La taberna (40 page)

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Authors: Émile Zola

Tags: #Clásico

Capítulo IX

En aquel invierno estuvo en un tris que mamá Coupeau no se muriera por un ataque de sofocación. Todos los años, allá por diciembre, estaba segura de que el asma la tendría en cama durante dos o tres semanas. No tenía ya quince años; iba a cumplir setenta y tres para San Antonio. Aparte de esto, andaba hecha una carraca, con arrechuchos a cada momento, a pesar de estar bien gruesa. Él médico decía que se iría cualquier día al toser, en menos tiempo del que se emplea para decir: «¡Buenas noches, Juanita, se apagó la vela!».

En cuanto caía en la cama, mamá Coupeau se volvía más mala que la sarna. Hay que decir que el cuarto donde dormía con Nana no tenía nada de alegre. Entre su cama y la de la niña había el hueco justo para poner dos sillas. El papel de las paredes, un viejo papel descolorido, caía a jirones. El redondo tragaluz, cerca del techo, dejaba pasar una claridad opaca y pálida de sótano. Forzosamente había que envejecer allí en aquel antro, y más aún una persona que no podía respirar. Todavía por la noche, cuando el insomnio se apoderaba de ella, se entretenía oyendo dormir a la pequeña, y era una distracción. Pero durante el día, como no se le hacía compañía desde por la mañana hasta la noche, refunfuñaba, lloraba y repetía, para ella sola, durante horas enteras dando vueltas con la cabeza sobre la almohada:

—¡Dios mió, qué desgraciada soy!… ¡Dios mío, qué desgraciada soy!… ¡Sí, me dejarán morir en una cárcel, sí, sí, en una cárcel!

Y cuando llegaba alguna visita, Virginia o la señora Boche, para preguntarle cómo seguía su salud, no contestaba, y comenzaba a contar sus innumerables quejas:

—¡Ay, qué caro es el pan que aquí me como! ¡No padecería tanto en casa de un extraño!… Miren; pedí una taza de tisana; pues bien, me han traído un puchero lleno, que es una manera de reprocharme que bebo demasiado… Es como Nana, esta niña que yo he criado; por las mañanas se levanta descalza y ya no la veo más. Cualquiera diría que huelo mal… Por la noche, sin embargo, duerme como un lirón, no se despierta ni una sola vez para preguntarme cómo me encuentro. En fin, les molesto, esperan que me muera… ¡No tardaré mucho! Ya no tengo hijo, esa sinvergüenza de planchadora me lo ha quitado. Me pegaría, acabaría conmigo, si no fuera por el temor a la justicia.

Gervasia, en efecto, se mostraba un tanto malhumorada en algunas ocasiones. La tienda iba mal; el carácter de todos se agriaba y se enviaban enhoramala por cualquier nadería. Una mañana, Coupeau, a quien no se le había pasado la borrachera de la víspera, exclamó: «La vieja dice a cada momento que se va a morir, pero no se muere nunca», palabras que habían herido a mamá Coupeau en el corazón. Se le reprochaba lo que venía a costarles, y decían tranquilamente que si ella no estuviera allí podrían hacer buenas economías. En realidad, tampoco ella se portaba como era debido. Así es que cuando veía a la hija mayor, la señora Lerat, lloraba sus lástimas y acusaba a su hijo y a su nuera de dejarla morir de hambre, todo por sacarle una moneda de a cinco sueldos, que gastaba en chocherías. También formaba grandes líos con los Lorilleux, refiriéndoles cómo se gastaban sus diez francos en caprichos de la planchadora, en gorritos nuevos, pasteles que se comían en los rincones, y aun en cosas más sucias que no se atrevía a decir. En dos o tres ocasiones estuvo a punto de enzarzar a toda la familia. Tan pronto estaba con los unos como con los otros: en fin, aquello se convertía en un verdadero infierno.

