Y qué? —preguntó Coupeau.

—¿No reconoces aquel moño? —murmuró Gervasia sin respirar—. Apuesto la cabeza que es ella.

El plomero de un empujón apartó a la multitud. ¡Demonio!, ¡sí! ¡Era Nana!, ¡y en tan lindo traje! No tenía para taparse el trasero más que un vestido viejo de seda, todo lleno de mugre de haber ido limpiando las mesas de los cafetines, y cuyos volantes, desprendidos del gabán por todas partes. Además, iba a cuerpo, sin ninguna toquilla, enseñando su corpiño con los ojales rotos. ¡Y pensar que aquella rapaza había tenido un viejo lleno de atenciones y que había llegado a ese extremo seguramente por seguir a cualquier mamarracho que incluso le pegaría! ¡Así y todo se mantenía tan fresca y apetitosa, desmelenada como un perrillo, con sus labios de rosa y su porquería de sombrero!

—Espera que te la voy a hacer bailar —contestó Coupeau.

Nana no desconfiaba de nada. ¡Había que ver cómo se movía! Y vengan contoneos de las nalgas hacia la izquierda y contoneos del trasero a la derecha, genuflexiones que la dividían en dos, puntapiés lanzados a la cara de su pareja como si fuera a partirse. Formaban círculo y la aplaudían, y ya lanzada, recogía sus faldas, subiéndolas hasta la rodilla, en movimiento continuo por el kan-kan, azotada y dando vueltas como una peonza, inclinándose hacia el suelo a impulso de los traspiés que daba, después hacía la danza más suave, con un contoneo de caderas y de garganta de una elegancia despampanante. Había para llevársela a un rincón y comérsela a caricias.

Entretanto, Coupeau, cayendo en plena danza, hacía gestos y recibía empujones.

—Les digo a ustedes que es mi hija —gritaba—. ¡Déjenme pasar!

Nana, en aquel momento, andaba hacia atrás de espaldas, barriendo el suelo con sus plumas, redondeando su trasero y sacudiéndolo ligeramente, para que resultase más llamativo. Recibió una patada maestra, justamente en el buen sitio, se enderezó rápidamente y palideció al reconocer a sus padres. ¡Qué mala suerte!

—¡A la calle! —chillaban los bailarines.

Pero a Coupeau, que acababa de reconocer en la pareja de su hija al joven delgadito del abrigo, le importaba muy poco.

—Sí, somos nosotros. ¡No te lo esperabas!, ¿eh?… En buen sitio te cogemos ¡y vaya con qué mequetrefe, que me ha faltado al respeto hace un momento!

Gervasia, con los dientes apretados, le empujó diciendo:

—¡Cállate!… No hay por qué dar tantas explicaciones.

Y avanzando, largó dos soberanas bofetadas a Nana. La primera le torció el sombrero de plumas, y la segunda se quedó marcada en rojo en su blanca mejilla. Nana, estupefacta, las recibió sin llorar, sin rebelarse. La orquesta continuaba, y la concurrencia se enfadaba y repetía violentamente:

—¡A la calle! ¡A la calle!

—¡Vamos, camina! —repuso Gervasia—. Anda delante y no trates de escaparte, porque te meteré en la cárcel.

El jovencito desapareció prudentemente. Nana echó a andar delante, muy rígida, y aún bajo la impresión de su mala suerte. Cuando hacía ademán de encontrarse molesta, un pescozón por detrás volvíala a poner en el camino de la puerta. Así salieron los tres, en medio de las rechiflas y de los abucheos de la gente, mientras que la orquesta terminaba la pastorela, con tal estrépito que los trombones parecían vomitar metralla.

Reanudóse la antigua vida. Después de haber dormido doce horas en su antigua habitación, Nana mostróse amabilísima durante una semana. Se había arreglado un vestidito modesto y llevaba una cofia cuyas cintas se ataban bajo el moño. Poseída de un loable celo, hasta dijo que quería trabajar en su casa. Se ganaba lo que se quería en casa de uno, y, además, no se oían las suciedades del taller. Buscó trabajo y se instaló en una mesa con sus útiles, levantándose a las cinco de la mañana los primeros días, para enrollar sus ramitos de violetas. Pero en cuanto hubo entregado algunas gruesas empezó a cruzarse de brazos ante la labor, con las manos llenas de arañazos por la pérdida de costumbre de hacer tallos y ahogándose por estar encerrada, ella que se había aficionado al aire libre después de una correría de seis meses. El tarro de cola se secó, los pétalos y el papel verde se llenaron de manchas de grasa; el patrón vino en persona a promover escándalos por tres veces; reclamando sus materiales echados a perder. Nana volvía a arrastrar aquella vida, recibiendo trastazos de su padre continuamente, enzarzándose con su madre mañana y noche en disputas en las que las dos mujeres se lanzaban los más groseros insultos. Aquello no podía durar; a los doce días la golfilla se marchó, llevando por todo equipaje su modesto vestidito a la espalda y su cofia sobre las orejas. Los Lorilleux, a los que la vuelta y el arrepentimiento de la pequeña habían sorprendido, estuvieron a punto de caerse patas arriba de tanta risa que les entró. Segunda representación: ¡Eclipse número dos! ¡Señoritas para Saint-Lazare, al coche! ¡Aquello era muy cómico! ¡Tenía tal gracia Nana para estirar las piernas! ¡Si los Coupeau querían guardarla ahora, no tenían más que coserla o meterla en la cárcel!

