De repente, una gruesa y fuerte voz impuso silencio a todo el mundo; era Boche, que puesto de pie, con ademán descarado y canallesco, cantaba «El volcán de amor, el soldado seductor».
«Yo soy Blavin, el seductor de las hermosas…»
Una tempestad de «bravos» acogió la primera copla. «¡Sí, sí, a cantar!». Cada uno cantaría una canción. Aquello era lo más divertido. Los circunstantes se pusieron de codos sobre la mesa, se retreparon contra los respaldos de las sillas, moviendo la cabeza en los buenos pasajes de las canciones y echándose un trago en los estribillos. Aquel animal de Boche tenía su especialidad en las canciones cómicas. Habría hecho reír a las piedras, cuando imitaba al quinto, con los dedos separados y el morrión echado atrás. A continuación, después del «Volcán de amor», atacó la «Baronesa de Follebiche», uno de sus mayores éxitos. Cuando llegó al tercer cuplé, se volvió hacia Clemencia y murmuró con una voz lenta y voluptuosa:
«La Baronesa tenía visitas,
pero eran sus cuatro hermanas,
tres morenas y una rubia,
que reunían ocho ojos seductores».
Los comensales se levantaron para cantar el estribillo. Los hombres llevaban el compás con los tacones. Las mujeres habían cogido sus cuchillos y golpeaban cadenciosamente contra los vasos. Todos vociferaban:
«¡Cáspita! ¿quién pagará el traguito
a la pa… a la pa… pa…?
¡Cáspita! ¿quién pagará el traguito
a la pa… a la patru… u… lla?».
Los cristales de la tienda resonaban, y el gran resuello de los cantantes hacía revolar las cortinas de muselina. Virginia había desaparecido ya dos veces, y al volver se había inclinado al oído de Gervasia para darle por lo bajo algún informe. La tercera vez, cuando volvió, en medio del alboroto le dijo:
—Querida mía, continúa en casa de Francisco, hace como que lee un periódico…; seguramente algo trama.
Hablaba de Lantier; era a él al que iba a acechar. A cada nuevo recado, Gervasia se ponía más seria.
—¿Estará borracho? —preguntó a Virginia.
—No —respondió la buena moza—. Tiene el aire tranquilo, esto precisamente es lo que me inquieta. ¿Por qué continúa en la taberna si está sereno? ¡Dios mío, Dios mío!, ¡con tal de que no suceda nada malo!
La planchadora, muy inquieta, le suplicó que se callara. De repente se hizo un profundo silencio. La señora Putois acababa de levantarse y cantaba «Al abordaje». Los convidados, mudos y serios, la miraban; hasta el mismo Poisson había puesto su pipa en el borde de la mesa para oír mejor. Ella estaba derecha, pequeñita y colérica, con el rostro pálido bajo su cofia negra: extendía su puño izquierdo hacia adelante con un orgullo manifiesto, rugiendo con una voz más fuerte que ella:
«Si un temerario pirata
nos arroja viento atrás.
¡Desgracia al filibustero!
¡No hay cuartel para él!
¡Muchachos a los cañones!
¡Que corra el ron a torrentes!
Piratas y filibusteros
son caza para colgar del palo mayor».
Aquello era muy serio; ya daba una idea: muy exacta de la cosa. Poisson, que había viajado por mar, movía la cabeza aprobando los detalles. Desde lejos se veía que aquella canción le salía de dentro a la señora Putois. Coupeau se inclinó para contar cómo la señora Putois había abofeteado a cuatro hombres, una noche, que querían deshonrarla.
