—¿Y qué? —dijo la planchadora, con la voz un tanto temblorosa—. ¿Qué puede importarme a mí eso?
Y miraba los amarillos ojos de Virginia, donde relucían chispitas doradas, como en los de los gatos. ¿Se proponía esta mujer que ella se pusiera celosa? Pero la costurera recuperó su aspecto de tonta y respondió:
—Desde luego, no debe importarte mucho… Pero debías aconsejarle que dejara a esa chica, que no puede proporcionarle más que disgustos.
Lo peor era que Lantier conocía que se le apoyaba, y cambiaba de maneras respecto a Gervasia. Ahora, cuando le daba la mano, le retenía un instante los dedos entre los suyos. La perseguía con la mirada, fijando en ella ojos atrevidos, donde leía claramente lo que le pedía. Si pasaba detrás de ella le hundía las rodillas en las faldas, la soplaba en el cuello como para adormecerla. No obstante, esperaba aún para declararse y no parecer brutal. Hasta que una tarde, encontrándose solo con ella, la empujó, sin decir una palabra, arrinconándola contra la pared en el fondo de la tienda e intentó besarla. La casualidad hizo que Goujet entrara en aquel momento; entonces ella pudo escaparse. Los tres cambiaron algunas palabras, como si no hubiera pasado nada. Goujet, completamente pálido, había bajado la cabeza imaginándose que les molestaba, y que ella acababa de revolverse para no ser besada delante de la gente.
Al día siguiente Gervasia trajinó por la tienda muy triste, incapaz de planchar un pañuelo; sentía necesidad de ver a Goujet y explicarle cómo Lantier la empujó contra la pared. Pero desde que Esteban estaba en Lille no se atrevía a entrar en la fragua, donde Bec-Salé, o Boit-sans-Soif, la acogían con sonrisas guasonas. Sin embargo, a mediodía, cediendo a su impulso, marchó con el pretexto de recoger unas enaguas en casa de una parroquiana de la calle Portes-Blanches. Cuando estuvo en la calle Marcadet, ante la fábrica de clavos, acortó el paso, esperando un encuentro providencial. Sin duda, por su parte, también Goujet la esperaba, pues no hacía ni cinco minutos que estaba allí cuando salió como por casualidad.
—¿Está usted de paseo? —dijo él, sonriendo débilmente—. ¿Va usted para casa?
Decía esto por hablar. Gervasia daba la espalda a la calle de Poissonniers. Subieron hacia Montmartre, el uno al lado del otro, sin darse el brazo. Lo hacían por alejarse de la fábrica, para que no pareciera que se habían citado en la misma puerta. Con la cabeza baja, seguían por la desempedrada calzada, en medio del ruido de las fábricas. A doscientos pasos, con toda naturalidad, como si ellos hubieran estado de acuerdo, tiraron hacia la izquierda, siempre silenciosos y se metieron por un terreno sin edificar, entre un aserradero mecánico y una fábrica de botones, un pedazo de verde pradera, con manchas amarillas de hierba agostada; una cabra, atada a un poste, daba vueltas balando; al fondo, un árbol muerto se desgajaba a pleno sol.
—Verdaderamente, creería una encontrarse en el campo —murmuró Gervasia.
Fueron a sentarse bajo el árbol seco. La planchadora puso su cesta a sus pies. Enfrente de ellos el cerro de Montmartre destacaba sus altas casas amarillas y grises entre macizos de verdor, y volviendo más la cabeza podían ver el cielo de una pureza ardiente, manchado por un grupo de nubéculas blancas. La luz tan viva los cegaba y tuvieron que mirar, a ras del horizonte, las lejanas líneas del arrabal y seguían, sobre todo, la respiración del pequeño tubo del aserradero mecánico, que despedía bocanadas de humo. Los hondos suspiros que lanzaban parecía que les aliviaban sus pechos oprimidos. .
—Sí —repuso Gervasia; embarazada por su silencio—, iba de paseo, había salido.
Después de haber deseado tanto una explicación, se encontraba sin saber qué decir. Estaba avergonzada. Y se daba cuenta de que habían ido allí los dos para hablar de eso, incluso hablaban y se entendían sin decir una palabra. El hecho de la víspera quedaba en ellos como un peso enorme.