Los Coupeau, ante todo el mundo, afectaron haberse quedado muy tranquilos. En el fondo estaban rabiando; pero la rabia no es eterna. Bien pronto supieron, sin pestañear, que Nana rodaba por el barrio. Gervasia, que la acusaba de hacer eso para deshonrarles, se sobreponía a los chismes; ya podía encontrar a su doncella en mitad de la calle, que no se ensuciaría la mano dándole una bofetada; sí, bien terminado estaba, aunque la hubiera encontrado muriéndose en el suelo, desnuda por la calle, pasaría sin decir que aquella zorra había salido de sus entrañas. Nana animaba todos los bailes de los alrededores; la conocían desde
La Reine Blanche
al
Grand Salón de la Folie
. Cuando entraba en
L'Elysée Montmartre
, se subían a las mesas para verla ejecutar en la pastorela el cangrejo que gruñe. Como quiera que en el
Château-Rouge
la habían echado dos veces, no pasaba de la puerta, esperando a sus conocidos.
La Boule-Noire
, en el bulevar, y el
Grand-Turc
, calle de Poissonniers, eran cómodas y distinguidas salas, donde iba cuando tenía ropa limpia. Pero de todos los tugurios del barrio, ella prefería el
Bal de l'Ermitage
, en un patio húmedo, el
Bal Robert
, pasadizo de Cadran, dos infectos saloncillos alumbrados con media docena de quinqués colocados estratégicamente, de manera que, todos contentos y libres, señoras y caballeros, pudieran besarse por los rincones sin ser molestados. Nana tenía altos y bajos, verdaderos cambios de varita mágica, tan pronto equipada a la moda, como barriendo el lodo cual un pingajo. ¡Buena vida llevaba!

Varias veces los Coupeau creyeron distinguir a su hija en sitios nada limpios. Volvían la espalda y marchaban por otro lado para no verse obligados a reconocerla. Ya no estaban de humor para que una sala entera se riese de ellos por llevarse a su casa una viborilla semejante. Pero una noche, hacia las diez, cuando se acostaban, sintieron golpes en la puerta. Era Nana, quien tranquilamente venía a pedir que la dejaran acostarse. ¡Y en qué estado, santo cielo! Con la cabeza al aire, el traje hecho jirones, las botinas en chancletas, vestimenta a propósito para que la recogieran y la llevaran a la Comisaría. Recibió una rociada, pero en seguida se lanzó hambrienta a un pedazo de pan duro y se durmió, deshecha, con el último bocado en los dientes. Desde entonces continuó con aquel género de vida. En cuanto se sentía un poco repuesta, se evaporaba. Ni vista ni oída, el pájaro había volado. Y transcurrían semanas y meses, la daban por perdida, cuando reaparecía un buen día sin decir nunca de donde venía, tan sucia a veces, que ni con pinzas se la podía agarrar, y arañada desde la cabeza a los pies; otras veces, bien vestida, pero tan estropeada y tan lánguida por la vida que llevaba, que no se tenía de pie. Los padres tuvieron que acostumbrarse. Las palizas no le hacían mella. Hasta la pateaban, lo que no impedía que siguiera tomando su casa como una posada donde se dormía por semanas. Ya sabía que pagaba su cama con una tunda, lo reflexionaba y se presentaba a recibirla si con ello salía ganando. Por otra parte, también se cansa uno de tanto pegar. Los Coupeau acabaron por transigir con las escapatorias de Nana. Que volviera, que no volviera, con tal de que no dejase la puerta abierta, bastaba. ¡Dios mío, de qué manera el hábito desgasta la honradez como cualquiera otra cosa!

Una cosa sola ponía a Gervasia fuera de sí. Era cuando su hija se presentaba con vestidos de cola y sombreros llenos de plumas. Aquel lujo no podía tragarlo. Que Nana la corriese si quería, pero que, cuando viniera a casa de su madre, al menos se vistiese como una obrera debe hacerlo. Los vestidos de cola revolucionaban la casa: los Lorilleux se reían de lo lindo; Lantier, encalabrinado, daba vueltas alrededor de la pequeña, para aspirar su buen olor; los Boche habían prohibido a Paulina que se tratase con ella, con sus oropeles. Y Gervasia se enfadaba igualmente de los sueños de Nana cuando después de una de sus fugas dormía hasta mediodía, con su blanco pecho al aire, el moño deshecho y lleno de horquillas, y con respiración tan fatigosa que parecía una difunta. La sacudía cinco o seis veces durante la mañana, amenazándola con echarle sobre el vientre un puchero de agua. Aquella hermosa y holgazana muchacha, semidesnuda, llena de vicio, la exasperaba durmiendo así el amor del que su carne parecía henchida, sin poder ni siquiera despertarse. Nana abría un ojo, volvíalo a cerrar y seguía durmiendo.

Un día en que Gervasia, con toda crudeza, le reprochaba su vida y le preguntaba si andaba también con los pantalones colorados, ya que venía estropeada hasta ese punto, ejecutó por fin su amenaza, sacudiéndole la mano mojada sobre el cuerpo. La muchacha, furiosa, se envolvió en la sábana gritando:

—¡Basta ya, mamá! No hablemos de los hombres, valdrá más. Tú has hecho lo que has querido y yo hago lo que quiero.

Other books

El legado del valle by Jordi Badia & Luisjo Gómez
Cat in the Dark by Shirley Rousseau Murphy
Once Upon a Dream by Kate Perry
The Scarlet Letters by Ellery Queen
Crawlspace by Lieberman, Herbert
Muerte en las nubes by Agatha Christie
The Color of Vengeance by Kim Headlee, Kim Iverson Headlee
A Sunless Sea by Perry, Anne