Mientras tanto, Gervasia, ayudada por mamá Coupeau, sirvió el café, aunque aún faltaba alguien por comer el pastel de Saboya. No la dejaron sentar, gritándole que le había llegado el turno. Ella se defendió, pálida como la cera, como si se encontrara enferma; hasta le preguntaron si por casualidad el pato no la molestaba. Se puso entonces a cantar: «¡Ah, dejadme dormir!», con voz débil y dulce; cuando llegó al estribillo, cediendo a su deseo de dormir con dulces ensueños, sus párpados se cerraban poco a poco y su mirada, adormecida, se perdía en la obscuridad de la calle. De repente, Poisson la saludó con un brusco movimiento de cabeza y entonó una báquica canción: «Vinos de Francia»; cantaba como un becerro; la última copla, únicamente, por su sentido patriótico, tuvo éxito, porque al hablar de la bandera tricolor levantó su vaso muy alto, lo balanceó y acabó por vaciarlo en su gran boca abierta de par en par. Se sucedieron romanzas tras romanzas; se trató de Venecia y de los gondoleros, en la barcarola de la señora Boche; de Sevilla y de las andaluzas, en el bolero de la señora Lorilleux, mientras que Lorilleux llegó a hablar de los perfumes de Arabia, a propósito de los amores de Fátima la bailarina. Alrededor de la mesa, en el condensado ambiente con efluvios de indigestión, se abrían horizontes de oro, desfilaban cuellos de marfil, cabellos de ébano, besos bajo la luna al son de las guitarras; bayaderas sembrando a su paso una lluvia de perlas y de pedrerías; los hombres fumaban beatíficamente sus pipas, las damas lanzaban sonrisas de gozo inconsciente, todos creían encontrarse allí para respirar orientales perfumes. Cuando Clemencia se puso a arrullar: «Haz un nido», con temblorosa voz, gustó mucho, pues recordaba el campo, los pajarillos ligeros, los bailes bajo la enramada, las flores de cáliz de miel; en fin, cuanto se veía en el bosque de Vincennes, los días en que se iba a retorcer el cuello a un conejo. Pero Virginia devolvió la alegría con «Mi pequeño riquiquí»; imitaba a la cantinera, con una mano apoyada en la cadera y el codo arqueado; con la otra llenaba la copa en el vacío, dando vuelta a la muñeca. Después todos quisieron que mamá Coupeau cantase «El ratón». La anciana se negaba, diciendo que nada sabía de esas picardías. No obstante dio principio con su cascado hilito de voz y con su cara arrugada, con ojuelos muy vivos; subrayaba las alusiones, y los terrores de la señorita Lise, levantándose las faldas al ver un ratón. Toda la mesa se reía; las mujeres no podían estar serias dirigiendo a sus vecinos chispeantes miradas; no era muy sucio, después de todo, no tenía palabras gruesas. Boche, para no faltar a la verdad, hacía el ratón a lo largo de las piernas de la carbonera. La cosa había podido llegar a ser inconveniente si Goujet, a una mirada de Gervasia, no hubiese impuesto silencio y respeto con «La despedida de Abd-el-Kader», que entonaba con voz de bajo. ¡Qué estupenda voz! Salía de su hermosa barba rubia como de una trompeta de cobre. Cuando lanzó el grito: «¡Oh, mi noble compañera!», refiriéndose a la negra yegua del guerrero, los corazones latieron y se le aplaudió sin esperar al final, pues les había conmovido su potente voz.
—Ahora usted, tío Bru —dijo mamá Coupeau—. Cante usted la suya. Las más antiguas son las más bonitas. ¡Vamos!
Todos se volvieron hacia el anciano, insistiendo y animándole. Él, aletargado, con su inmóvil rostro de piel curtida, los miraba, sin que al parecer los comprendiese. Le preguntaron si sabía las «Cinco vocales»; él bajó la cabeza, ya no se acordaba. Todas las canciones de sus buenos tiempos se hacían un lío en su cabeza. Decidieron dejarlo tranquilo, y entonces él pareció recordar, y tartamudeó con voz cavernosa:
«Trulala, trulala.
Trula, trula, trulala».
Su cara se animaba; este estribillo debía despertar en él lejanas alegrías que saboreaba solo, escuchando su voz cada vez más sorda, con alegría infantil.