Entonces, con lágrimas en los ojos, llena de tristeza, contó la agonía de la señora Bijard, su lavandera, muerta por la mañana, después de espantosos dolores.
—Fue de una patada que le dio Bijard —contaba con una voz dulce y monótona—. Se le ha hinchado el vientre. Sin duda le habrá roto algo en el interior. ¡Dios mío! Durante tres días se ha estado retorciendo. ¡Con menos motivo van otros a galeras! Pero buen trabajo tendría la justicia si se ocupara de las mujeres molidas por sus maridos. Golpe más, golpe menos, poca importancia tiene cuando se reciben todos los días; tanto más cuanto que la pobre mujer quería salvar a su hombre del cadalso, por lo que decía que se había aplastado el vientre al caer sobre un cubo… Ha pasado en un grito la noche antes de morir.
El herrero se callaba y arrancaba hierbas con sus dedos crispados.
—No hace ni quince días que había destetado a su hijo pequeño, a Julito; y hasta es una suerte, así el niño no padecerá… Hay que ver a la pobrecita de Lalie cargada con dos críos. No tiene ocho años y ya es seria y razonable como una verdadera madre. Pues con todo eso, su padre la muele a golpes… ¡Oh! ¡Hay seres que no han nacido más que para sufrir!
Goujet la miró y le dijo bruscamente, con los labios temblorosos:
—¡Qué daño me hizo usted ayer! ¡Oh, sí, mucho daño!
Gervasia, palideciendo, había juntado sus manos. Pero él continuaba:
—Ya sé, esto tenía que suceder… Pero usted debió tener confianza en mí, confesarme lo que pasaba para evitarme forjar ilusiones…
No pudo acabar. Ella se levantó, comprendiendo que Goujet la creía en relaciones con Lantier, como afirmaba el barrio; y con los brazos extendidos gritó:
—No, no, se lo juro… Me empujaba, quería besarme, es cierto; pero su cara no rozó la mía, y era la primera vez que trataba de hacerlo… ¡Oh, se lo juro por mi vida, por la de mis hijos, por todo lo que haya de más sagrado!…
Entretanto el herrero movía la cabeza. Desconfiaba, porque las mujeres acostumbran a negarlo todo. Entonces Gervasia, poniéndose muy seria, repasó lentamente:
—Ya me conoce usted, señor Goujet, no soy una embustera… Pues bien, ¡no! ¡No hay nada de eso, palabra de honor!… Y no será nunca, ¿oye usted? ¡Nunca! El día en que eso sucediera, yo sería la última de las últimas, y no merecería la amistad de un hombre honrado como usted.
Y según hablaba, tenía un rostro tan bello y tan lleno de franqueza, que él le tomó la mano y la hizo sentarse. Ahora respiraba a gusto, se reía en su interior. Era la primera vez que le tenía una mano entre las suyas. Quedáronse mudos los dos. En el cielo las nubéculas blancas se movían con lentitud de cisne. A un lado la cabra, vuelta hacia ellos, los miraba, lanzando de cuando, un balido muy dulce. Y sin soltarse los dedos y con los ojos anegados de ternura, se perdían a lo lejos, por la pendiente de Montmartre nebuloso, entre la alta enramada de chimeneas de fábricas rayando el horizonte, en aquellos aledaños gredosos y desolados, donde las manchas de los tabernuchos les conmovían hasta derramar lágrimas.
—Su madre no me quiere —dijo Gervasia en voz baja—, yo lo sé. No diga que no… Le debemos tanto dinero.
Pero él mostróse hasta brutal para hacerla callar. Le sacudió la mano como si fuera a rompérsela No quería que hablase del dinero. Estuvo dudando un momento y por fin dijo:
—Escuche; hace mucho tiempo que pienso proponerle una cosa… Usted no es feliz. Mi madre asegura, que la vida cambia para ustedes…
Se detuvo un poco sofocado.
—Pues bien, vámonos juntos…
Ella le miró, sin comprender claramente, sorprendida por esta ruda declaración de un amor del que nunca le había dicho nada.
—¿Qué dice? —preguntó ella.