Aquel invierno, en lo más fuerte de su ataque, una tarde en que las señoras Lorilleux y Lerat coincidieron ante su lecho, mamá Coupeau guiñó los ojos para indicarles que se inclinaran. Apenas podía hablar, y murmuró en voz muy queda:

—¡Qué porquería!… Esta noche los he oído. Sí, sí, a la Banban y al sombrerero… ¡Llevaban un tren! Y Coupeau tan tranquilo; ¡qué porquería!

Y refirió con entrecortadas frases, tosiendo y ahogándose, que su hijo debía haber vuelto borracho como una cuba el día anterior. Como no dormía, habíase dado perfecta cuenta de todos los ruidos, de los pies descalzos de la Banban andando por el pavimento, de la voz silbante del sombrerero que la llamaba desde la puerta de comunicación cerrada suavemente, y de los demás.

—Lo peor de todo es que Nana ha debido oír —continuó—, porque ella, que de ordinario duerme como un tronco, ha estado dando vueltas toda la noche; saltaba, se volvía, como si hubiera habido brasas en su cama.

A las dos mujeres no pareció sorprenderles la noticia.

—¡Cáspita! —dijo la señora Lorilleux—, muy bien puede haber empezado desde el primer día… Desde el momento en que a Coupeau le gusta, nosotras no tenemos por qué mezclarnos. De todos modos, no resulta muy honroso para la familia.

—Si yo estuviera aquí —explicó la Lerat, retorciendo el hocico— le daría un buen susto, le gritaría algo así como: ¡Que te veo! o ¡que vienen los gendarmes!… La criada de un médico me contó que su amo había dicho que esto podía dejar seca a una mujer, en cierto momento. Y si se quedaba en el sitio, sería una buena cosa y se encontraría castigada por donde había pecado.

Bien pronto supo todo el barrio que Gervasia iba todas las noches a solazarse con Lantier. La señora Lorilleux mostraba ante los vecinos una indignación ruidosa; compadecía a su hermano, ese Juan Lanas a quien su mujer ponía amarillo de la cabeza a los pies; y si ella entraba en semejante lupanar, era por su pobre madre, que se veía forzada a vivir en medio de todas aquellas abominaciones. Todo el barrio cayó sobre Gervasia. Ha tenido que ser ella la que corrompió al sombrerero. Se le veía en los ojos. A pesar de todos los rumores, aquel solapado de Lantier continuaba siendo considerado, porque ante todo el mundo se presentaba como hombre correcto; iba por las aceras leyendo el periódico, era comedido y galante con las mujeres, repartiendo siempre caramelos y flores. ¡Válgame Dios, y qué bien, representaba su papel de gallito! Un hombre es un hombre y no se le puede pedir que se resista si las mujeres se le echan en los brazos. Ella no tenía disculpa, deshonraba a la calle de la Goutte-d'Or. Y los Lorilleux, como padrinos, atraían a Nana a su casa para saber detalles. Cuando la interrogaban con rodeos y disimulos, la chiquilla se hacía la tonta y contestaba ocultando la luz de sus ojos, bajo sus párpados. En medio de aquella pública indignación, Gervasia vivía tranquila, cansada y un tanto adormecida. En principio se había encontrado muy culpable, muy sucia, y sentía asco de sí misma. Siempre que salía del cuarto de Lantier, se lavaba las manos, humedecía un trapo y se frotaba los hombros hasta despellejarlos como para quitarse tanta suciedad. Si a Coupeau le daba por bromear, se enfadaba, echaba a correr, tiritando, a vestirse al fondo de la tienda, y no toleraba mucho más que el sombrerero la tocase cuando su marido acababa de besarla. Habría querido cambiar de piel cuando cambiaba de hombre. Lentamente se fue acostumbrando. Resultada muy molesto refregarse cada vez. Sus perezas la enervaban, su necesidad de ser feliz la llevaba a extraer toda la dicha posible de sus embrutecimientos. Mostrábase complaciente consiga misma y con los demás, trataba únicamente de arreglar las cosas de manera que nadie se encontrase molesto. ¿No es cierto? Con tal de que su marido y su amante estuvieran contentos, que la casa marchara con su pequeño ritmo, que se divirtiesen desde por la mañana hasta por la noche, orondos y satisfechos de la vida, viéndola transcurrir apaciblemente. En realidad, no había por qué quejarse. Después de todo no debía de ser tan grande el daño, ya que todo se arreglaba divinamente y a plena satisfacción de todos y cada uno. Generalmente, cuando se hace mal, surge el castigo. Su desvergüenza se había convertido en costumbre. Todo se había arreglado como el comer y el beber; cada vez que Coupeau volvía con su melopea, ella entraba al cuarto de Lantier, lo que sucedía por lo menos el lunes, martes y miércoles de cada semana. Compartía sus noches y hasta había concluido, cuando el plomero roncaba demasiado fuerte, por dejarle en la mitad de su sueño para marchar a continuarlo tranquila sobre la almohada del vecino. No era porque experimentase más cariño por el sombrerero, sino simplemente, porque lo encontraba más limpio y descansaba mejor en su cuarto, donde se le figuraba tomar un baño. En resumen, parecíase a las gatas que les gusta acurrucarse en la ropa blanca.