«Trulala, trulala.
Trula, trula, trulala».
—Oye —vino a murmurar Virginia al oído de Gervasia—. Vuelvo otra vez de la calle. Estaba impaciente… Pues bien. Lantier se ha largado de casa de Francisco.
—¿No te lo has encontrado fuera? —preguntó la planchadora.
—No, anduve de prisa, no se me ocurrió mirar.
Pero Virginia, que levantaba los ojos en aquel momento, se interrumpió y lanzó un ahogado suspiro.
—¡Ay, Dios mío!… Está allí, en la acera de enfrente y mira hacia aquí.
Gervasia, sobrecogida, se atrevió a mirar. Habíase amontonado gente en la calle para oír los cantores. Los dependientes de la tienda de comestibles, la tripicallera y el pequeño relojero formaban un grupo como si estuvieran en un espectáculo. Había militares, burgueses con gabán, tres niñas de cinco a seis años, tomadas de la mano, muy serias y con ojos maravillados. Lantier, efectivamente, se encontraba allí, plantado en primera fila escuchando y mirando con aspecto tranquilo. Aquello sí que era tener tupé. Gervasia sintió que un frío le subía de las piernas al corazón, no atreviéndose a moverse, mientras que el tío Bru continuaba:
«Trulala, trulala.
Trula, trula, trulala».
—Basta ya, buen viejo: por hoy ya hay bastante —dijo Coupeau—. ¿La sabe usted toda entera?… Ya nos la cantará otro día, ¿eh? Cuando estemos más alegres.
Se oyeron risas. El viejo se quedó cortado, miró con sus pálidos ojos alrededor de la mesa y volvió a su aspecto de animal pensativo. Una vez que tomaron el café, el plomero pidió vino. Clemencia se puso de nuevo a comer fresas. Durante un instante, las canciones cesaron, y se hablaba de una mujer que se había encontrado ahorcada por la mañana en la casa de al lado. Llegaba el turno de la señora Lerat, y empezó a hacer preparativos. Mojó un extremo de su servilleta en un vaso de agua y se la aplicó a la sien porque tenía demasiado calor. Pidió una gota de aguardiente, la bebió y se limpió los labios.
—¿«El hijo del buen Dios», les parece? —dijo—. «El hijo del buen Dios»…
Alta, varonil, con su nariz y sus cuadrados hombros de gendarme; empezó:
«El niño perdido, a quien su madre abandona,
encuentra siempre un asilo en los santos lugares.
Dios, que le ve, le defiende desde su trono.
El niño perdido es el niño del buen Dios».
Temblaba su voz al pronunciar ciertas palabras, arrastrando las notas humedecidas de lágrimas; levantaba los ojos hacia el cielo, mientras que su mano derecha se balanceaba delante de su pecho y se apoyaba sobre su corazón, en actitud conmovida. Gervasia, torturada por la presencia de Lantier, no pudo contener el llanto; parecíale que la canción hablaba de su tormento, que era ella la niña perdida y abandonada, cuya defensa tomaba el buen Dios. Clemencia, completamente borracha, estalló en grandes sollozos; y con la cabeza apoyada en el borde de la mesa dejaba caer sus lágrimas en el mantel. Reinaba un silencio impresionante. Las señoras habían sacado sus pañuelos y se enjugaban los ojos, con el rostro levantado como honrándose con su emoción. Los hombres, con la frente inclinada, miraban abstraídos, con los párpados temblorosos. Poisson, ahogándose y apretando los dientes, masticó dos veces pedazos de pipa, escupiéndolos en el suelo, sin cesar de fumar. Boche, que no había apartado la mano de la rodilla de la carbonera, no la pellizcaba ya, invadido por un remordimiento y un respeto vagos; mientras que dos gruesas lágrimas bajaban a lo largo de sus mejillas. Aquellos juerguistas estaban tiesos como la justicia y tiernos como corderos. El vino les salía por los ojos. Cuando el estribillo comenzó, más despacio y más lacrimoso, todos se abandonaron y derramaron lágrimas en los platos, desabotonándose la chaqueta, estallando de ternura.