—Sí —continuó él, con la cabeza baja—. Nos iremos, viviremos en cualquier parte, en Bélgica si quiere… Es casi mi país… Trabajando los dos marcharemos muy bien.
Ella se puso roja. Él la habría besado de buena gana. Tenía gracia proponerle un rapto como sólo pasa en las novelas, y en la alta sociedad. A su alrededor veía constantemente a obreros: que hacían el amor a mujeres casadas y no se las llevaban ni a Saint-Denis, arreglábanse allí, sin tantas ceremonias.
—¡Ah, señor Goujet, señor Goujet!… —murmuró sin saber qué decir.
—Estaríamos los dos solos —repuso él—. Me molestan los demás, ¿comprende usted?… Cuando siento afecto por una persona no la quiero entre otros.
Ella, más calmada, rechazaba ahora y le exponía sus razonamientos.
—No es posible, señor Goujet. Eso estaría muy mal… Estoy casada, tengo hijos… Yo sé bien que usted me quiere y que yo le hago sufrir. Tendríamos remordimientos y no podríamos gozar de nuestra dicha. Yo también le quiero a usted, y le quiero demasiado para consentir que haga tonterías, porque eso sería una tontería… Vale más quedar como hasta ahora. Nos estimamos, estamos de acuerdo en el mismo sentimiento. Ya es bastante, esto me ha sostenido más de una vez. Cuando en nuestra posición se sigue siendo honrado, la recompensa es maravillosa.
Él movía la cabeza al escucharla. Aprobaba, en la imposibilidad de contradecirla. De repente, en pleno día, la tomó en sus brazos y la estrechó hasta estrujarla, la dio un beso, furioso en el cuello, como si hubiera querido comerle la piel. Después la soltó, sin pedir otra cosa, y no volvió a hablar más de sus amores. Ella se desprendía, sin enojarse, comprendiendo que bien ganado tenían los dos aquel pequeño placer.
El herrero, entretanto, sacudido de la cabeza a los pies por un gran estremecimiento, se apartaba de su lado para no ceder al deseo de volver a abrazarla; y se arrastraba de rodillas, no sabiendo en qué ocupar sus manos, cogiendo dientes de león, que desde lejos le echaba en la cesta. En medio de la verde pradera, veíanse unos dientes de león amarillos, soberbios. Poco a poco este juego le calmó, le distrajo; con sus dedos rígidos por el trabajo del martillo, arrancaba delicadamente las flores lanzándolas una a una, y sus ojos bondadosos reían cuando aquéllas caían en la cesta. La planchadora estaba reclinada contra el árbol seco, alegre y reposada, alzando la voz para hacerse oír entre el fuerte ruido del aserradero mecánico. Abandonaron el solar, uno al lado del otro, charlando de Esteban, que se divertía mucho en Lille, y ella se llevó su cesta llena de florecillas.
En el fondo, Gervasia no se sentía ante Lantier tan valerosa como decía. Desde luego, estaba resuelta a no dejarse tocar ni el pelo de la ropa; pero temía, si llegaba a rozarla, su antigua cobardía, aquella blandura y aquella complacencia, a las cuales se entregaba para hacerse agradables todo el mundo. Lantier, por su parte, no volvió a intentar nada. Se encontró varias veces solo con ella y permaneció tranquilo. Parecía ahora ocupado de la tripicallera, una mujer de cuarenta y cinco años, muy conservada. Gervasia, delante de Goujet, hablaba de ella con el fin de tranquilizarle, y contestaba a Virginia y a la señora Lerat, cuando éstas elogiaban al sombrerero, que bien podía pasarse sin su admiración, puesto que todas las vecinas le hacían carantoñas.
Coupeau decía a todo el barrio que Lantier era un verdadero amigo. Ya podían charlar cuanto quisieran, él sabía lo que sabía y se mofaba de las habladurías, desde el momento en que él obraba honradamente. Cuando salían los tres los domingos, obligaba a su mujer y al sombrerero a caminar delante de él, cogidos del brazo, lo que hacía asombrar a cuantos les conocían; y él miraba a las gentes, dispuesto a suministrarles un linternazo si se hubieran permitido la menor broma. Era indudable que encontraba a Lantier un tanto presuntuoso, acusándole de hacer melindres ante el aguardiente, y le tomaba el pelo porque sabía leer y hablaba como un abogado. Pero, aparte de esto, declaraba que no había cosa mejor. No se habrían encontrado dos tan sinceros como él en la Chapelle; en fin, que ellos se comprendían, estaban hechos el uno para el otro. La amistad con un hombre es más sólida que el amor con una mujer.