Mamá Coupeau no se atrevió a hablar de aquello claramente; pero tras de las disputas, cuando la planchadora la había insultado, la vieja no regateaba las alusiones. Decía que sabía de hombres bien tontos y de mujeres sinvergüenzas; y mascullaba otras expresiones más vivas, con la libertad de palabra de una antigua chalequera. Las primeras veces Gervasia la miró fijamente, sin contestar, después, evitando también precisar, se defendía en términos generales. Cuando una mujer tenía por marido a un borracho, un cerdo que se revuelca en la podredumbre; aquella mujer está excusada buscando la limpieza en otro sitio; iba aun más lejos; daba a entender que Lantier era su marido tanto como Coupeau, y tal vez más. ¿No le había conocido a los catorce años? ¿Es que no tenía dos hijos de él? Pues bien, en estas condiciones, todo se perdonaba, nadie podía lanzarle la primera piedra. Decía que obraba con arreglo a la ley de la naturaleza y terminaba afirmando que no se la aburriese más porque acabaría mandando a todos a paseo. ¡La calle de la Goutte-d'Or no relumbraba por lo limpia! La pequeña señora Vigouroux hacía equilibrios sobre el carbón desde por la mañana hasta la noche. La señora Lehongre, mujer del almacenero, dormía con su cuñado, gran baboso al que no se le podía recoger ni con pala. El relojero de enfrente, aquel señor tan estirado, por poco no va a los tribunales por una aberración; se entendía con su propia hija, una cualquiera que rodaba por los bulevares. Y con el gesto airado indicaba al barrio entero, y tenía para una hora solamente con sacar a relucir la ropa sucia de todos ellos, las gentes revueltas como animales, en montón, padres, madres, hijos, revolcándose en su suciedad. ¡Ella sabía demasiado; la porquería rezumaba por todos los sitios emponzoñando todos los hogares! ¡Sí, sí!, ¡cuánta limpieza entre hombres y mujeres de aquel rincón de París donde están hacinados los unos sobre los otros, a causa de la miseria! Machacados los dos sexos en un mortero se habría obtenido como resultado la cantidad de porquería suficiente para abonar todos los cerezos de la llanura de Saint-Denis.

—Mejor harían en no escupir al cielo, porque les iba a caer en la nariz —gritaba cuando le apuraban la paciencia—. Cada cual en su casa. Que dejen vivir a la gente de bien a su manera, si ellos quieren vivir a la suya… Yo lo encuentro todo a las mil maravillas, con la condición de no ser arrastrada al arroyo por gente que se pasea en él, a la cabeza.

A mamá Coupeau, hablando más claro un día, llegó a decirle, con los dientes, apretados:

—Está en la cama y por eso se aprovecha… Escuche; se equivoca, ya ve que soy amable, pues nunca le he echado en cara su vida. La conozco, linda historia, con dos o tres hombres a un tiempo, en vida de papá Coupeau… No, no tosa usted, que ya termino. Sólo he hablado para que me deje en paz, y se acabó.