Gervasia y Virginia, a pesar suyo, no quitaban ojo de la acera. La señora Boche, a su vez, advirtió a Lantier y dejó escapar un ligero grito, sin cesar de lavarse la cara con sus lágrimas. Entonces las tres pusieron las caras ansiosas, cambiando involuntarios signos de cabeza: «¡Dios mío! ¡Qué carnicería, qué matanza!». Tan bien lo hicieron, que el plomero les preguntó:
—¿Pero qué estáis mirando? Se volvió asombrado y reconoció ¿a Lantier?
—¡Por la…! Esto ya es demasiado —murmuró—. ¡Ah, el sinvergüenza!… Ahora se a acabar todo…
Como se levantara lanzando tremendos dicterios, Gervasia le suplicó en voz baja:
—Escucha, te lo suplico… Deja el cuchillo… Quédate en tu sitio; no hagas una barbaridad.
Virginia tuvo que quitarle el cuchillo que había cogido de la mesa. Pero no pudo impedir que saliera y se aproximara a Lantier. Los demás, en su creciente emoción, no veían nada y lloraban a lágrima viva, mientras que la señora Lerat cantaba con expresión desgarradora:
«La huerfanita se había perdido.
Su voz no la oían más
que los árboles y el viento».
El último verso pasó como una ráfaga lamentable de tempestad. La señora Putois, que se disponía a beber, se conmovió tanto que desparramó el vino en el mantel. Entretanto, Gervasia, que se había quedado helada, con la mano puesta en la boca para no gritar, entornaba los ojos espantada, esperando ver de un momento a otro a uno de los dos hombres caer asesinado en medio de la calle. Virginia y la señora Boche seguían la escena con profundo interés. Coupeau, desconcertado por la diferencia de temperatura, por poco no se cae en el arroyo cuan largo era al querer abalanzarse sobre Lantier. Este, con las manos en los bolsillos, no había hecho más que apartarse. Los dos hombres, el plomero sobre todo, se ponían picantes; le trataba de cerdo y hablaba de comerle las tripas. Oíase el enconado ruido de las voces, se distinguían gestos furiosos como si fueran a descoyuntarse los brazos a fuerza de cachetes. Gervasia, medio desfallecida, cerraba los ojos, porque aquello duraba demasiado y creía verlos a cada momento morderse uno a otro la nariz de tanto como se aproximaban las caras. Como hubiese dejado de percibir voces, abrió los ojos y se quedó atontada al verles charlas tranquilamente.
La voz de la señora Lerat se elevaba, al cantar, arrulladora y plañidera, al comienzo de una nueva copla.
«Al día siguiente, medio muerta
recogieron a la pobre niña…».
—¡Hay mujeres que son zorras de verdad! —dijo la señora Lorilleux en medio de la aprobación general.
Gervasia cambió una mirada con la Boche y Virginia. ¿Se arreglaría todo? Coupeau y Lantier continuaban charlando al borde de la acera. Aún se dirigían injurias, pero amistosamente. Se llamaban pedazo de bruto, con un tono en que se adivinaba un asomo de ternura. Viendo que les miraban, acabaron por pasearse lentamente uno al lado del otro, a lo largo de la acera, girando sobre sí mismos cada diez pasos. Se había trabado una conversación muy animada. De repente, Coupeau volvió a enfadarse, mientras que el otro se negaba y se hacía de rogar. Fue el plomero el que empujó a Lantier y le forzó a atravesar la calle, para entrar en la tienda.
—Le digo a usted que es de la mejor voluntad —gritó—. Beberá un vaso de vino… Los hombres son hombres, ¿no es eso? Se comprenden…