En honor a la verdad, hay que añadir que se daban los dos juntitos grandes banquetes. Lantier pedía dinero prestado a Gervasia, unas veces diez, otras veinte francos, cuando se daba cuenta que había abundancia en la casa. Siempre lo pedía para sus grandes negocios. Cuando esto sucedía, arrastraba a Coupeau, proponiéndole una larga correría; y acodados en una mesa, frente a frente, en algún restaurante vecino, se llenaban el estómago con platos que no podían tomar en casa, acompañándolos con vino de marca. El plomero hubiera preferido platos más sencillos, pero no obstante estaba impresionado por los gustos aristocráticos del sombrerero, que leía en el menú nombres extraordinarios. No podía formarse idea de hombre más descontentadizo y más difícil. Al parecer debían de ser así en el Mediodía. No quería nada caliente y discutía cada guisado desde el punto de vista de la salud, devolviendo los platos cuando le parecían demasiado salados o con mucha pimienta. Aun era peor para las corrientes de aire; les tenía verdadero pánico, alborotaba todo el establecimiento si dejaban una puerta entreabierta. Y con todo eso, era la mezquindad en persona: no daba más que diez céntimos de propina al camarero por comidas de siete y ocho francos. Todo el mundo, no obstante, temblaba ante él, y bien que se le conocía en todos los bulevares exteriores, desde Batignolles a Belleville. Iban al final de la calle Batignolles a comer callos a estilo de Caen, que los servían en pequeños recipientes. En la parte baja de Montmartre, encontraban las mejores ostras del barrio, en la
Ville de Bar-le-Duc
. Cuando se decidían a ir a la cumbre del cerrillo, hasta el
Moulin de la Galette
; se comían un guisado de conejo. En la calle de los Mártires, los
Lilas
tenían la especialidad en cabeza de ternera; mientras que en la calzada Clignancourt, los restaurantes
Lion d'Or
y
Deux Marronniers
, les presentaban riñones saltados como para chuparse los dedos. A menudo tiraban hacia la izquierda, del lado de Belleville, allí tenían su mesa reservada en
Vendanges de Bourgogne
, en el
Cadran Bleu
y en
Capucin
, casas de confianza, donde podían pedir de todo con los ojos cerrados. Eran escapatorias a escondidas, de las que hablaban al día siguiente a medias palabras, mientras se tragaban las patatas de Gervasia. Hasta llegó un día en que Lantier llevó a una mujer a un bosquecillo del
Moulin de la Galette
, con la que le dejó Coupeau a los postres.
Como es natural, no se puede andar de fiesta y trabajar. Así, pues, desde la entrada de Lantier en la casa, el plomero, que ya no andaba muy bien, llegó a no tocar una sola herramienta. Cuando por fin se decidía a contratarse, cansado de andar vagueando, el compañero volvía a hostigarle hasta el taller, burlándose cuando le encontraba colgado con su cuerda de nudos, como si fuese un jamón ahumado; y le gritaba para que bajase a echarse un traguillo. Y cosa sabida, el plomero dejaba el trabajo durante días y días. Eran escapatorias famosas, pasaban revista general a todos los figones del barrio, durmiendo la borrachera de la mañana por la tarde y empalmándola con la de por la noche; las rondas de aguardiente se sucedían, perdiéndose en la noche, semejantes a los farolillos de una fiesta, hasta que la última luz se apagaba con la postrera copa. ¡Aquel animal de sombrerero no llegaba nunca hasta el final! Le dejaba a él alumbrarse, lo soltaba y volvía a casa sonriendo con aspecto amable. Él se alegraba también pero no se lo notaban. El que lo conocía bien, se lo advertía en los ojos que se le achicaban, y en sus ademanes más atrevidos con las mujeres. El plomero, por el contrario, se ponía insoportable, no podía beber sin caer en un estado repugnante.