La anciana por poco se ahoga. Al día siguiente, habiendo venido Goujet a recoger la ropa de su madre, durante una ausencia de Gervasia, mamá Coupeau lo llamó y lo tuvo largo rato sentado ante su cama. Bien sabía ella el cariño del herrero, le veía sombrío y taciturno desde hacía algún tiempo, por la sospecha de las feas cosas que pasaban. Y, por charlar, por vengarse de la disputa del día anterior, le dijo la verdad crudamente, llorando, quejándose como si la mala conducta de Gervasia la llevase a mal traer. Cuando Goujet salió de la habitación, tuvo que apoyarse en las paredes, ahogándose de pena. Más tarde, cuando volvió la planchadora, mamá Coupeau le gritó que la llamaban con urgencia de casa de la señora Goujet para que llevase la ropa planchada o no. Estaba tan animada, que Gervasia se figuró lo ocurrido, adivinó la triste escena y el triste dolor con que se encontraba amenazada.

Muy pálida, con los miembros destrozados de antemano, puso la ropa en un cesto y salió. Hacía años que no devolvía ni un céntimo a los Goujet. La deuda continuaba siendo de cuatrocientos veinticinco francos. Reclamaba siempre el dinero del planchado hablando de sus apuros. Gran vergüenza era para ella, porque parecía que se aprovechaba de la amistad del herrero para engañarle. Coupeau, menos escrupuloso ahora, bromeaba, diciendo que con seguridad la habría abrazado por los rincones y que por lo tanto ya estaba pagado. Pero ella, a pesar de las pecaminosas relaciones en que había caído con Lantier, se sublevaba y preguntaba a su marido si estaba dispuesto a comer de aquel pan. No se podía hablar mal de Goujet delante de ella; su ternura por el herrero constituía un resto de su amor. Así es que cada vez que llevaba la ropa a casa de estas buenas gentes se encontraba con el corazón oprimido en cuanto pisaba el primer peldaño.

—¡Por fin ha venido usted! —le dijo secamente la señora Goujet al abrirle la puerta—. Cuando tenga necesidad de la muerte la enviaré a usted a buscarla.

Gervasia entró, turbada, sin atreverse a balbucear una excusa. Ya no era exacta, jamás venía a su hora y se hacía esperar durante días. Poco a poco se abandonaba a un gran desorden.

—Hace una semana que la espero —continuó la encajera—. Usted miente y me envía su aprendiza a contarme historias: que está usted tras de mi ropa, que me la va a entregar la misma noche, o bien que ha sucedido un accidente, como el de que el lío de ropa se ha caído en un cubo… Yo, durante todo ese tiempo, pierdo el día sin verla llegar y atormentándome el espíritu. No es usted como debe… Vamos a ver, ¿qué le trae usted en la cesta? ¿Me trae el par de sábanas que tiene hace un mes y la camisa que se quedó retraída en la última colada?

—Sí, sí —murmuró Gervasia—. Aquí está la camisa.

Pero la señora Goujet dijo que esa camisa no era suya y que no la quería. ¡Ya era el colmo, cambiarle su ropa! La semana pasada le había entregado dos pañuelos que no llevaban su señal. No le hacía ninguna gracia que le llevara ropa que no sabía de dónde venía, y, en resumidas cuentas, ella tenía apego a sus cosas.

—¿Y las sábanas? —repuso—. Se han perdido, ¿no es cierto?… Pues bien, hija mía, se las compondrá como pueda, porque yo las quiero mañana mismo por la mañana, ¿lo oye usted?

Se hizo silencio. Lo que acababa de turbar a Gervasia era sentir, tras de ella, la puerta del cuarto de Goujet entreabierta. Allí debía estar el herrero, lo adivinaba; y qué pena si escuchaba todos aquellos merecidos reproches, a los cuales no podía responder. Se hacía la humilde, muy dulce, bajando la cabeza, colocando la ropa sobre la cama lo más de prisa posible. Pero la cosa se empeoró cuando la señora Goujet se puso a examinar una a una las piezas. Las iba tomando y las rechazaba diciendo:

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